
26. El olivo blanco de Espartaco
El invierno de mi vida está escrito en mi memoria, en mi recuerdos, con la punta de una aceituna Picual muy madura cogida en el olivar del agua Gallega, con su sangre escribí muchas veces en la madera carcomida de la criba el nombre de aquel gladiador romano llamado Espartaco, allí dibuje la espada de aquel esclavo tracio que fue vendido como gladiador a Lentulo Batiato, el gran Espartaco, el gladiador que era mi ídolo de infancia, él dirigió la rebelión de los esclavos contra la República romana, el Tracio musculoso fue mi héroe y hoy que escribo este relato sigo recordándolo, cuántas veces en mis sueños fui aquel esclavo que recorrió Italia, aquel revolucionario tracio esclavo que consiguió hacer un pequeño ejército de esclavos que se alistaban en aquella utopía de derribar al imperio más grande que tuvo el planeta, el imperio Romano, dos años duró aquella aventura, fueron aplastados y pagaron con su muerte su atrevimiento de desafiar al imperio.
Cuántas veces conté esta fantástica revolución, esta historia que yo teatralizaba a mi manera a los abuelos de la residencia, donde mis padres tuvieron su ultimo hogar, esa película llevada al cine por uno de los más grandes directores que hemos tenido Stanley Kubrick.
Aquellos dos años, del 71 al 73 antes de Cristo, me dieron para muchas tardes de gloria en la residencia de ancianos llamada el Olivo Blanco, donde pasaron mis padres los últimos meses de sus vidas, aquel lugar que fue casi mi casa, donde pasé tantas horas en aquel patio y bajo la sombra de unos olivos centenarios traídos del Maestrat por la constructora que edificó aquel “hogar”, aquella residencia para ancianos, allí pase momentos extraordinarios contado historias a los “usuarios” gracias a la publicidad que hizo mi padre en colaboración con un interno llamado Blas que era un enamorado de las películas de romanos, gracias a ellos me hice cuentista de “usuarios” de la residencia el Olivo Blanco.
Mi formación de cuenta cuentos venía de más atrás, mi diploma está sellado con una entrada en el gallinero del cine Primitivo, el cine de mi infancia, los matinales eran fantásticos sobre todo si llovía, porque si llovía no se iba a recoger aceituna, las mañanas eran para los niños, y fueron las mejores mañanas de mi vida, os voy a contar cuál fue mi Universidad.
Yo nací en una época muy dura, era el final de la postguerra, que en mi casa no terminó hasta que no murió el dictador, el luto de mi abuela era por el asesinato de su hermano en los muros del cementerio, fusilado por el odio irracional de una guerra, ahí se quebró la vida de nuestra familia, ya nada fue igual, mi abuela de luto riguroso de por vida, llorando la pérdida de su hermano, en mi casa reinaba la tristeza, el miedo gobernaba nuestras vidas.
Las calles siempre estaban tristes, solo cuando nevaba la vida tenía color, y eso pasaba un par de veces al año, ver los olivos cargados de nieve era el gran espectáculo, jugar con la nieve recién caída era uno de los placeres más grandes para un niño, aun ahora me sigue fascinando jugar con la nieve, qué misterio encierra el agua blanca, y sobre todo sigo amando la nieve en los olivos, los “viejos guerreros del aceite» cubiertos de nieve, no hay nada tan mágico como esa imagen que aún guardo en mi memoria, un olivo cargado de nieve es siempre inolvidable.
Cuando yo nací todo era en blanco y negro, al final de los años cincuenta siquiera los blancos eran blancos, eran blancos rotos, pero sucedió el milagro, el cine nos trajo otra vida, una vida de colores, entonces llegó el tecnicolor a los cines, y con el color otros mundos se instalaron en mi memoria, en mis sueños los indios cabalgaban a lomos de caballos de canela y leche, caballos de colores imposibles que montaba Espartaco en aquellas películas de romanos donde las cuadrigas volaban por el albero.
