262. El legado del Tío del Aceite

Platón 2

 

Clareaba aquel 22 de enero de 1991 y el reloj de la Puerta de la Villa acababa de anunciar siete campanadas mesuradas. La tenue bombilla halógena que colgaba en uno de los palos del entresuelo encalado de la cuadra, apenas daba para llegar sin tropezar a uno de los sacos de avena que yacían despanzurrados en un rincón. A su mula Bienvenida, sirvió dos cuartillas con comuelgo en el abatido pesebre. Tras ello, Miguel abrió con energía el cerrojo de la desbaratada puerta de madera y salió al corral. Fue recibido por el aroma a amurca que tan familiar le resultaba y que tan característica es en la comarca en esa época de solsticio invernal. Levantó la vista al cielo para observar el tiempo acompañado siempre de los sonidos onomatopéyicos del gallinero y los de la rehala de podencos de su primo en un corralón contiguo. Mirando al firmamento, observaba el mapa celeste, profusamente estrellado; estaba raso como una carta. La tapia relucía con la escarcha y corría un viento gélido que tersaba su faz y las manos. Tras ello, Miguel, apodado “el Tío del Aceite” por su trabajo como maestro en la almazara, prendió el hogar, se colocó la pelliza y la gorra de pata de gallo y tomó la talega bordada por su señora con mucho esmero para salir de su casa, calle arriba y con cuidado, envuelto en tractores y remolques, que circulaban camino de sus tajos. En su bolsillo derecho del pantalón llevaba unos tristes vales de papel con la intención de cambiarlos en el horno-cooperativa por una hogaza de pan blanco de a kilo, de esos que se asientan bien dentro de la orza y que están hechos con espigas de buen trigo andaluz. A la talega sumaría un par de ochíos para el almuerzo.

 

Como si se tratara de un ritual, todas las mañanas, deseando que cada día fuese igual al anterior,  aquel reciente jubilado repetía instintivamente las mismas operaciones con seguridad, saboreando el momento y con diligencia: echaba la ración a su mula y a sus gallinas, observaba el cielo en el vetusto patio, encendía la lumbre con astillas secas, salía a buscar el pan crujiente, tomaba el café con sopas de pan en la taza de barro desconchada y se ponía las botas que previamente había calentado en el fogarín, mientras hacía una cruz en el almanaque que su caja de ahorros le guardaba cada año para premiar su fidelidad. Tras ello, anhelaba por unos instantes aquella casa llena de gente y con olor a matanza de antaño. Todos habían dejado atrás aquel nido en el bonito pueblo, menos él; su señora porque había fallecido de un mal resbalón en un arriate de la medieval plaza, cuando se disponía a comprar anís carrasqueño para hacer pestiños. Del mismo modo, sus dos hijos también se marcharon a estudiar y nunca más volvieron, salvo para la feria y los Santos, que era cuando adecentaban la lápida de aquella dulce madre, de nombre María, que siempre se desvivió por ellos. Miguel resistía estoico aferrado al pasado, a sus gallinas y a su mula, se asomaba al mirador para divisar lomas de formas tan singulares, visitaba las pequeñas fincas de olivar religiosamente que habían podido reunir a lo largo de su matrimonio y que ya labraban otros por falta de maquinaria y fuerzas. A veces le avisaban para chapucear en la vieja almazara de aceite en la que había trabajado todas las campañas desde hace décadas y de la que era el socio número 161. Ese era su mundo, no quería cambiarlo y allí se sentía seguro, respetado y cómodo junto a sus botas Segarra y al campanario de la iglesia renacentista con aroma a Vandelvira.

Cada julio esperaba impaciente a sus nietas Elena y Marta cuando les hacían punto en el colegio para que se bañaran en la alberca mientras él cuidaba del huerto que echaba junto a la muralla. Sus nietas eran felices y libres en aquel pueblo donde todos las conocían. Adoraban al atardecer un platico con pan, aceite y sal mientras se sentaban al fresco en sillas de anea diminutas heredadas de generaciones anteriores. Al quedarse dormidas, Miguel solía acariciar su frente y oler sus cabellos rubios como si tratara de infundir energía positiva en sus vidas futuras, soñando con un abanico de posibilidades que se abrirían ante ellas de los más variopinto. El egregor que mandaba a la prole se sentía todo el planeta. Cuando los padres recogían a las niñas al finalizar la feria de agosto, el mundo se hacía más pequeño para este abuelo, pero a pesar de ello, preparaba con entusiasmo, como aquel que regala su más preciada posesión, las garrafas de caldo virgen extra, que retiraba de la cosecha del año para los suyos, a los que prohibía tajantemente, comprar un aceite extraño bajo cualquier circunstancia y capricho. Y… año tras año, mientras pudiera, declinaría pese al amor que le profesaba su familia, la oferta de huir del paraíso para estar junto a ellos en la capital de España, lleno de comodidad, pero vacío de libertad y deseoso de naturaleza. ¡Tic-tac, tic-tac! El tiempo corre…

