270. La visionaria

Juan Manuel Becerril Domínguez

 

Otoño de 1919. En algún lugar del campo jienense

—¡Abuelo, mira qué mariposa más bonita!

La niña correteaba entre los olivos detrás del insecto mientras la luz del sol, ya avanzada la mañana, se filtraba a través de las copas, cortando el polvo en luminosos rayos.

El abuelo la observaba complacido, con su canasto en la mano lleno de aceitunas negras. El resto de la cuadrilla se afanaba en la recolección, un par de olivos más adelante. Los hombres, varejón en mano, se esforzaban en varear el fruto de los árboles. Las mujeres, provistas de grandes canastos de mimbre, recogían la aceituna rodilla en tierra.

El anciano, de movilidad ya algo reducida, tenía el entretenimiento de recoger las aceitunas que caían más lejos de los troncones. Su nieta lo acompañaba.

—Catalina, no te distraigas y ayúdame. Hay mucha aceituna por toda la tierra y cada vez me cuesta más trabajo agacharme.

Los primeros días de otoño habían sido muy lluviosos y los olivos, altaneros y verdes, agradecían el agua caída con unos frutos de enorme calidad. El olivar ofrecía una bella estampa pictórica donde los tonos negros y morados de los frutos atraían a gran cantidad de zorzales, que espantados ahora por la algarabía de las labores agrícolas, buscaban cobijo en tierras cercanas. El campo estaba en plenitud. Sería una gran campaña.

Catalina regresó a la vera del anciano con la respiración entrecortada por la persecución.

—Abuelo, cuando sea mayor voy a ser inventora.

El hombre, arrodillado, esbozó una media sonrisa, calándose la gorrilla de pana sobre su rala cabeza. Le acercó a la niña un pequeño canasto, abandonado a su suerte desde la aparición de la mariposa, y le preguntó:

—¿Y qué vas a inventar?

—Voy a inventar un vehículo para poder viajar a la luna

El abuelo se levantó con un quejumbroso gesto, arrojando un puñado de bonitas verdiales a su canasto y mirando a la niña con ojos muy abiertos. Cada día que pasaba Catalina lo sorprendía más; a veces gratamente, pero en otras ocasiones, el comportamiento de la niña lo desconcertaba. Era lista, más que el resto de niños de su edad, pero sin embargo su nuera afirmaba entre dientes que la niña no era normal, que tenía la cabeza llena de pajaritos.

—Pero Catalina, ¿de dónde sacas esas ideas?

—El señorito Gabriel tiene en el cortijo muchos libros que trae de la capital. Tienen unas pastas muy bonitas con unas ilustraciones preciosas.

—El señorito Gabriel no debería pasar tanto tiempo contigo. Ayudas poco a tu madre en las tareas domésticas.

Hacía diez años, justo antes de nacer Catalina, su padre había muerto al caerse de un olivo durante la campaña de la aceituna. El señorito Gabriel, que no había podido tener descendencia, se encariñó entonces con la niña desde su nacimiento de tal manera que ambos mantenían una relación casi filial.

—Me lo paso muy bien con el señorito Gabriel, abuelo. Es muy listo y sabe muchos cuentos. Ayer me contó una historia real muy interesante que seguro que desconoces.

—¿Y qué te contó? – Preguntó el anciano con gesto curioso.

—Hace ahora cuatrocientos años, en 1519, un hombre estuvo en el pueblo buscando el mejor aceite de la comarca para embarcarse en el viaje más extraordinario y más largo jamás realizado hasta entonces. Compró nada menos que 475 arrobas de aceite para embarcarlas en sus cinco barcos.

—¿Y dónde iba ese hombre con tanto aceite?

—No solo llevaba aceite, abuelo, también se aprovisionó de vino, conservas y mucha carne. Tenía previsto hacer un viaje muy largo, en busca de unas islas remotas, sin puertos conocidos donde poder hacer escala. El aceite y también muchas aceitunas que sirvieron de alimento a los viajeros salieron de aquí, de Jaén. El señorito Gabriel dice que llegaron tan lejos que la expedición acabó dando la vuelta al mundo, siendo la primera vez que un ser humano logró hacerlo.

—Muy interesante, Catalina- masculló el abuelo volviendo a agacharse en busca de las olivas.

—¡Pero abuelo, qué poco entusiasmo! ¿No te das cuenta de que estos mismos olivos existían y dieron ya aceitunas hace cuatrocientos años? Todavía fue mayor mi sorpresa cuando el señorito Gabriel me confirmó que algunos de los árboles más grandes de las tierras del cortijo podrían tener la edad de Jesucristo. ¡Casi dos mil años!