En el verano de 1969 yo iba a cumplir doce años, pasaba el verano entre olivos y trigo, gobernando un trillo en las eras, el más feliz del mundo, pasaba las tardes en una ¿cuadriga? oxidada que gruñía al roce de sus ruedas con las piedras aterciopeladas de la era, el trigo caía de las espigas al roce con el acero, como un milagro la paja volaba dejando un salitre joven en mi piel, mi padre muy cerca ablentaba la parva con su tridente de “gladiador africano”, de reojo vigilaba mis aventuras en el trillo y decía Joselito, más despacio que la mula se cansa, yo tiraba de las riendas y me creía un centurión romano que volaba en aquellos carros de guerra que solo servían para hacer carreras en el circo romano, en realidad yo lo que conducía no era ni siquiera una «biga”, yo volaba con el trillo arrastrado por la mula torda, pero cuando cerraba los ojos estaba en el cine y era una cuadriga con cuatro corceles blancos enjaezados para volar sobre la arena, no existía algo más grande que ver en el circo romano aquel espectáculo que tanto amaban los romanos, yo sentía la adrenalina en mi cuerpo, y sentía cómo derrapaban los caballos en el albero de Roma, cómo gritaban las gentes en las gradas del circo, aquellas imágenes se reproducían en mis pesadillas cuando las cuadrigas se rompían en pedazos y la muerte se llevaba a aquellos aurigas que morían como villanos por no saber ganar. Yo también fui un auriga villano muerto en la derrota, en mis sueños gritaba: «No, yo no quiero morir», mi madre asustada se acercaba a mi cama y me decía Joselito no quiero que vayas al cine, que luego tienes pesadillas y no duermes ni dejas dormir.
El día que los astronautas llegaron a la luna fue un día muy raro para mí y para todos los habitantes de mi pueblo, mi calle era un hervidero de gentes y rumores, mi abuelo, que era antiamericano, decía en voz alta “otra trola de los yanquis» y enfatizaba diciendo la palabra yanquis, palabra que yo desconocía, no sabía su significado ni mi abuelo tampoco, estoy seguro, pero el repetía en voz alta “esos yanquis traidores”.
Baeza, que es mi pueblo, era como un gran plató de cine el día que el hombre pisó por primera vez la tierra, es más, yo lo recuerdo como si fuera una película. Los hombres se arreglaron ese día como si fuera domingo, las mujeres más jóvenes también engalanadas salieron al paseo, nadie se creía que el hombre pudiera pisar la luna, aquella luna de julio que alumbraba la choza del melonar todo el verano, la luna que tantas veces jugábamos con ella en la huerta de Serafín, en la alberca, bañándonos con ella con esa inocencia infantil.
Yo quería ver el alunizaje de aquellos americanos vestidos con trajes espaciales, cuántas palabras nuevas surgieron esos días en nuestro pobre vocabulario (espacio, alunizaje, astronauta, planetas), palabras que no estaban en mi viejo diccionario, ¿espacio no era una distancia? Donde estaba la luna era en el cielo, al menos eso pensaba yo, ni siquiera sabía qué eran los planetas, conocía las estrellas y la luna, y claro, está el sol que nos achicharraba en verano, nada más.
La llegada del primer hombre a la luna la iban a echar en la televisión como si fuera una película, como las películas que veíamos en el cine primitivo. En mi casa no teníamos televisión ni en mi casa, ni en la de mis vecinos, la televisión la veíamos en los portales del café Mercantil, que era el único lugar que tenía televisión, la veíamos desde los portales porque a los niños no nos dejaban entrar al café, y allí estábamos con nuestras narices apretadas en el cristal de los ventanales del café, que en invierno se empañaban con nuestra respiración. Este 20 de julio de 1969 no cabía nadie más en el café Mercantil, aquello era un escándalo, los camareros, gritando, llegaron los municipales y hasta la guardia civil, organizaron a la multitud para que pudiera ver la televisión. A los niños nos mandaron al cine de verano, al Cine Trueba, que ese día echaban Espartaco.