 

El alzheimer nos hace olvidar hasta lo más sencillo, nos paraliza, provoca lagunas en la memoria y hace que cambiemos los objetos de sitio. Miguel empezó a desorientarse con el almanaque y con lugares a los que iba, balbuceaba y no encontraba las palabras exactas en su discurso a pesar de no perder compostura, tropezaba con frecuencia y confundía el dinero en los comercios locales, despistes que disimulaba bien con un chiste a medida. Después llegaría el meter el detergente en el mueble bar del salón y tener dificultades para llevar a cabo las tareas habituales de su cuidado personal. Algunos familiares se echaron un ojo, pero la cosa no pintaba bien y nadie quería cargos. Sus hijos tuvieron que decidir por él. La casa se vació de animales y se cerró; los olivos quedaron al cuidado del primo de la rehala. Su vida, a veces salada y otras dulce, había tenido aspecto agrietado y con coloraciones grises y plateadas como la corteza de un olivo, comenzó a retorcerse para depender de otros. Él había sido un hombre portador de la ramita de la paz, con blusa ancha y grueso tronco, claro y sosegado como el agua que mana del abrevadero; acostumbrado a resistir en las condiciones más adversas. El Tío del Aceite, al que habían ungido para atesorar amor, se apagaba sin hacer ruido y sin saberlo. Al principio paró en casa de sus hijos, pero cuando el problema de movilidad y sus cuidados se agravaron, se tuvo que optar a una plaza en una residencia… Nunca se le había pasado por la cabeza una situación así, pero eso daba igual porque ya no era consciente de ello, al menos, la mayoría de los ratos.

11 de febrero de 2002

 

– Residencia El Acebuche ¿En qué podemos ayudarle? – dijo la encargada tras el teléfono.

– ¡Buenas tardes! Mi nombre es Elena. Yo y mi hermana Marta llamamos para visitar a mi abuelo mañana. Se llama Miguel Segura y ocupa la habitación 161 – comenta la nieta.

– Sí claro, pueden venir a la tarde, a eso de las cinco o cinco y media, con suerte no estará dormido aun, pero le habrán dado la merienda y estará viendo el televisor – respondió la chica encargada amablemente.

– ¡Muchas gracias! Nos vemos mañana – dijo Elena.

– ¡Buenas tardes abu! – lanzaron las dos nietas casi al unísono al día siguiente.

– ¿Quién anda ahí? – increpó el abuelo.

– Somos Elena y Marta abuelo.

– ¡Claro que os conozco pillinas ¡Claro que sí, sois mis sobrinas! Trabad a la mula que se escapa y me pisa las patatas – llegó a decir Miguel.

– Hemos venido a verte, ¿Te vienes al pueblo la semana que viene? Hemos terminado los exámenes y tenemos unos días de descanso para bajar al pueblo.

– No puedo irme aunque quiera – relata el abuelo en su soliloquio pasajero… ¡No veis que estoy torpe de andares!- dijo él mirando la campiña tras los cristales. Me esperan para apretar la prensa y repasar los capachos en el molino. No he sacado la cuadra y todavía no han comido las gallinas… El sábado tengo junta en la cooperativa- haciendo una ligera pausa continuó de nuevo ante la atenta mirada de su visita… ¡Juan, Juan! – se apuró a decir desconcertado mirando al techo, el depósito grande este año es el que tiene el aceite más bueno; no lo vendáis a mayoristas, dejadlo para los cooperativistas porque es más suave, no picosea al paladar y el color es más intenso ¿Me oís? – replicó el abuelo mientras hacía nudos a un pañuelo en el que se apreciaban las iniciales de su esposa.

– No te preocupes abuelo, ¡nosotros lo arreglaremos! – repararon sus nietas. Vamos a ir al balneario que tanto te gustaba visitar con la abuela, el que tiene las bañeras de mármol romanas, aprovecharemos para limpiar tu casa y regar el huerto- Se apuró a decir la menor de las hermanas.

