274. La escalera del Maestro

Leopoldo Espínola Guzmán

 

Es difícil saber exactamente qué hora sería. Lo que sí sé, es que el manto negro y calado de la madrugada cubría uniforme el cielo desde un extremo hasta el otro, solapando su oscuridad con la de las sierras en el horizonte. No faltaba ni una estrella en el infinito. Sobre el carril brillaba la escarcha con la luz de los faros como si la helada hubiera esparcido azúcar glass por todas partes. En el coche, un Ford Fiesta rojo de gasoil al que habíamos apodado El Perolo, llegábamos al cortijo cargados con escaleras y herramientas los tres aprendices: José, Anselmo y yo. También venían con nosotros el Mele, que era el encargado de las motosierras, y mi perrilla Nieve, que con el pelo blanco y cortito, algo más grande que un gato y rabona, no se separaba de mí ni cuando me acostaba. Nada más abrir la puerta del coche, mi pequeña y fiel amiga, que viajaba bajo mis rodillas, salía como una bala en busca de los gatos que guardaban de roedores el cortijo. No tardaban en ponerse a salvo trepando a los nogales o metiéndose a gran velocidad por las gateras del portón.

Mi primer ritual diario al bajar del coche era caminar unos metros ajustándome los pantalones y el abrigo, adentrándome en la oscuridad, lejos de la claridad de los faros. Allí alzaba la mirada hacia el cielo y la dejaba perderse entre las constelaciones hacia los confines del cosmos. Alguna vez oí decir a algún astrónomo que en el firmamento hay tantas estrellas como granos de arena en todas las playas del Mundo. Y creo que no exagera, impresiona lo pequeño que llega a sentirse uno ante tan vasto espectáculo.

No habíamos terminado de descargar las escaleras y el resto de bártulos, cuando Nieve ladraba con nerviosismo en dirección a las sombras del campo. De ellas surgía como un fantasma, casi levitando, sin hacer crujir ni un carámbano, Antonio, el Maestro. “Buenos días, ¡venga, vamos con esos asperones que ya viene el sol asomando por los coscojales!”, exageraba. “Niño, ¿habéis echado mi escalera?”, me preguntaba siempre a sabiendas de que nunca la olvidaríamos.

Antonio era hombre de acostarse muy pronto, casi a la hora de las gallinas. Eso le permitía madrugar y andar lo que hiciera falta. Le gustaba estar levantado temprano. Irse después a esperar en la panadería a que saliera la primera hornada y completar así la talega de su merienda con pan caliente. Después caminaba campo a través los tres kilómetros que nos separaban del tajo. Sé de buena tinta que conocía perfectamente todas las veredas, incluso las que desaparecían entre los altos forrajes de la primavera. Siempre me pregunté cómo podría guiarse por esos atajos en las noches de Luna Nueva con la única y lejana luz de las estrellas. Presumía de conocer cada árbol por su forma, por los nudos de su tronco, te decía la edad aproximada de cada uno… Afirmaba, aunque nunca llegásemos a comprobarlo, que en una noche cerrada podíamos vendarle los ojos, destapárselos en medio de cualquier finca del término municipal y sabría con precisión dónde se encontraba. Era experto con las encinas, con los alcornoques, en el descorche, con los frutales… Desarrollaba injertos de manzanos en perales, de cerezos, de una especie en otra. Se conocía todas las yerbas, dónde encontrarlas, las medicinales y las de cocinar. Sabía distinguir las setas, las que sí se podían comer y las que no. No obstante, toda su vida había vivido en el campo y rondaba ya la edad de jubilarse, aunque él solía decir que nunca lo haría.

Pero si de algo sabía el Maestro era de olivos. Los olivos eran su pasión y su vida. Era propietario de unas pocas fanegas que cuidaba con mimo cerca de allí, en el Valle Sapo. Siempre me decía: “un día, Niño, te voy a llevar para que veas qué bonitos tengo mis olivos”, y luego me contaba los miles de kilos de aceituna que le cogía todos los años. Siempre me quedé con las ganas de comprobarlo.

Sobre la pileta de ladrillos macizos de una fuente, con la luz del coche encendida y los sonidos del chorro y del metal al restregarse con las piedras como fondo musical, repasábamos, asperones en mano, hachas y piquetas. Las piedras de afilar nos las proporcionaba Antonio. Las traía de uno de los olivares que arreglaba. Nos decía que la finca en cuestión tenía una solana que llamaban “de los asperones”, en la que todas las piedras eran duras y rasposas como lijas. Las mojábamos y lijábamos con ellas las herramientas con devoción hasta que quedaban perfectamente afiladas. “Un buen afilado alivia el brazo de grandes esfuerzos”, nos decía Antonio. El Mele, con la ayuda de José, hacía lo propio con las motosierras. Su afilado se realizaba con una finísima lima cilíndrica que, aunque pedía la ayuda de otras manos para sujetar la máquina, requería de menor esfuerzo y de mayor precisión.