Allí se quedo el gentío tratando de ver al primer hombre que pisaría la luna, y digo tratando por que al televisor del Mercantil se le fundió una lámpara y un humo negro salió de la parte superior de la televisión, que era la estrella del pueblo, un cajón de madera con apenas veinte pulgadas de pantalla, adornada en la parte superior por un pañito de ganchillo y un toro de terciopelo sobre una banderita de España con las palabras “una grande y libre”, el humo salió por la cabeza del toro como si fuera un bufido.
—Se ha fundido —dijo Mateo.
—¿Qué? —gritaron todos.
—Que se ha fundido —respondió el electricista del pueblo—, de estar todo el día la televisión encendida y del calor de toda la multitud, y el pañito que no deja respirar el aparato, se ha fundido—. Una lámpara, ese fue el diagnóstico certero de Mateo el electricista, así que todos para casa.
Como os decía aquel apagón de la televisión del café “Mercantil” tuvo consecuencias casi de cine esa noche, muchos matrimonios aprovecharon para darse besos de tornillo como los que la censura nos quitaba en el cine, y nueve meses después de aquel apagón, se incrementó el censo de mi pueblo.
Cuando empecé el nuevo curso en septiembre de 1969 todos traíamos en nuestras memorias las películas que vimos en los cine de verano de cada pueblo.
El cura del internado nos decía que Dios creó el mundo en seis días y el séptimo para descansar, entonces todos a coro nos reíamos y decíamos ¿lo hizo para ir al cine? Y el cura se giraba hacia la pizarra para que no lo viéramos sonreír.
Con estas historias me doctoré en cuentista, historias de cine de romanos y de astronautas, de indios y vaqueros, nunca me imaginé que aquello que fue mi infancia, la infancia de un niño que fue “carne de yugo”, me diera tantas satisfacciones en estos últimos años de cuidador inexperto, en la residencia el Olivo Blanco, allí pasé horas compartiendo con los abuelos sus historias fantásticas, sus vidas maravillosas, cuánta ternura compartimos bajo la sombra de aquel viejo olivo que fue pintado de blanco hasta las “rodillas” ordenado por un “decorador innovador” y certificado por el arquitecto de la obra. Ambos decidieron que la residencia se llamaría el Olivo Blanco, y para certificarlo pintaron el tronco rugoso de un olivo milenario, los que dirigían la obra tuvieron la catastrófica idea de darle pintura a un olivo milenario. El crimen lo ejecutó un pintor de brocha gorda que decía, mientras daba una mano de pintura, “Jozu qué locos están los que mandan, mira que pintar un olivo de blanco, esto no lo hecho yo en mi vida”.
Yo, cada vez que veía aquella barbarie, me volvía loco; me contaba la dirección de la residencia, un joven bastante sensato, que en su día trataron de quitarle la pintura al tronco del olivo y fue peor porque quedó hecho un desastre, contaban que aquel olivo nunca dio una aceituna, yo tengo esa imagen grabada a fuego en mi memoria y a veces en sueños veo cómo Espartaco hace justicia con los “innovadores” que mandaron hacer aquel magnicidio natural.
Hoy, después de dos años de pandemia, dos años terribles de Covid, he vuelto a la residencia donde murieron mis padres, he vuelto para ver a mis ancianitos, los pocos que han sobrevivido a esta durísima pandemia, en la puerta me esperaba Blas, que se abrazó a mí llorando amargamente, sin decir una palabra porque me dijeron que desde que le pusieron la mascarilla se quedó mudo. Blas me ha llevado delante de aquel olivo, y unas abuelitas me han enseñado lo que hicieron durante la pandemia, ellas con sus manos sarmentosas, y con mucho cariño, con lana, a ganchillo, le han hecho una mantita de colores al tronco del olivo, y se la han puesto en la piel humillada del viejo árbol, ellas han tapado la barbarie con su amor y con el cariño surgió el “milagro”, el viejo olivo milenario volvió a dar fruto, ya cuelgan de sus ramas diminutas aceitunas que son el renacer de la vida, por fin el olivo milenario volvió a sonreír, a sentir la vida en sus ramas.
Y ahora todos se han sentado a mi alrededor en corro, en un silencio celestial, Blas se ha quitado la mascarilla de su boca y después de dos años sin hablar, ha dicho con voz firme, cuéntanos la de Espartaco.