– No os descuidéis hilvanó a decir Miguel tras la atenta mirada de las nietas mientras un esbozaba una sonrisa simpática. La llave está en la ventana, detrás de la persiana. Yo no puedo ir, tengo el troje lleno de aceituna por molturar y no paran de llegar remolques – gritó Miguel. Acto seguido, le vino un flash a la cabeza y con diligencia increpó a sus nietas mirándolas serio fijamente: Recoger el olivar de la Serna a mediados de este mes para que esté en su punto. El fruto os estará esperando pendido en las ramas paciente porque es más tardío. Los cabos de las aceitunas, en esa fecha ya estarán tiernos debido a las escarchas y al varearlos, se caerán a los fardos fácilmente; al exprimir entre los dedos la aceituna estimaréis ese tacto graso indicativo de un buen rendimiento. Ese olivar es joven y siempre carga bien, como si quisiera mostrarle al mundo su agradecimiento por nuestros desvelos para con él. Mi mujer decía siempre que únicamente me faltaba llevarle chocolate a aquellos olivos para que estuviesen contentos. A Bienvenida, le gusta ir aquellas vaguadas llenas de hierba fresca. Ustedes no sois forasteras allí, decid que sois mis nietas – interpretó el abuelo.

– Si abuelo. No te preocupes, nosotras mismas recogeremos el olivo gordal de la linde para echar una orza en agua – respondieron mirándose cómplices ellas, esperando provocar conversación, aunque fuese disparatada en el abuelo pero a la vez tierna.  Ya sabes que el vecino baja con el cubo y poco a poco se las lleva en la moto – increpó Elena, siguiéndole la corriente a su hermana.

 

Miguel las miraba con brillo en los ojos, fascinado, le entendían a la perfección en sus preocupaciones y desvelos. Se reía de alegría, quizá de complicidad, veía en aquellas faces jóvenes vida y resistencia; unos ojos negros caprichosos e inocentes que hipnotizaban al que osaba mirarlos. Manos sinceras bajo el sol impávido del sur. La capacidad de superarse en condiciones adversas, ilusión, prosperidad y fertilidad . Su propósito parecía cumplirse y aquellas aceitunas arraigaban esperanza pese a tener que convivir en un mundo que amenaza con cortezas ásperas y movimientos retorcidos.

– No olvidéis haced borrachuelos en la lumbre, vuestra abuela tiene el hierro en la alacena, al lado de la alcuza. Las trébedes están en el corral. Usad el anís seco y el aceite picual o cornicabra. No uséis otro porque os saldrán más blandos y correosos y ponerles matalauva – dijo el abuelo. Minutos después, preso del cansancio, fue vencido por Morfeo. Sus nietas decidieron arroparle y despedirse con unos desinteresados y tiernos besos a modo de despedida. Él, quedó recostado en el sillón orejero de aquella estancia, mientras en la televisión regional sonaba el himno de Andalucía de fondo.

Días más tarde, con gratitud y rodeadas de alusiones a su infancia en aquel singular pueblo donde fueron tan felices, las chicas disfrutaron de la casa familiar junto a sus parejas, degustaron de la rica mesa con sus migas, ochíos, el ajoatao, su bacalao o los papajotes que tanto le gustaban de niñas. Rememoraron muchos de los recuerdos, en particular ese gran patrimonio emocional que ya habían heredado a través de las conductas su predecesor. No había mejor bien inmaterial que ese y siempre sería excusa para volver. Visitaron el huerto de la muralla y aquel olivo gordal, del que no quedaba ninguna aceituna colgando porque el vecino de la moto se las había llevado meses atrás. Pudieron pasear por las encaladas calles de adoquines, relajarse en las aguas del balneario famoso con los ricos tratamientos hidratantes y antioxidantes, saludaron a todos los familiares y conocidos, ellas no eran conscientes todavía de que la amistad y el cariño desarrollan herramientas que nos permiten enfrentarnos a todas las dificultades de la vida. Finalmente, retiraron para llevar aquel oro verde, libre de tantos aromas y florituras en la cooperativa por la que su abuelo sentía una pasión desmedida. Justo al cerrar con llave la casa del abuelo para volver a la capital, una pareja de tórtolas observaba la escena de despedida sobre una torre albarrana que se situaba en frente a la angosta casa de la cuesta. Casi de forma imperceptible un arrullo constante del macho mostraba con mucha paz los desvelos a su pareja mientras ambos jugaban con su pico felices. Casi siempre tratamos del volver a aquellos rincones donde fuimos felices.  El teléfono sonó con la noticia desde la residencia de que El Tío del Aceite había pasado a mejor vida, pero del mismo modo que las tórtolas de aquella desnuda torre se juraban fidelidad, las chicas se juraron con sus miradas conservar aquel legado de acciones y bienes de sus abuelos porque el arraigo a la tierra logró calar y transmitirse de una generación a otra en una comarca donde el sol brilla con identidad propia. La semilla del Tío del Aceite había arraigado tan fuerte como el mismo Hércules y sus columnas. Aquel era el lugar en el que nunca serían forasteras.