
243. La custodia
MI HISTORIA
Desde niña mi tiempo ha girado en torno al tiempo del olivar: tiempo de recoger la aceituna, tiempo de podar y rejuvenecer los árboles, tiempo de pastorear el ganado por la finca para controlar que otras plantas no compitiesen en recursos con los olivos…
Nuestra comunidad y nuestra cultura han girado en torno a este árbol, desde mucho antes que mis abuelos nacieran. Nos adaptábamos al tiempo del olivar, al tiempo de la tierra.
Yo una vez trabajé estos campos. Aquí tuve una vida: aquí reí de niña, aquí celebré el crecimiento de mis hijos mientras yo me iba encorvando, aquí lloré la partida de mis padres… Pero, sobre todo, aquí soñé. Mis sueños nacían desde las raíces de los olivos y crecían con el sudor de mi frente, elevándose hacía las ramas más altas de estos árboles centenarios.
Algunos escapaban y se perdían en los inmensos cielos estrellados de las frías noches invernales. Otros se agarraban fuerte a las ramas del olivo para protegerse de los vientos tormentosos del otoño para, en la calma tras la tormenta, emprender su camino.
Otros se quedaron conmigo, acompañándome en las horas de soledad que la vejez trajo consigo.
Y, finalmente, aquí mis ojos se cerraron y mis cenizas descansaron. Hasta que una dulce noche de verano, el canto del mochuelo me hizo abrir unos ojos que hasta entonces habían permanecido cerrados. Volví a transitar estos caminos que conocía como la palma de mi mano, pero ahora tenían matices distintos en los que antaño no había reparado. El potente aleteo de las aves rapaces que vuelan entre estos árboles, el tenue paso del zorro al cruzar las líneas de olivos, el suave sonido de la abeja mientras coge polen de la flor de lavanda de la linde, el sonido del sol dentro de las plantas mientras crecen….
Desde esa noche, intento velar por estas tierras y por todos los seres que en ellas habitan.
ATARDECER
Cuando el olivar queda vacío de hombres y mujeres, que marchan a casa tras un largo día de trabajo, me quedo observando, desde mi escondrijo a los pies del olivo más viejo de estas tierras, sus hojas, que me protegen del sol de la tarde. Hojas verde oscuro, hojas siempre verdes a pesar del paso de las estaciones. La eterna floresta verde de los olivos sirve de hogar para un sinfín de seres vivos en cualquier época del año, y muchos de sus habitantes van cambiando cíclicamente para luego volver al año siguiente.
Yo, sin embargo, llevo aquí desde hace tanto… siempre tuve la certeza de que, tras mi viaje final, me reencontraría con los que más quiero para pasar el resto de la eternidad en su compañía. Y parece que lo que más ama mi corazón son estas tierras, pues aquí me hallo, sentada en medio de este ancestral olivar. Paseando entre sus calles de olivos y disfrutando de su compañía, la de sus habitantes y la de mis recuerdos.
Como cada ocaso, los vuelos de los estorninos acompañan mis pasos, que siempre se dirigen al mismo lugar, atardecer tras atardecer…
ANOCHECER
El color rojizo de los últimos rayos del sol se cuela entre las ramas de los olivos, dejando entrever las siluetas de los carboneros y herrerillos que se preparan para descansar en la noche, no sin antes despedirse de la luz, con sus bellos cantos.
El rumbo de mis pasos, mientras atravieso las hileras de olivos, me dirigen al cortijo. Antaño, ese edificio fue mi más querido hogar: allí conocí al que se convirtió en mi marido y allí mis hijos dieron sus primeros pasos.
Ahora, su silueta rota aparece bañada por la luz violeta del sol que se oculta tras el horizonte. Las estrellas empiezan a asomar en la parte alta del cielo cuyo color azul oscuro se funde con los tonos violetas del horizonte. El viento empieza a soplar y las hojas del olivar susurran suavemente, como llamando a los ahora nuevos moradores del antiguo cortijo.
Cuando llego frente a la desgastada estructura, el sonido de una puerta rota, que se mueve a merced del viento, acompaña acompasadamente el vuelo de las tres lechuzas blancas que salen, por una de las ventanas, al encuentro de una nueva noche.
Su vuelo elegante y silencioso, su porte fantasmal e imponente hacen que me siga estremeciendo cada anochecer cuando las veo. Cautivada y serena, las observo volar sobre mi, con el cielo estrellado de fondo, mientras se dirigen al interior del olivar. Creo que me sienten porque cuando llegan donde yo me encuentro, bajan la altura de su vuelo para acariciar unos segundos mis cabellos antes de volver a subir, y perderse entre los árboles.
