28. El almendro embustero
Había una vez, en el campo de un modesto agricultor, un almendro. Era el único de su especie en aquella propiedad, el resto de árboles que lo rodeaban eran limoneros, muy apreciados en la comarca, y retorcidos olivos de hojas plateadas y verdes. El almendro llevaba allí muchos años, desde que lo plantase el bisabuelo del hombre que, con esfuerzo y constancia, lo cuidaba igual que al resto de habitantes del huerto, aunque no tantos como los olivos, que contaban en sus troncos con más de un siglo de vida y ya daban aceitunas y sombra desde antes de que por aquellas tierras se viera el primer vehículo a motor.
Tiempo atrás el ejemplar de prunus dulcis había producido razonables cosechas de almendra largueta para su dueño, un fruto que tenía buen mercado y mejor precio, pero en los últimos septiembres, sin razón aparente, los nutrientes no habían llegado hasta las almendras, dando como resultado cáscaras vacías o con contenidos de un tamaño ridículo, imposibles de vender. El agricultor, preocupado, miró y remiró tronco, hojas y raíces buscando la causa de tanta esterilidad. No encontró negrilla, pulgón ni mosquitos, tampoco daños aparentes que justificasen la ausencia del fruto acostumbrado. No había habido heridas por rayo, por granizo ni heladas después de la floración, los últimos años el tiempo había sido bueno y ordenado: agua en primavera, sol en verano, lluvia al final del otoño y frío moderado en invierno. Lo común, lo lógico, lo esperable. Quien no cumplía con lo común, con lo lógico, con lo esperable, era el almendro. ¿Qué le podía estar pasando? El hombre le preguntó muchas veces mientras lo podaba con mimo, y el árbol embustero se encogía de ramas haciéndose el inocente. Mientras eso ocurría en la superficie, por debajo de la tierra y lejos de la vista del labrador, de forma taimada, el almendro había ido extendiendo sus raíces por todo el huerto. Su plan era formar poco a poco una maraña tal que fuese capaz de robarles el agua y los nutrientes a los olivos y a los limoneros que vivían a su alrededor, perjudicando así su producción para tapar su propia pereza: si ninguno de los árboles daba fruto o lo hacía de forma deficiente el amo no sabría a quién culpar. Las lombrices de tierra y algún topillo eran los únicos que veían cómo el almendro iba colonizando todo el subsuelo para poder poner en práctica su plan; nada dijeron sobre el particular porque nadie les preguntó, de modo que siguieron con sus túneles y su vida sin importarles las consecuencias que aquello fuese a acarrear en el futuro.
El agricultor, con cierta frecuencia, le preguntaba al almendro si conocía las razones del descenso de rendimiento del resto del huerto, que ya se había empezado a manifestar. El árbol se hacía el tonto y le echaba la culpa al tiempo, a los insectos y hasta al propio labrador. Llegaba en ocasiones a permitirse el lujo de tacharle de horticultor negligente, escudándose en el argumento de que llevaba allí tres generaciones y jamás había visto aquella tierra dar tan paupérrimos frutos a pesar de que el suelo era fértil y la climatología de lo más favorable.
Un día, el almendro embustero vio llorar al dueño del campo. “Con esta birria de cosecha no podré alimentar a mi familia”, se lamentaba. “Cuatro aceitunas arrugadas, un puñado de limones medio secos y nada de almendra. ¿Qué es lo que he hecho mal? Los he regado y fertilizado, los he labrado con mis manos, los he podado con cuidado y respeto, no entiendo por qué no corresponden a mi atención como debieran”. El almendro supo que esa era su oportunidad y, taimado como era, puso en práctica su estrategia.
Al llegar la mitad de enero, de la noche a la mañana, el árbol se llenó de flores. Amaneció cuajado de rosados y blancos pétalos, lo cual era muy buena señal, porque cada una de esas flores podría convertirse en un fruto. El labrador lo acarició contento, y el árbol, en ese momento, comenzó a hablarle de este modo: “Mi querido amo: como ves, estoy haciendo un esfuerzo extraordinario para sacarte de tu situación. No así todos estos perezosos árboles que me circundan, que no hacen más que vivir bien a tu costa, chupan el agua que les das, malgastan el abono con que los alimentas y no te dan a cambio nada de lo que tú necesitas. Sin embargo yo, que te he querido siempre bien, voy a ayudarte. Si me dejas que administre el riego del campo, elija los nutrientes y decida cuáles y a quién se le procuran, no solamente te daré una cosecha de almendras suficiente como para saldar tus deudas, sino que además lograré que todos estos haraganes que me rodean hagan su trabajo con mucho menos gasto del que te ocasionaban hasta ahora. Podrás tener aceite para el año y te sobrará para vender, habrás de apuntalar las ramas de los limoneros porque serán incapaces de sostener el peso de tanta fruta como van a criar. ¿Qué dices? ¿Aceptas?” El labriego lo pensó durante un rato y, pese a que no comprendía bien cómo el almendro iba a lograr todo aquello, su necesidad era tan acuciante que aceptó.
