271. Oro líquido

Antonia Márquez Anguita

 

No, no he vuelto a comer aquellos garbanzos, quizás fuera el entorno, la persona que los cocinaba o el amor con el que todos los primos nos sentábamos alrededor de aquella mesa hecha con los troncos de árboles y tallada de manera rural, pero lo suficiente suave para no hacernos daño. En el centro de aquella mesa larga adornada con un mantel de cuadros verdes y blancos, una botella con un líquido verde brillante. Un poquito de ese brebaje se repartía alrededor de los garbanzos. El resultado de aquella mezcla era uno de los mejores manjares que yo he comido nunca.

Con el tiempo, llegué a la conclusión que los publicistas se refieren a eso cuando hablan de “oro líquido”. Al lado de aquella botella que, mi tía colocaba siempre en el mismo sitio, un cesto de pan calentado al horno de leña, cuyo olor se ha quedado impregnado en mi memoria para siempre.

En aquella finca, donde trabajaba mi tío no había supermercados cerca ni siquiera sé, si existían entonces; porque lo único que recuerdo son las tiendas de comestibles a las que llamaban ultramarinos. Un prefijo “más allá” y “marinos” como sustantivo que indica algo relacionado con el mar; así que, imagino que había que traer las mercancías de fuera, y por ello buscaron algo así como: “más allá del mar”.

A cambio, en el campo teníamos una especie de furgoneta ambulante que, cada quince días hacía el recorrido por aquellas tierras. Llevaba tantos productos que era una fiesta para los niños. ¿Cómo colocaba las cosas aquel hombre para que le cupiese todo? Alimentos de primer orden: chorizo, morcilla, tocino, pollo, casquería y otros, así como pescado, verduras, sobres de refrescos que había que verterlos en un recipiente con agua, chucherías, ropa y calzado. Todo cabía en aquel furgón.

No se me ha olvidado el día en que mi tía me compró me compró unas zapatillas de loneta. Jamás he sido tan feliz como cuando metí mis pies en aquellas zapatillas de color azul celeste.

Era como pisar la luna, porque en aquel espacio grande no había más distracción que subir a los árboles, coger los nidos, ver cómo engordaban los cerdos a base de comer bellotas, observar la esquila de las ovejas cuando llegaba su tiempo, o los sonidos de los ganaderos a la hora de recogerlas.

Pero, sin duda, lo mejor del día era ir a por los huevos a las niaras. Era un desafío entre los primos con la única recompensa de la satisfacción de haber cogido el mayor número de ellos. Los días no se diferenciaban: las tareas eran las mismas y también los juegos; los garbanzos aderezados con aceite a mediodía y los huevos fritos con patatas por las noches, aquellas patatas que no tenían nombre, eran de una única clase, porque eran buenas por naturaleza, su pureza, la ausencia de toxinas, aerosoles o cualquier otra cosa con que se fumigan ahora que, al igual que la patata, ha transformado otros alimentos que nos ofrece la tierra.

Solo había un indicador de que llegaba la hora de volver a casa, a nuestra casa. Acababa el verano: los días eran más cortos, el sol salía más tarde y también los animales se comportaban de manera distinta. Era muy triste dejar la libertad que daba el no tener fronteras, no vivir adosados entre dos casas igual que una hamburguesa en medio de dos panes,  pasar del silencio al ruido de los vehículos, levantarse y no ver las amapolas que nacían por doquier sin cuidados especiales.

Las despedidas eran muy tristes, a pesar de que mi tía hacía una tarta con galletas redondas de un grosor considerable. Recuerdo que las mojaba en leche que, con anterioridad había echado en una vasija. A eso le sumaba unas natillas y por encima chocolate que, con toda la paciencia del mundo, removía en aquel fogón rodeado de losas de color ladrillo en el que estaban incrustados los distintos hornillos.

Nunca he conocido a nadie con tantas habilidades como mi tía Maruja: cocinar, coser, peinar, inyectar. Sí, tuvo que aprender a poner inyecciones ante la imposibilidad de que ningún practicante (como se les denominaba a quienes hacían esta labor por entonces) acudiera al campo cada vez que uno de sus ocho hijos se ponía enfermo.

Pero, sobre todo, agradezco y admiro la generosidad que tenía a la hora de acoger a los sobrinos en su casa cuando nos daban vacaciones en la escuela. Esa era una de sus mejores facetas, además del cariño con que nos trataba. Ni siquiera echaba cuentas al número de hijos que tenía.

