
257. Ver o no ver, es la cuestión
La luz ya roza la copa, la caldea mientras un sol frío envuelve mi corteza. Siento la vibración de los coches y el autobús subiendo la cuesta, lo percibo en las raíces. El viento de otoño me despeina las hojas. Pronto notaré los pies que se acercan a mirarme, unos más curiosos, otros menos atrevidos. Así sabré si son niños, mujeres, hombres, jóvenes o viejos. O muy viejos, como yo. Captaré a mi manera lo que dicen, estoy un poco sordo. Solo si alguien me abraza comprenderé perfectamente sus palabras. Sus pensamientos, mejor dicho. No está mal para haber cumplido dos mil años y ser un olivo. Claro que ellos no entienden la voz susurrada de mis hojas verde oscuro, plata agua. Los que me abrazan sí. Son pocos, mis amigos.
Cuando era una estaquita no me interesaban los humanos, criaturas extrañas, a veces salvajes y peligrosas. Eso cambió según conocí a Lucio Anneo Séneca el joven, cuya familia era entonces dueña de este y otros olivares. Se sentaba apoyando en mí la espalda, al sol. Y hacía un ruido extraño. Pensaba mucho, le oía bien. Su ruido era por una plaga de algunos humanos que ellos llaman asma.
Ningún humano vive mucho: lo que un peral o un manzano, pero algunos son amigos y son importantes. Dejaron de parecerme raros cuando Lucio me dijo que también nacían de una semilla como nosotros, aunque de manera diferente. Así empecé a considerarlos parientes, como a otros árboles. Si sales de una semilla no puedes ser tan malo.
A Lucio todavía lo veo. Sí, he dicho que lo veo. A los muertos puedo verlos, aunque no los percibo, ni tienen voz, ni me tocan ya. Pero su pensamiento llega a mi como traído en el viento, y seguimos siendo amigos. Me apené cuando supe que a él lo talaron. Con metal, hasta que perdió toda su savia roja. No me gusta el rojo. Roja es la savia derramada y rojo es el fuego. El metal y el fuego nos dan mucho miedo a los árboles, por buenas razones.
Aquella época fue hermosa. Estábamos cómodos, unos ochenta en cada parcela de tierra, sin apreturas. El sol nos daba por todos lados, el viento nos acariciaba, entre nosotros e incluso apoyadas en nosotros había verduras parlanchinas discutiendo quien crecía antes, cual era más grande y esas cosas que cotillean las verduras. La tierra era buena, bien cuidada, y a nosotros nos trataban decentemente, con educación y respeto.
Conocí a más romanos. A una mujer que me abrazaba y me agradecía mi aceite, mi sombra y mis hojas. Me acariciaba el tronco y se sentaba a contarme cosas. También conocí a muchos hombres que me vareaban sin hacerme daño. Había uno, Marco, que me pidió perdón por haberme roto una rama cuando era una estaquita él mismo y empezaba a usar la vara. Nadie nace sabiendo, le dije. Creo que me entendió, porque dejó de hacer ese ruido que hacen cuando les sale agua por los ojos.
Mi tiempo era distinto. Aun así, supe que pasaba, que el viento había cambiado y que teníamos problemas. Lo supe porque pusieron estaquitas y estuvimos bastante más apretados, los jovencitos a la sombra de los maduros, mal asunto. Ya no sembraron verduras. Las cambiaron por cebada, garbanzos y lentejas. Eso quería decir que tenían que sacar mucha comida por estrechos que estuviéramos todos. Quería decir que los humanos tenían hambre. Y cuando hay hambre, hay tormenta. Detrás suelen venir unos hombres vestidos de metal, con más metal y fuego en las manos. Los maduros lo sabíamos. Las estaquitas se ponían de puntillas buscando el sol y no sabían mucho. Y la cebada y las legumbres bastante tenían con crecer deprisa.
En aquellos días, cuando más preocupado estaba, conocí a un amigo extraño. Me da igual en qué hablen los humanos, los entiendo a todos. Este era sin duda alto y fuerte, sus pasos vibraban seguros y pesados cuando venía. Me abrazaba. Ponía su frente en mi corteza. Así supe que su gente había venido de muy lejos, de tierra sin olivos, pero tan llena de árboles y bosques que no se les veía el fin. Para esa gente los árboles eran importantes, sagrados les llamaban. Cortar uno sin motivo se castigaba con talar al humano. El hombre se llamaba Wamba, y me pareció el más sensato que hasta entonces había conocido. Me contó cosas de mundos que yo nunca podría ver. Tuvimos una plaga de mosca, de las malas, y Wamba hizo buscar crisopas como un verdadero sabio. Las crisopas se comieron todas las moscas: aquel año dimos mucho aceite, y todos estuvimos sanos y de buen humor. Entre las cosas que me enseñó fue que usaban la cebada para hacer un agua llamada cerveza que ponía felices a los humanos. Me regó los pies con medio cubo. Estaba bien, era comida, pero no me hizo el efecto que a ellos. Se lo agradecí igual. A mi amigo Wamba no lo talaron. Mucho más tarde él mismo me dijo que se secó viejísimo, tranquilo, bien comido, con cerveza y sin frío. Buen final. Es un hombre que se ríe mucho, hasta muerto. Me gusta que venga a visitarme. Y si, era muy alto y muy fuerte. Con mucho musgo en la copa. Cabello y barbas, les llaman.
