276. Amor golondrina

Genovevacuenca

 

El sol calcinaba las siestas de Aimogasta, el suelo cuarteado en árida alfombra era el escenario de la recolección de aceitunas en todos los tonos de verdes.

Pedro y Antonia tomaron sus canastas y entre miradas y risas, rumbearon hacia la plantación, era evidente que no solamente los unía el trabajo. Agarrados a las ramas, tomaban una a una esas bolas verdes, viscosas y resbaladizas.

El calor aumentaba, Antonia puso una bandana en su cabeza y por momentos se distraía en la silueta de ese hombre que ostentaba fortaleza en sus músculos prominentes, ese hombre que pocas veces sonreía y que tenía un gesto adusto, sin embargo, mostraba con toda la furia, más que una simpatía por ella.

Él por momentos, echaba una ojeada y allí estaba Antonia con sus ojos negros azabache y su piel cobriza, ambos transpirados y sedientos, llevaban a sus bocas sendos jarros de agua al tiempo que ella tomaba una aceituna entre sus dientes, la apretaba, la saboreaba y el carozo desnudo bordeaba sus labios para caer entre sus senos turgentes, ante la mirada socarrona de Pedro que exclamaba:

—¡Cómo quisiera ser carozo!

A lo que ella, muy suelta de cuerpo respondía:

—¡Por el momento te vas a quedar con las ganas, morocho!

Era una cosecha más para Pedro quien se iría de allí, hacia otra provincia, estaba acostumbrado a su trabajo golondrina, a veces se sentía un tanto explotado.

Ella, seguramente tendría oportunidad de conocer a otro hombre, coquetearlo, y quizás encontrar un amor duradero y no solo fugaz.

La muchacha tiró una carcajada y cerró el momento con un beso para que el viento cálido lo acunara entre los olivos que movían sus hojas como brazos batientes, mientras dibujaban siluetas en el suelo en otra siesta calurosa de diciembre.