25. Sueñan las papilas

Rafael Díaz González

 

Definitivamente la planta era inherente a su propia existencia, le habría de llegar de todas partes, en todas las direcciones desde su nacimiento. Desde las remotas memorias de la madre patria, el origen de sus ancestros y hasta las catacumbas del irremediable hoy. La suerte estaba echada desde otrora con signos grisáceos para la posteridad. Tenía que inventarse mundos, alternos, paralelos, soportables. Escuchar historias fue el inicio de su felicidad, luego leerlas le produjo la satisfacción de no esperar por el humor mecánico de sus narradores, los usureros de la esperanza ajena a costa de una juventud regalada. Manipulaba la realidad según sus intereses emocionales, la desgracia aflora en instantes, destella sobre personas que de verdad existen, que afloran en el cielo de los nadies, aunque pasen inadvertidas para los que nada tienen que ver y casi siempre venden compasión para comprar temas de charlas en sociedad. ¿Pero de qué va todo, a dónde conducen los finales y de qué dependen las satisfacciones de una vida exitosa y feliz­­? En ocasiones de cosas simples, ordinarias y cotidianas a quienes las poseen, sin imaginar la honra producida a quienes las desean.

Manuel tenía apenas once años de edad, nació en algún lugar del nuevo mundo, aunque de nuevo solo llevase los siglos de descubierto o civilizado, además de las polémicas opiniones acerca de si fue »descubierto» o no, según sus mayores más cultos e introvertidos para la actualidad reinante. El caso es que Manuel, como el noventa por ciento de sus coterráneos no supo jamás de qué iba el concepto de la palabra nuevo. Hacía décadas solo se estrenaban herencias cada vez más decadentes. Vivian enajenados en doctrinas e ideologías retrógradas que se repetían en consignas y movimientos sociales, que paradójicamente no se movían a ningún lugar u ocasionalmente hacia atrás. Se desarrollaba su infancia en las alquimias que su abuela Concha reinventara detrás del fogón de leña en su humilde morada. Volaban sus sueños en los más altos estándares culinarios según su imaginación. Aquello de comer todos los días con variedad de elección en los alimentos, era otro de los extranjerismos que sus líderes vendían como consumismo y males humanos. De este modo se racionalizaban los productos alimenticios en cuotas, con los nutrientes y calorías suficientes para una vida plena, según los que ordenaban, pero a nada obedecían. Conseguir el mendrugo y algún líquido para desayunar, más procurar algún sustento que pudiese llamar cena, era el día a día de todos sus paisanos. Era su nación de esas que cuenta su historia a partir de un estómago lleno o vacío, de ahí el triunfo o la desilusión.

Una mañana todo cambiaría en sus proyectos de vida, ni más ni menos, en el momento oportuno llegó la experiencia junto a su adolescencia. Se habían abierto en el pueblo una nueva cadena de tiendas surtidas de mercancías importadas, en una moneda extranjera claro está. Por vez primera desde su nacimiento ofertaban productos que solo alcanzaba ver en películas. Casi nadie tenía acceso a tales ofertas, pero para suerte suya una prima exiliada que estaba de visita, le había regalado a la abuela Concha diez dólares que enseguida se planificaron para un surtido de alimentos en tales comercios. Manuel fue el elegido para hacer la compra, era el más joven de la casa y como ritual fue decidido así con la esperanza de que al hacerlo se abrieran nuevas oportunidades como por arte de magia para su vida. Eran aquellas tiendas los templos de los dioses olvidados que alguna vez reinaron en nuestras tierras. De este modo salió Manuel para hacer la diligencia, apretaba el billete en sus manos como quien lleva alguna especie de talismán y con la cabeza llena de sueños.

