250. Viudo

Lucía Anderson

 

Dicen que esta cosecha es la mejor que hemos tenido nunca. Que las aceitunas han madurado con la perfección que solo pueden otorgar las dosis de luz y de agua exactas. Esas que solo se dan, con suerte, una vez por siglo.

Por eso me hacía tanta ilusión probar nuestro aceite. He traído una botella de la primera partida en cuanto terminaron de etiquetarlas. La he abierto con reverencia y he comprado el mejor pan para degustarlo como se merece.

Sin embargo, nuestro aceite me sabe amargo mientras contemplo la finca desde el ventanal grande. Los nuevos frutos siguen allí sin recoger. Mirar los olivos por la ventana siempre me dispara la necesidad de ocuparme de ellos. Pero, desde que entre las dos últimas hileras ha brotado tu hombro izquierdo, no consigo pisar las tierras. Lo reconocí apenas verlo. Aunque te hemos enterrado en el camposanto, como a toda hija de vecino, has germinado junto al linde. Donde te has dejado la espalda trabajando la tierra.

No es que el hombro sea tan impresionante. Pero me temo que le seguirán tus manos curtidas, tus ojos cansados, y, lo más temible, tu boca, que otra vez me reprochará lo ocurrido.