266. El viejo olivo

Javier Díez Moro

 

¿Recuerdas? ¡Fue tu olivo quien unió nuestros destinos! Recuerdo aquella carta tuya donde adjuntabas una fotografía de tu viejo olivo en el jardín de tu casa. Entonces yo ya había conocido los campos de Jaén. En mi juventud recorrí miles de kilómetros solo para poderlos pintar. Cuando estuve ante aquellos olivares coloridos en una tarde anaranjada, percibí su embriagante fragancia suave y dulce, ¡qué distinto del olor amargo, ácido, explosivo, para un extranjero como yo, de las aceitunas! Ante aquella borrachera olfativa, sentí que la pintura tenía una insalvable limitación para expresar lo que mis sentidos percibían. Podría expresar la placidez de los olivares rebruñidos bajo la luna argentada, el estremecimiento de sus haldares bajo los cielos preñados de tormentas o el titilar de sus flores racimadas con los vientos primaverales. Sí. Pero por más detalles y gama de colores que emplease en los cuadros, jamás transmitiría la infinidad de sensaciones de los campos jienenses.

Aquel olivo de tu jardín me hizo preguntarme y preguntarte -¿recuerdas?- ¿qué es un olivo? En tu siguiente carta me respondiste con estas palabras: Un olivo es un viejo, muy viejo, y también es un niño con una rama en la frente y colgado en la cintura un saquito lleno de aceitunas, y también una mujer con una vara y un serón, perfumada de fruta verde, hierba recién cortada, tomates, almendras.

Hoy sé el motivo de por qué el anciano olivo fue en mi memoria a enraizar. Tú me lo dijiste la primera vez que visité tu casa. Tu viejo olivo, tal vez como todos los demás olivos, posee un imán imperceptible, que hace que sea imposible quedar de otro árbol cautivo. He pintado muchos árboles en mi vida, pero ninguno como el olivo, testigo de nuestro amor epistolar, y que nos ha de sobrevivir.