
254. Revelación
La familia de Rocío cultivaba olivos desde hacía varias generaciones. Su madre la concibió entre huesos de aceituna, bajo la sombra de unas ramas gruesas y torcidas, una caliente tarde de verano. Quizás esto tuviera relación con el hecho de que al nacer, un intenso aroma a aceite recién prensado invadiera la sala de partos. O quizás no. El caso es que aquel inconfundible olor se convirtió en su seña de identidad.
Cuando la conocí, yo llevaba algunos años en el extranjero. Demasiados. La vida me arrastraba en una especie de bucle, de un trabajo basura a otro. El día que nos encontramos, nos chocamos en una calle que, a pesar de estar siempre llena de gente te hacía sentir muy solo. Percibí la suavidad de su brazo contra el mío, y entonces su perfume natural penetró en mis fosas nasales, como si de un antídoto se tratase. Una bocanada de aire fresco que me llevó a mi pueblo y me puso el vello de punta. “Sorry”, susurró con un acento que la delataba, mientras me clavaba unos enormes ojos color verde aceituna. Supe que había llegado la hora de regresar a casa.