Al entrar al lugar se sintió aturdido, ensimismado al observar los estantes llenos de productos que creía enemigos, no sabía por dónde comenzar, por un momento creyó cometer un acto de traición. Cuando de repente su introspección fue interrumpida por aquel recipiente. Al leer en la botella un haz de luz lo cegó por unos segundos, se estrujó los ojos, un riachuelo de saliva escapaba de la comisura de sus labios, el corazón le palpitaba aceleradamente hasta la locura, su cuerpo sufría espasmos. Se desbordaron una serie de imágenes en su cerebro, aceite de oliva, aceite de oliva… se repetía como un mantra. Recordó las historias silenciosas del difunto abuelo, el hombre que sucumbió en los anales del sabor del pasado. De aquella época que fue prohibida recordar. Observó el olivo o aceituna en la etiqueta del frasco y no se atrevía a tocarlo. Contaba su abuelo que este era el secreto de la alta cocina, el tótem de los chefs de su tierra natal. Recordó a Homero y el oro líquido como lo calificó, e imaginó como los grandes pensadores de los que hablaba el tío Paco, el loco de la familia, utilizarían la sustancia además de su uso en la cocina, para preparar aceites aromáticos y ungüentos para lograr terapias de sanación. Por un momento observó a Platón, Aristóteles o Sócrates utilizando el elixir. Precisamente el olivo soportó el diluvio y fue la señal de Noé, contaba la abuela. Sus ramas glorificaron héroes y emperadores romanos, su aceite fue llamado luz de luz por los seguidores de Mahoma. Se halló en las pirámides de Egipto y hasta el mismísimo Tutankamón fue amortajado con coronas fabricadas del árbol. El propio Jesús de Nazaret fue recibido con ramos de olivo a su entrada en Jerusalén y hasta en la tumba del primero de los hombres creció la majestuosa planta. Y aún más importante, para el propio Manuel fue un carnaval de ilusiones alimenticias que corrían entre su estómago y cerebro, no hay gloria en el hombre que padece de hambre. Regresó a sus raíces, sintió su historia en la punta de los dedos y pudo abrazar todo el mediterráneo de una vez. Fue un viaje eterno de los que perduran todo un instante.

Estaba convencido que con sólo agregarlo a cuáles quiera de los míseros comestibles conseguidos en casa, los convertiría en platos divinos. La botella tenía un costo de nueve noventa y cinco dólares, por lo que con su compra acabaría con toda su fortuna. No lo dudó, de esta decisión pareciera depender toda su suerte. Adquirió el frasco y se encaminó a casa. Al llegar todos quedaron atónitos, estupefactos observaban la bolsa en las manos de Manuel esperando que brotaran de allí un sinfín de alimentos, como si fuera ésta el cuerno de la abundancia. Lo creían una broma horrorosa, iracundos se abalanzaron sobre el infante a golpes e insultos. La escena se mostraba sórdida, era sin dudas la más exacta expresión de la degeneración humana. Éste se aferró a la botella y soportó todo el martirio y abuso físico. Hizo del frasco su cruz y su cáliz.

Enjugó sus lágrimas y todo el deseo comprimido como un en acto de libertad. Con solemnidad tomó un pequeño recipiente de vidrio y puso en él un poco del aceite e inmediatamente lo colocó debajo de la foto del abuelo. Habría de recordar cuando le dijera que una vez se encontrara ausente, este pequeño ritual lo acercaría a él y necesitaba un cómplice. Acto seguida fabricó una pequeña mecha con la sustancia y la escondió debajo de un mueble, un aroma enternecedor comenzó a desprenderse de la llama. Se acercó a la cocina y tomó los pescados conseguidos por el tío Paco, el único que salió en su defensa. Preparó un marinado suculento, de ensueños. Además de unas tostadas y una ensalada que aliñó con lo que creía su elixir mágico. En porciones pequeñas los sirvió a los comensales como estrategia y esperó que el aroma y sabor explotaran en sus narices y gargantas.

Hubo una euforia colectiva como si por un instante el mundo fuese justo, como si la utopía de los todos iguales se alcanzara. Se humedecieron sus ojos, cantaron himnos olvidados, proscritos por los ilícitos ilesos. El tío Gonzalo corrió a una de las gavetas donde guardaba sus reliquias más preciadas y regresó ondeando la bandera de su patria ancestral, su patria de siempre, la que no puede ser extirpada del corazón. Bailaron coplas y pasos dobles. Se escuchaban castañuelas en el aire, el rasgado de guitarras flamencas anidaba en lo más profundo de las almas. Se entonaron las canciones más bellas, se declamó a Felipe, Lorca, Cernuda y Machado. De las voces al unísono se escuchó: “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Se abrazaron y rieron. Rieron y lloraron juntos y al menos por unos instantes volvieron a ser una familia feliz, sin otro propósito que el de amarse. Luego de varios minutos de mutismo absoluto, cada uno buscó de la soledad. Necesitaron aclarar sus sentidos dentro de aquella resaca de éxtasis y felicidad. Para Manuel este sería el acto más connotativo de toda su vida. Entendería que desde este punto comenzaba para él y los suyos el regreso a casa.

Quizás puedan pensar que nada tiene de especial, pero para los olvidados del mundo, los sumidos en la gracia de las cadenas humanas, una pizca de sabor puede ser un acto de rebeldía. Pueden los minúsculos detalles develar el sentido mismo de la existencia, pueden reencarnar Prometeos de cualquier cuna y entregar el fuego a mortales que se desvanecen en la obscuridad que proyectan las sombras de los que todo pretenden dar, a costa de falacias y traiciones. Desde entonces en la cocina de Concha, en la familia, en el corazón de Manuel, se convirtió el aceite de oliva en la bandera de la esperanza, en el paradigma de la libertad.