Tan pronto como el agricultor se dio la vuelta para marcharse, el almendro mentiroso escupió casi todas las flores de sus ramas para que no fueran polinizadas: no pensaba hacer el esfuerzo de producir tanto fruto, iba a estar muy ocupado en los siguientes meses. En cuanto recibió los privilegios de administración del riego y los abonos engordó su tronco hasta casi doblar su tamaño. Sin embargo, a olivos y limoneros les restringió el agua y el alimento hasta casi matarlos de hambre y sed. Cuando llegó la cosecha, el labrador, enfadado, le pidió cuentas al almendro por los malos resultados. Éste se defendió, diciendo: “Amo, la naturaleza es sabia y tiene sus ciclos. El mal cuidado de tantos años no se remedia en unos meses. Esto lleva su tiempo, la inercia perezosa de todos estos árboles es difícil de detener, pero yo lo conseguiré. Mira, yo he logrado pocas almendras, pero son excelentes. El año que viene serán muchas más, te lo prometo”.
Durante doce meses más el almendro embustero continuó quedándose para sí la mayor parte del agua y del abono. Los olivos resistían como podían con el agua de la lluvia y el guano de los pájaros que dormían en sus ramas, pero los limoneros, que necesitan mucho más aporte de humedad, comenzaron a secarse. Algunos desenterraron sus raíces para irse a otros campos. Otros murieron o enfermaron y agonizaron sin que el prunus dulcis, que de dulce no tenía más que el nombre científico, se dignara a auxiliarlos. Al final del año, el único que tenía una cosecha razonable era el propio almendro. El labrador ya no sabía qué hacer. “Amo, visto que esta gentuza no tiene remedio, lo mejor que puedes hacer es arrancar todos los limoneros, que gastan y no producen portándose como verdaderos parásitos, y plantar en su lugar almendros como yo. Verás cómo mejora el campo, la cosecha será espléndida y tus finanzas volverán a ser estables”. Y el hombre, aunque con recelo, le hizo caso.
A partir de entonces, cuando se vio rodeado de ejemplares semejantes a él, el árbol mentiroso abrió el grifo del agua para todos los nuevos habitantes del huerto. No así para los olivos, a los que pretendía asfixiar como había hecho con los cítricos para que, al final, no hubiese más que almendros hasta las vallas que delimitaban aquella propiedad. Los olivos, mucho más viejos y sabios que el árbol embustero, callaron y esperaron.
Sucedió que los almendros, con tanta abundancia de agua, desarrollaron un hongo que colonizó sus hojas y corrompió sus raíces. Algunos enfermaron y fueron talados. Los demás, gordos y despreocupados, echaron la flor con los primeros rayos de sol de enero, y pocos días después vino una helada y quemó todas las futuras almendras antes de que pudiesen nacer. Los olivos continuaron esperando, silentes. Y mientras, el mentiroso, viendo cómo fracasaban sus estrategias, trataba de explicarle al labrador que aquello no era culpa suya, que eran los olivos los que esparcían los hongos, los que llamaban a la helada, los que le estaban arruinando.
Tanta habilidad tuvo para embaucarle y convencerle que al final el hombre, con gran pesar, taló los olivos centenarios y vendió sus troncos y ramas a trozos para que los artesanos locales fabricasen taburetes, percheros y almireces. Después extrajo con esfuerzo sus raíces para usarlas en la chimenea aquel invierno y dio un año más de plazo al almendro para que consiguiera la mejor cosecha de la década. No tenía más cartas con que jugar.
El huerto vivió una gran floración a final de enero, no hubo más frío y los árboles se llenaron de botones verdes que fueron engordando a lo largo de la primavera. En verano la esperanza se hizo certeza, el agricultor hizo el cálculo con ojo experto: podría haber, fácilmente, diez toneladas de almendras para recoger en septiembre. Al fin se había terminado la mala suerte. O eso pensaba. La cosecha fue magnífica, desde luego, pero la alegría se le congeló en las venas al comprobar que casi todo lo que habían parido los árboles eran frutos amargos, un producto sin mercado que nadie quiso comprar y que fue rechazado con gesto de desdén por todos los tratantes de la comarca. El agricultor se arruinó y se vio obligado, con el corazón roto, a abandonar su casa para marcharse a la ciudad a buscar trabajo. Pero antes de emprender el viaje prendió fuego a los almendros, colérico, y no consintió marcharse hasta ver con sus propios ojos el huerto arrasado y el almendro embustero reducido a cenizas. No le dijo nunca a nadie, ni siquiera a sus propios hijos, quién había sido el causante de su desgracia. Solo los pájaros que antaño anidaban en los olivos supieron la verdad. Y ellos fueron los que trajeron los huesos de aceituna nuevos, escondidos en sus picos, para depositarlos entre las cenizas y propiciar que aquella tierra volviese a la vida llenándose de árboles sinceros y callados.
Lentamente, sin falsas promesas ni mentiras, sin pedir ni exigir, el campo otorgó a la generación siguiente aceite con que salir adelante. Su única condición fue que no se volviese a plantar allí ni un solo almendro. Por si acaso.