Después hubo un tiempo de desgracias. Nadie nos hizo daño, pero la cebada y las legumbres se pudrieron en sus matas porque nadie vino a recogerlas, ni tampoco nuestras aceitunas. Eso es malo. No lo fue tanto, al final. Llegaron otras gentes. Ahora el olivar era de una familia con muchas ramas. Muchas estaquitas traviesas, ruidosas y dadas a inventar cosas: colgarnos cuerdas en las ramas y balancearse sentadas en ellas, o poner telas y dormir a mediodía bajo nuestra sombra. Como pueden moverse, son iguales que ratoncillos atareados: no hacen daño, pero nunca están quietos.
Solía visitarlos un médico. Es como llaman al sabio que cura las plagas. Como eran tantos, algunos añosos, bastantes jóvenes, y todas las estaquitas, el médico venía a menudo. Me asombró mucho saber que a los humanos les hacen lo mismo que a nosotros: cuando se les rompe una rama importante les ponen hierbas en aceite, una buena madera atada con telas, y hacen que no se muevan durante un tiempo, hasta que la rama se suelda. Uno de mis hermanos olivos decía de mí que me estaba volviendo humano y cualquier día echaría a andar. Ese hermano nunca tuvo humor. Aunque a veces, os lo confieso, imaginaba andar un poco, asomarme a sus casas por los huecos por los que entra el aire y darles un susto. Sería divertido.
Mi amigo el médico se llamaba Moisés Maimónides. Cuando le conocí todavía era joven, pero para sus pocos años rebosaba paciencia. Era paciente con las estaquitas, les traía cosas para comer que debían ser muy buenas por el ruido que hacían cuando llegaba. Les contaba historias para estaquitas, y se quedaban dormidas bajo mi sombra oyendo su voz y sus cuentos. Inventaba muchas cosas, todavía recuerdo sus relatos sobre olivos buenos y zarzales que hacen daño, cipreses que señalan pozos, palmeras repletas de dátiles y manzanos con muchos pájaros anidando en sus ramas. Lo contaba todo muy bien, enseñando que se come y que no, y cuando se coge la fruta, y para qué sirve cada una. Cuando lo veo ahora me divierte su diminuto sombrero negro en lo alto de su copa o cabeza. No quita el sol ni el frío. Dice que lo lleva por algo de dios. No es el dios que talaron y luego rebrotó, de ese me hablaron otros amigos. Es un dios más viejo. Nunca he entendido muy bien lo de dios, pero la mía es la tierra, claro. Soy un árbol. Por cierto, a Moisés tampoco lo talaron, tuvo suerte. Se secó de unas fiebres, se quedó dormido y ya está. Muerto sigue siendo un buen amigo, muy afectuoso y sabio. Intento no reírme de su sombrerito negro.
Por entonces, en mi madurez, empecé a percibir el tiempo de otra manera. Dejó de ser un círculo eterno y calmado, se volvió rápido, imprevisible, caótico. Las gentes se sucedían tan a menudo que me faltaba sosiego para entenderlas. Llegaron algunas como entran los jabalíes por lo sembrado, destrozándolo todo. No sabían nada de olivos. Debían tener alguna plaga en sus copas, porque no querían olivos. Talaron muchos para dejar espacios sin cosecha, llanos de verde pasto para ovejas, cabras y toros. Otros talaban para hacer unos montículos y prenderles fuego. Ni comida sacaban de ellos, solo unas piedras negras que se llevaban en sacos, les llamaban carbón. Más tarde tuve que aprender a habituarme a la vibración de grandes cajas de madera con ruedas, tiradas por bueyes o mulas. Carros. Muy incómodo, hasta que te haces a tanto ruido. Y después hubo otra vibración que me sacudía hasta la copa y me sacaba de lo que los árboles llamamos dormir, o descansar por la noche.
Y una noche me harté. Me puse de muy mal humor. Nunca había estado tan enfadado. Así que soñé que iba a ver lo que pasaba desde la alta cima de la loma en la que ya quedábamos tan pocos de los hermanos que fuimos desde estaquitas. Era una noche de luna. Mil veces me habían contado como era aquello, lo sabía con todo detalle, aunque nunca lo hubiera visto. Y sin duda ahora el tiempo corría tan deprisa como un arroyo, porque no se parecía en nada a lo que me contaba Lucio Anneo Séneca, o Marco, o Fulvia, o Wamba, o Moisés, o tantos amigos.
Quedaban olivos. A lo lejos. Y había muchas casas de humanos. Y cintas de tierra pisada, por donde debían venir los carros. Y otra cinta muy recta, de metal y madera. Se me pusieron las hojas de la copa de punta al ver un enorme gusano de metal con fuego dentro, porque echaba humo negro, y pitaba, y hacía un ruido insufrible y el suelo entero vibraba.
Mi hermano el olivo sin humor me dijo que yo tenía una plaga de las graves, y que me talarían si me veían andar por ahí espiando. Le aseguré que había sido un sueño. No me creyó. Cierto que, para lo que había visto, hubiera hecho mejor quedándome quietecito.
No me talaron. Ahora solo quedamos ocho, y nos vienen a ver cada día. A nosotros, a unas piedras viejísimas de hombres antiguos que están muy cerca, y una casa que llaman Museo donde hablan de nosotros, del aceite, de lo bueno que es y de muchas más cosas. Con todo, me hago viejo. Prefiero las noches. Cuando sueño, cuando a veces me doy una vuelta para ver lo nuevo, y cuando recibo a mis amigos muertos y hablamos de los buenos tiempos y nos reímos juntos.