—Tienes que pasar más tiempo en casa con tu madre, Catalina.

El anciano dio por terminada la conversación, mientras la niña permanecía de pie a su lado, canasto en mano, y con la mirada perdida hacia las copas de los verdes olivos centenarios.

—Prefiero estar en el cortijo abuelo. En nuestra casa no hay libros. Ayer terminé de leer uno de un escritor francés, Julio Verne. Se titula “De la tierra a la luna”. De ahí saqué la idea de inventar un vehículo para viajar al espacio. Es ciencia ficción pero en 1519 también parecía ciencia ficción la idea de Magallanes.

Volvió a pausar la actividad el anciano, intentando enderezar su encorvada figura para respirar mejor y recuperar fuerzas.

—¿Quién es Magallanes, Catalina?

—Magallanes es el señor que organizó la expedición de la que te hablé antes.

—¿El que compró el aceite de nuestros olivos y dio la vuelta al mundo? —Preguntó el abuelo.

—Bueno, en realidad él no llegó a darla. El señorito Gabriel me contó que murió en unas islas del océano Pacífico. Lo mataron unos salvajes. El caso es, abuelo, que lo que parece ciencia ficción puede hacerse realidad. Para mi cumpleaños, dentro de cinco días, el señorito Gabriel me va a regalar la segunda parte del libro de Julio Verne, Se titula “Alrededor de la luna”.

El anciano puso los ojos en blanco, asombrado por las raras historias que narraba su nieta, y resoplando cansado continuó con la labor de la recogida.

—Cuando viaje a la luna con mi vehículo inventado subiré un poco más arriba y visitaré a mi padre en el cielo.

El abuelo volvió a incorporarse por enésima vez, en esta ocasión ablandando la expresión de su cara.

—Tu padre se pondrá muy contento si eso sucede, Catalina.

Elevó el hombre la mirada al cielo, acordándose de su único hijo. Dentro de dos días sería el décimo aniversario de la tragedia. Aquella jornada hacía mal tiempo y a pesar de que el muchacho llevaba toda una vida encaramado a las copas de los olivos, la mala caída provocada por un golpe de viento le produjo la muerte en el acto. Dejaba a sus padres destrozados y a una muchacha embarazada que dio a luz a Catalina exactamente tres días después de la tragedia.

—Abuelo, además de un vehículo para llegar a la luna voy a inventar un tipo de olivo enano, para que los hombres no corran riesgos cuando estén vareando y las aceitunas se puedan coger desde el suelo, como recogemos los tomates en verano.

El hombre vio interrumpido súbitamente el recuerdo de su hijo y suspirando para aliviar la presión que había comenzado a experimentar en el pecho, miró a la niña con cara reprobatoria.

—Catalina, maldita sea la hora en la que el señorito Gabriel te enseñó a leer. Tienes que jugar más.

—¿Pero abuelo, no te parece buena la idea? Mi padre no se habría ido al cielo si los olivos fuesen enanos.

—Me parece muy buena idea Catalina, pero me parecería todavía mejor que en lugar de estar de cháchara estuviéramos llenando canastos de aceitunas tú y yo. Me estás entreteniendo demasiado. Además, ya vas siendo mayorcita para pensar en tantas tonterías. Vas a cumplir diez años. Tu madre y tus tías necesitan tu ayuda en casa. Tienes que aprender a coser, a hacer la comida, a lavar en el riachuelo y a muchas más cosas propias de mujercitas de tu edad. ¡Ya está bien de tantas fantasías!

Otra vez el disminuido anciano se agachó con ímpetu renovado, con más voluntad que fuerza, para seguir robando a la tierra las solitarias aceitunas que se quedaban en los lugares más alejados de los troncones.

—Pues además de todo lo que te he contado voy a inventar una máquina que recoja ella sola la aceituna.

Alzó la mirada el anciano, con gesto duro esta vez, encarándose con su nieta con expresión sombría. La punzada en el pecho que había despertado el recuerdo de su hijo continuaba doliéndole y la garganta, seca del polvo y la conversación con la niña, le abrasaba en demanda de agua.

—¡Pero mujer, qué cosas tienes! ¿Cómo vas a inventar una máquina que recoja sola la aceituna? ¿Y qué harán entonces tú madre, tus tías, tus tíos y tus primos? ¿Qué haré yo, Catalina?

La niña se dio la vuelta y empezó a caminar con paso firme dando la espalda a su abuelo. Su canasto yacía abandonado en el olivar, dejado caer, casi vacío, al lado de una solitaria amapola.

—Descansar abuelo, descansar —dijo—. Llevas setenta años trabajando. Anda vamos. Ya es la hora del almuerzo.