Vuelvo a dirigir mi mirada al edificio: en mis ojos lo vuelvo a ver tal y como era antaño. Varios carros aparecen a los pies de las paredes. Los sonidos de los mulos y del resto de nuestros animales vuelven a resonar en los establos. La puerta ya no chirría, y se abre ante mí, dejándome pasar, una noche más, a esos maravillosos recuerdos.
Vuelvo a caminar por las estancias que, aunque sumergidas en la quietud de la noche, vuelven a rebosar de vida.
Veo a todos los que allí vivían, dormidos. Caras conocidas descansan sin ningún temor, al abrigo de las mantas. Las cocinas vuelven a tener el fuego del hogar con ascuas, y los aperos de trabajo, vuelven a aparecer por los rincones, alumbrados por la tenue luz de los candiles, que se alimenta del maravilloso oro líquido que nos da el olivar.
La luz de la luna se cuela por una de las ventanas. Ya estoy en el piso de arriba y me asomo por ella para ver esa luz de plata bañando todo el campo. Veo también a los murciélagos, esos pequeños seres tan beneficiosos para este ecosistema que, en su danza nocturna, atrapan moscas y mosquitos y nos ayudan a controlar molestas plagas tanto para nosotros como para la floresta.
Cuando era niña era habitual verlos; pero ahora, en los días en los que recorro estos campos, no se ven en todas partes.
Las cosas están cambiando…
Cuando me doy la vuelta, el edificio vuelve a estar abandonado. Mi sueño ha terminado y yo vuelvo a estar plantada en la entrada del cortijo, con la puerta quejándose, mientras se mece al ritmo que marca el viento.
AMANECER
El canto de un mochuelo me hace mirar al este, donde las primeras luces de un nuevo día despuntan en el horizonte. A medida que la luz gana terreno a la oscuridad y que el lucero del alba va quedándose solo en el firmamento, los trinos de las aves van llenando todo el campo de vida. Se pueden ver algunos conejos comiendo un poco de hierba, y a algún zorro volviendo a su madriguera.
A estas horas, el olivar rezuma vida. Y yo debo buscar el refugio de los árboles y ocultarme tras sus sombras.
Desde mi escondite, veo que algunos hombres se aproximan a comenzar su jornada. Ya no vienen con mulos, sino con sus coches de metal. Todo ha cambiado tanto…
No dejan de sorprenderme todos los adelantos alcanzados. Se han logrado cosas que para nosotros eran inimaginables. El tiempo que os ha tocado vivir es un tiempo en el que todo parece posible, y en el que parece que todo lo podéis lograr solos. Y eso me inquieta. Lo desconocido siempre me solía asustar. Ahora, es diferente. Ahora esa inquietud nace del temor por saber cómo afrontaréis el futuro incierto que se aproxima. Tenéis un reto que no podéis eludir más. Entre vosotros hay personas, creo que los llamáis científicos, que os han hecho impagables regalos en forma de adelantos para nuestra civilización. Ellos os lo están diciendo, las evidencias desgarradoras os lo están indicando: se acerca un cambio en la naturaleza que conocíamos, y ese cambio hay que afrontarlo y tratar de paliarlo. Para ello, la humanidad necesita unidad y necesita vivir en armonía con su hogar, la tierra.
Una lagartija sale de entre las plantas que hay en la linde del olivar, para calentarse con el sol del mediodía. Ella es uno de los habitantes de este entorno maravilloso, que corre el peligro de desaparecer.
Vuelvo a dirigir mi mirada cansada hacia los hombres que trabajan unos metros más allá, y les pregunto desde el silencio: ¿Ayudaréis al olivar y a la tierra a que os ayuden? o ¿seguirá pesando más el valor del dinero y el egoísmo personal?
Se acerca el punto de inflexión en el que habréis de decidir qué camino tomar. Sólo una cosa es segura: el mundo está cambiando. El clima está cambiando.
Pero tened por seguro que el olivar será vuestro aliado contra la desertización de las tierras, siempre y cuando lo cuidéis con respeto y no rompáis el equilibrio ecológico que estos parajes albergan.
Después de tantos años, me he dado cuenta de que los olivos susurran entre ellos. A veces cuentan historias tan antiguas como la propia tierra, a veces lloran, a veces ríen… pero ahora no dejan de repetiros sin cesar:
Cultivad la tierra pensando en el futuro, pero sin perder de vista su pasado. Aún podemos salvar nuestro legado, juntos.