A pesar de ello, los chozos estaban impolutos y aún le daba tiempo de sentarse a coser a media tarde; mientras nosotros jugábamos a montarnos en los burros, al escondite, a saltar a la comba o a la pelota, que de cuando en cuando, había que renovar cuando llegaba el hombre del comercio nómada.

El baño era muy divertido, había que ponerse el bañador y regarnos con la goma que mi tío Cano había preparado en una especie de sombrajo. En invierno no era igual, mi tía tenía que preparar agua caliente en unos baños de zinc que, aún se conservan en algunas terrazas del barrio donde vivo. Los baños no eran diarios, porque no había calentadores de agua, sino que había que poner en la lumbre ollas y ollas de agua para ir rellenando aquellos barreños.

Así que, en verano era un alivio para mi tía no tener que hacer ese trabajo agotador y del que muchos jóvenes no tienen conocimiento, y no solo ocurría en el campo, tampoco había agua caliente en la mayoría de las casas de la ciudad, ni cuartos de baño como los que tenemos, la mayoría de nosotros, desde hace menos de un siglo.

No quiero olvidar el Día del Olivo, cada diecisiete de agosto se celebraba ese día, como si fueran caballos engalanados en carreras de lujo, se adornaban los olivos situados en hileras que se divisaban desde cualquier punto de aquella inmensidad de terreno que, al igual que el mar, parecía infinito. Para ir acorde para agasajar al mejor producto que daba la tierra había que ponerse nuestras mejores galas, en aquellos tiempos no había tanta ropa, la de mis primos cabía toda en una especie de despensa que mi tía había organizado para ello, con un orden exquisito y con una memoria de elefante para saber cuál era la ropa de cada uno.

Tiempo después, me confesó que la tenía colocadas en las baldas por orden de mayor a menor y de derecha a izquierda. Me pareció genial esta forma de ubicar la ropa en aquella especie de ropero ubicado dentro del chozo donde dormían parte de los hijos.

Así que mi tía, en vista, de que en mi hatillo no había ningún vestido de fiesta, antes de que llegará el gran día, me confeccionó uno con un retal que había comprado a aquel hombre de la furgoneta. Cuando compró la tela no supe la finalidad de la misma, ella me quería dar una sorpresa, quería presumir de sobrina. Yo era una niña normal, una carita redonda donde se asomaba una nariz bien perfilada, unos ojos castaños casi hundidos dentro de unos mofletes prominentes y una boca sonrosada del mismo color que los cachetes.

Tenía un pelo largo, siempre recogido en trenzas, a las que adornaba mi tía con un lazo de cada lado. Otras veces, me hacía peinados que veía en las revistas y  que también compraba al hombre de la furgoneta. Solo tenía que echarles un vistazo para imitar cualquiera de los peinados. Y es que, simplemente  era una artista. Siempre he dicho que mi tía tenía un don especial que, debido a sus circunstancias, no pudo desarrollar, pero de haber nacido después hubiese sido una mujer reconocida por la historia. Estoy segura de ello.

Nunca dejó de sorprenderme. Era tan sabia, y es que tenía unas aptitudes especiales que habían nacido con ella. No podía ser de otra manera, ya que con su madre vivió muy poco tiempo y conociendo a esa señora, en palabras de mi abuela, no había lugar entre una mujer y otra. Mi tía era ordenada y limpia y su madre era una mujer holgazana, a la que le daba igual ocho que ochenta. De hecho con apenas quince años echó a su hija de casa y mi abuela, madre de mi tío Cano y de mi madre, tuvo que hacerse cargo de ella.

Dos años después, siendo muy jóvenes, mi abuela se empeñó en casarlos para evitar habladurías, entre otras cosas, propias de aquella época; no tenía televisión, las mujeres apenas trabajaban fuera de las casas y eran muchas las oportunidades para reunirse en las tiendas de comestibles o en las puertas de sus casas, donde en verano sacaban las sillas con el objetivo de pillar un poco de aire fresco. Tampoco las casas estaban acondicionadas para ninguna de las temporadas del año.

En definitiva, lo único que no ha cambiado ha sido el aceite de oliva que, cada vez más cotizada y recomendada por los profesionales de la medicina, por la organización mundial de la salud o incluso por los mejores cocineros del mundo. Ese mismo aceite que colocaba mi tía en aquella mesa adornada con manteles de cuadros verdes y blancos.