
264. La vida es así
La conocí el día de la fiesta. Recuerdo que el asfalto estaba pegajoso y yo jugaba a pisarlo con mis zapatos de charol. Las moscas se me pegaban al cuerpo mientras un pequeño grupo de gente se rifaba los palos de la Imagen para poder llevarla en la procesión. Esperé a mi madre en la sombra del bar de la comisión. Mi padre no la acompañaba nunca; tenía inquietudes terrenales que resolver a la hora del vermú. Fui con él; a los 6 años, la promesa de tomar un mosto con cacahuetes rancios es más tentadora que la de caminar bajo el sol de junio detrás de excesos de perfume.
Así que, bajo aquel toldo de rayas naranjas y azules, sobre una mesa corrida con varias botellas de sifón, estaba ella la primera vez que la vi. Era suave y redondeada. Aquella visión de piel lisa y perfecta, me hizo olvidar de un plumazo los frutos secos roñosos.
Un solo bocado me presentó la vida entera. Morder aquella carne tersa, me obligó a hundirme en el placer de gozarla al máximo. Cuando buceaba perdida en su sabor, sin avisar, llegó el problema inesperado. Una piedra en el camino, el carozo. Un hilo de sangre me asustó. Mi primer diente de leche cayó tras ese impacto. Escupí, el hueso y el diente.
―La vida es así, pequeña ―mi padre me tranquilizó―. Coge otra aceituna, sácale todo el aceite. Quédate solo con lo bueno.