265. Ingratitud

Montse Domenech Garrido

 

Fueron tus manos, las que a golpe de azada me dieron un lugar en el que enraizar. Me aferré  a la vida en tierras áridas y diseñaste mi figura con el filo del acero. ¿Cuántos soles nos hicieron falta? ¿Cuántas lunas nos sorprendieron?

Recuerdo eternas tardes estivales de sed, cuando tu sudor bañaba mis hojas afiladas. Esas jornadas otoñales de esfuerzo, dando lo mejor de mí, mientras tu mirada se enmarcaba por la preocupación. Éramos tesón, lucha y sacrificio… que se convertían en futuro. Con la llegada de ese frío cortante, un manto negro se extendía sobre mis pies y la ilusión se dibujaba en tu rostro. Era orgullo lo que se leía en tu mirada.

Los años me hicieron majestuosa, serena, fuerte… La noche despertaba sobre mí auroras plata y el viento agitaba mi aroma afrutado.

Crecimos juntos, compartiendo una vida llena de sueños. El oro líquido que emanaba de mi fruto te llenaba de felicidad. En mí había cobijo para todos, daba igual si era un jilguero, un niño inquieto jugando o si solamente se buscaba una sombra confortable donde descansar.

¿Qué pasó con todo aquello? ¿Por qué acabar con lo que éramos?

Miro al horizonte y ya no veo futuro, al menos para mí. El campo se ha cubierto de muerte, desde las manos que me dieron la vida. El olivar cubre el campo con su manto, pero ya no es negro, ni siquiera verde. Ahora es el recuerdo de nuestra lucha la que cubre la tierra árida. Nuestro destino ya no existe, ¿en qué momento perdí mi valía?

Me diste la vida, ¿y ahora eres tú quién me la quita? Dame un motivo, dame consuelo en mi partida.