
260. Cata de buñuelos
El repartidor terminó de apilar la última caja de cervezas y enjugó el sudor de su frente con la manga.
– Hace calor, ¿eh?
El muchacho se giró y sonrió a la joven que trajinaba con las sartenes. Tan cerca de los fogones, su blusa empapada dejaba entrever unos pechos tiernos y pujantes. El chico consiguió cerrar la boca y asintió.
– Si tienes sed…
La joven le señaló la mesa de la cocina, parcialmente cubierta de harina, y él se apresuró a tomar asiento y a servirse un vaso de agua de una gran jarra de cristal.
– Estoy friendo buñuelos de bacalao. ¿Te gustan?
El muchacho asintió de nuevo, aunque nunca los había probado. Contempló embelesado cómo la joven removía las esponjosas bolitas en la balsa de aceite hirviendo hasta que adquirían un apetitoso tono dorado.
– El secreto está en el aceite: si es de oliva virgen, son manjar de dioses.
El muchacho mordió uno de los crujientes buñuelos que ella le ofrecía y paladeó la textura firme del bacalao, la suavidad de la masa, y el intenso aroma del aceite que le chorreaba por la barbilla. A su conjuro, imaginó a aquella mozuela tendida sobre la mesa enharinada, vertiendo el fragante óleo sobre su piel desnuda mientras él la cubría de besos. El ronco gemido que escapó de su garganta atrajo la atención de la joven.
– Está bueno, ¿eh?
Él se relamió, guardando para sí el auténtico curso de sus pensamientos. Un camarero irrumpió en la cocina a la carrera y se llevó la fuente de buñuelos. La joven, sonriendo ante la consternación del muchacho, le alargó uno recién frito y él aprovechó para rozar con la lengua las puntas de sus dedos, en una promesa de futuros y deliciosos encuentros.