Una vez todos dispuestos y pertrechados, cargábamos los zurrones de la merienda, el agua y las escaleras. Los novatos las usábamos de aluminio, más ligeras y resistentes que las antiguas de madera de castaño. También eran más baratas.  La de Antonio, cómo no, siempre tan tradicional, era de castaño. Estaba muy curada y algo vieja, por eso apenas pesaba. Poco a poco nos íbamos introduciendo en la espesura del olivar en busca del tajo. Allí nos esperaba Emilio, el manijero, contemporáneo de Antonio y con el que compartía las costumbres de madrugar y de andar. Emilio llevaba muchos años en aquel olivar propiedad de un farmacéutico. Además de la arboleda, se encargaba de conservar limpias y mantenidas todas las instalaciones, desde el vallado de la linde hasta el interior del caserío.

Una vez en el sitio donde se terminó el día anterior, como el follaje de los olivos aún era una sombra oscura en la que apenas se podían distinguir las ramas con nitidez, la primera faena era quemar lo hasta allí cercenado a la arboleda si el viento lo permitía. Las horquillas se dejaron escondidas entre los montones de ramón la mañana anterior para no tener que cargar con ellas todos los días. Una vez cada uno con la suya, Antonio y Emilio elegían los lugares en los que amontonar para quemar sin dañar la explotación. Seleccionaban los claros más grandes y en ellos se amontonaban las pilas de ramón. Nunca olvidaré los colores anaranjados y amarillos de aquellas hogueras, los tonos blancos y grises de sus columnas de denso humo escapando, empujadas por el fuego, verticales hacia el cielo, rectas y elevadas como los pilares de un templo de escarcha y olivos, sobre el que los tonos azules del amanecer renacían, desde el naciente hasta el poniente, apagando las estrellas y derrotando a las tinieblas paulatinamente, dejando suspendido a unos metros sobre el horizonte y como último bastión de la noche al diamante Venus.

Con las brasas y cenizas de la quema aún humeantes, Emilio nos asignaba los olivos por parejas. Antonio y yo éramos una de ellas. Me consideraba afortunado por compartir mis jornadas con su sabiduría. Anselmo y José, otra, al cuidado del manijero. El Mele y sus motores adelantaban para ir descargando los árboles de las ramas más gruesas y sobrantes. Una vez derribadas, las limpiaba y picaba para hacer leña. Nosotros, siempre por detrás, aliviábamos cada pie desde abajo hacia arriba, despojando todo el tronco de chupones y ramas secas o dañadas durante el vareado en la época de la cosecha. Luego, ya subidos en la escalera, rodeábamos toda la copa descargándola a tijera. “No me dejes colas de vaca”, me decía Antonio cuando veía que a una copa le quitaba demasiados retoños, “que tu trabajo también habla de mí”, sentenciaba.

Al cabo, cuando los peldaños de la escalera clavaban el dolor en las plantas de los pies y las tijeras hacían lo mismo con la mano… “Niño, ya es la hora”, afirmaba mi compañero de olivo. El sol apenas alcanzaba su cénit y ya habíamos podado diez o doce olivos entre los dos. El Maestro bajaba de la escalera y buscaba en su zurrón una garrafilla con fresco vino blanco de Montilla, para ofrecernos algunos tragos a cada compañero, “pero sin pasarse, que el vino y los filos del metal son malos amigos”, nos decía. Era el momento de las bromas y los chistes, aunque el buen humor y la conversación siempre fueron compatibles con aquella cuadrilla. Nunca se buscaron tensiones, ni burlas humillantes u ofensas. Hubo ratos de risas para el recuerdo y otros en los que tocó apretarse el corazón, cuando los temas eran las personas, vecinos o compañeros del pueblo que ya no se encontraban entre nosotros. Y alguna rara discusión, que todo hay que decirlo, por temas del jornal que Antonio atajó con prontitud, y es que habiendo estudiado solo lo justo, en habilidades sociales y en mediación también demostró destreza nuestro Maestro.

Treinta años han pasado desde entonces. Como muchos jóvenes de hoy, yo también cambié olivares por un despacho en un polígono industrial, que también en aquella época soñábamos con empleos menos duros y sueldos más fáciles de conseguir. Cambié veredas y carriles por asfalto y hormigón; cielos nocturnos estrellados por farolas, neón y semáforos; piquetas, tijeras y horquillas por pantallas, teclados y ratones; heladas que me agrietaron las manos, por calefacción y guantes de piel; calor de tórridos veranos a la intemperie monótona de las chicharras, por el aire acondicionado y la megafonía de los centros comerciales…

Pero los fines de semana o en vacaciones, el campo me reclama como el padre al hijo que emigró, o como suele hacer la tierra con los hombres en el anochecer de la vida, y no dudo ni un momento en acudir a esa llamada que me nace desde adentro. Vuelvo a pie y de madrugada a las veredas de aquellos olivares, como buscando entre sus grises troncos los seguros pasos de Antonio: sus enseñanzas pendientes, que estoy seguro no fueron pocas, su manera de vivir, sus historias, su entrega apasionada al trabajo, su voz cuando me llamaba: “¡Niño!”.

Vuelvo al pueblo de paseo con mi perra Bala, que Nieve ya hace tiempo que descansa junto a Antonio en el cielo de los amigos. Con ella suelo bordear la valla de sus tierras en el Valle Sapo, aquellas que nunca visité con él. Y entre aquellos árboles que cuidó con mimo, puedo distinguir, ya desvencijada y oscurecida, recostada en un olivo su escalera de castaño, aun en pie. Como en pie continúa el oficio del Maestro cuidando de la riqueza verde y dorada de esas copas que siguen colmando de rapa las primaveras de mi tierra, ahora en las manos de sus hijos.