
246. El rastro del oro verde
Pan con aceite y azúcar. Ese era casi el primer recuerdo sólido de su infancia. Pan con aceite y azúcar para desayunar acompañado de un cola-cao.
Aceitunas. Un cucurucho de aceitunas era el chantaje que su madre le pagaba con gusto para que la acompañara al mercado y que ella se zampaba sin respirar en el camino de vuelta a casa.
Aceituneros altivos. Una, dos, cien veces había leído ese poema, y luego todos los poemas de Miguel Hernández, desde que lo descubrió de estudiante universitaria. Lo había leído, recitado, cantado, había sido su grito de rebeldía y lucha durante muchos años.
El olivo. El árbol que plantó en su pequeño jardín, cuando consiguió comprarse una casita a las afueras de la Madrid, pequeñita, pero con un bonito rincón lleno de plantas.
El jabón. Empezó como una terapia contra el estrés, hacer jabón de aceite de oliva, y se convirtió en su inspiración y su pasión. Del jabón a las cremas, de la cosmética a las infusiones y de ahí a los batidos, nada era imposible con un poco de imaginación. Y así fue.
El olivar. Empeño e ilusión, un negocio, una forma de vida, una mudanza de la ciudad al campo.
Ahora, mirando desde la entrada de la finca, a pocos minutos de iniciar una nueva ruta de oleoturismo, se percató de cómo un sencillo pan con aceite, unas aceitunas sin nombre, un profundo poema casi prohibido y un sencillo jabón artesanal habían aportado a su vida amor por la tierra, pasión por sus frutos y felicidad. La vida, su vida eran aquellas tierras jienenses y aquellos árboles, y su misión, transmitir los placeres del oro verde a aquellos espíritus inquietos que se acercaban a saludarla.