
273. Alejamiento sine die
Esta plazuela es un lugar de paso. No tiene bancos que inviten al reposo. Estoy solo, no hay otras plantas. Hace años los niños se encaramaban a mis ramas, chillaban, reían y a veces lloraban. Ahora no hay niños, crecieron y no llegaron otros a reemplazarlos.
Lleno las horas avistando taconeos lejanos que pasan junto a mí sin aminorar el paso, sin girar la cabeza. Después, silencio. El pavimento es de adoquines. No me gustan. Me oprimen y son impermeables.
Tengo aspecto desaliñado. Medro desgarbadamente, hace muncho que no me podan. Mis aceitunas son ruines, aunque a nadie parece importarle. Soy puro ornamento.
Antes, todo era distinto. El suelo, protegido con una cubierta vegetal, filtraba mansamente el agua. Compartíamos la riqueza de la tierra con jaramagos, vezas, mostazas blancas, hinojos y collejas. La vida se sentía y se oía. Cantos de verderones, abubillas, mochuelos, chicharras y grillos. Éramos un ecosistema, aunque lo ignorábamos. Nos podaban con regularidad y el ramón sobrante lo reutilizaban para producir calor. Mis frutos eran generosos y apreciados. Los recogían, sin falta, cada cosecha con zarandeos y golpes rítmicos en el ramaje.
Hasta que llegó aquella desconcertante orden de alejamiento…
¡Cuánto añoro el olivar!