
268. La promesa
—¿Cuándo me llevarás a ver el mar? —preguntó el niño.
—Pronto—dijo el abuelo.
—¿Pero qué día?
—Pronto te he dicho.
—¿Y cuándo es eso?
«Igual pronto es demasiado tarde para cumplir una promesa», pensó el viejo, que sabía que lo era, mientras leía un informe médico sostenido entre sus manos trémulas y adalmatadas. Tarde, como cuando prometió a su María que pronto dejaría el tabaco y ella se fue para siempre, a lomos de una metástasis, sin verle pisar su última colilla. Todavía pide perdón mirando al cielo cada vez que chisca la piedra de su mechero.
Agarró de la mano a su nieto y subieron juntos al collado. No fue fácil la cuesta para unas piernas cortas y otras cansadas.
—Ahí tienes el mar —dijo el viejo, señalando el horizonte y moviendo el brazo de oriente a poniente, como cuando la palma de su mano joven atrochaba por el tendido perímetro de su compañera.
—No lo veo.
—¡Mira bien!
Y el niño vio un verde mar inmenso, de ramas doblegadas y entregadas a las varas, surcado por barcos rodantes que asomaban sus cabinas entre infinitos árboles en legionaria formación. Mientras, sirenas y tritones recogían del suelo calmo incontables perlas negras.
De vuelta a casa, nada más doblar la esquina, el olor del viento anunciaba la proximidad de la almazara.
—El puerto —susurró el niño a su altura, con un murmullo imperceptible para el duro oído de su compañero.