
242. Si los olivos andaran
Al anochecer de un veinticuatro de marzo de 1974 Antonio y Trinidad se casaron con una mano delante y otra detrás. Al día siguiente se fueron de luna de miel a Francia, a recolectar cebollas. Hambre, frío, fatiga… pero también compañerismo, cariño y humanidad. Como tantos otros en su misma situación, aprendieron que no hay más patria que la supervivencia y que una vida digna es el mayor bien que podemos poseer y legar. El fruto de su esfuerzo y sacrificio les hizo adquirir con el tiempo, tras mucho viajar por diferentes lugares para vendimiar y recolectar todo tipo de productos, una fanega de tierra sembrada de olivos en su localidad natal, Valdepeñas de Jaén.
En su cuarenta y ocho aniversario, con la fanega convertida en diez, un enemigo de la vida misma ordenó la invasión de Ucrania y, sin saberlo, otorgó hijos de distintas edades a la anciana pareja que había intentado sin lograrlo tener descendencia propia. En el confortable y bien acondicionado cortijo que tienen destinado a quienes les trabajan cada campaña de aceituna sus tierras, Antonio y Trinidad han albergado a cuatro familias de refugiados ucranianos, huidos de una sin razón que algunos seres humanos se empecinan en hacer crónica.
Sergiy Bondarenko, de ocho años, tras degustar su nuevo desayuno preferido: tostada de tomate, sal, aceite de oliva virgen extra y atún, sale cada mañana a pasar revista a los miles de soldados que, firmes, se extienden por todos los cerros que la vista permite ver. Tras el pase de revista a los veinte más cercanos, los que quedan dentro del área que su madre y hermana mayor le permiten andorrear, se sube a un peñasco y, en su precario español, que lleva practicando los cinco meses que lleva en España como refugiado de guerra y que entiende mejor que lo habla, exhorta a sus tropas a poner rumbo a Ucrania para expulsar al invasor y así poder regresar junto a su padre y tíos que se quedaron, como el resto de compatriotas varones en edad de combatir de las otras familias con las que ahora convive, a defender su tierra.
Lo que no sabe el pequeño Sergiy es que no volverá a ver a su padre con vida, que murió en combate dos semanas después de la marcha de su famillia a causa de un proyectil de un tanque ruso mientras defendía el segundo anillo de seguridad en torno a Kiev; ni tampoco a su abuela Yiyí, que estaba siendo evacuada como el resto de enfermos de la unidad de oncología del hospital donde estaba ingresada en una caravana humanitaria que una bomba “extraviada” de un avión ruso no respetó.
El benjamín de los Bondarenko regresa siempre con el rostro contrariado tras la arenga mañanera a sus soldados, que permanecen inmóviles tras oír a su nuevo líder, como Antonio le había dicho que era tras cederle el mando al mes de llegar a su hogar. Cree que es porque no le terminan de entender al no pronunciar bien el español, y pide permiso a su madre para ir a la casa de Antonio y Trinidad, a un par de kilómetros del cortijo, para practicarlo con ellos mientras se reanudan las clases del colegio que tiene asignado y que permanece cerrado por las vacaciones estivales. La madre, conmovida, concede el permiso condicionándolo a que le acompañe su hermana mayor, que aprovecha luego, mientras él toma sus clases particulares, para pasear con sus nativas amistades por el pueblo que tan gentilmente los ha acogido.
La pareja de ancianos recibe al intrépido Bondarenko con sobrecogedora emoción. Para ellos, que no tienen familia directa viva, el pequeño general, como le ha apodado cariñosamente Antonio, hace las veces de hijo y nieto a la vez, siendo el ojito derecho de ambos a pesar de querer y tratar al resto como si fuesen parientes de sangre. Pero es que Sergiy, tan espontáneo, ingenuo, extrovertido y cariñoso les ha robado el corazón, llenándoselo de un revitalizante amor fraternal.
A Trinidad no le hace ninguna gracia que su marido emplease con su renacuajo, como ella lo ha apodado, términos militares nombrándolo general de todos los soldados-olivos de su propiedad, pero como la madre está de acuerdo le sigue la corriente temiendo el día en que, más pronto que tarde, descubra la verdad de la fábula en la que lo han sumergido para motivarlo a aprender castellano, algo a lo que se negaba tajantemente al llegar.
–Nada, que no se mueven. Me siguen sin entender –se reprocha a sí mismo entre tiernos pucheros ante sus dos benefactores.
Antonio y Trinidad se miran conmovidos, ella al borde del llanto, él de la sonrisa condescendien-te.
Pasan los días y el chico, a quien Antonio le ha dicho que tiene que aprederse de memoria una frase y recitarla de principio a fin sin ningún tipo de error ante los soldados-olivos, la ensaya a todas horas y en todas partes despertando la curiosidad de los amgios propios y los de su hermana, a la que pilla un día explicando a los suyos entre risas el porqué de dicha práctica.
Sergiy no dá crédito a lo que oye. ¿De verdad que todo es un engaño para que aprenda rápido a hablar castellano? ¿Son cómplices sus familiares y apadrinadores? ¿Cómo es posible que hayan jugado así con sus tiernos sentimientos? ¿Dónde está la magia?
Sumamente defraudado como el niño que descubre qué se esconde tras los reyes magos, y airado por descubrirse en medio de una enorme burla, el pequeño Bondarenko arremete contra su madre y sus abuelos postizos. Trinidad, que temía que este día llegara reprocha a todos que ella ya lo había advertido. Antonio, una vez se calma la ira del pequeño devastado, lo coge de la mano y lo saca a pasear por sus tierras, entre olivos centenarios, para rendir las explicaciones oportunas al pequeño ucraniano que, muy a regañadientes, ha accedido a dar su mano y pasear por el campo con quien tenía idealizado.
–¿Sabes lo que simboliza el olivo? –pregunta con dulzura Antonio.
–¡No! Y sea lo que sea que simboliza ¿cómo quieres que te crea ahora, después de lo que me habéis hecho? –responde enfadado aunque cargado de razón Sergiy, cuya argumentación sorprende a Antonio por la madurez que concentra.
Es entonces cuando el hombre, consciente del avance lingüístico de su protegido, decide transmi-tirle el relato de su vida para justificar su mentira piadosa:
–Yo soy hijo único, no tengo hermanos ni hermanas. Mis padres eran adinerados por herencia y tenían para mí planes de boda con una mujer que era… más de nuestra clase, la clase que ellos consideraban adecuada a nuestra posición, es decir, de familia pudiente. Pero yo, que no soy nada clasista, me enamoré de mamá Tini, como tú la llamas, cuando vino a trabajar a nuestra casa como asistenta tras sacarla mis padres del horfanato donde se había criado. Mis padres no aceptaron nunca esa relación y amenazaron con desheredarme si me empeñaba en continuarla, pero a mí me daba igual. El amor verdadero, al ser eterno, está por encima de los bienes terrenales, que son pasajeros. Así que, tras una fuerte discusión que acabó con la paliza que mi padre me dio, me fugué con mamá Tini. Nos casamos a escondidas y hemos estado toda la vida trabajando, hasta que pude percibir la herencia legítima que me correspondía como hijo de mis padres, una vez que ellos fallecieron. Intenté varias veces verlos para intentar hacer las paces, no por conseguir su favor económico sino por recuperar la relación afectiva que todo hijo desea tener con sus padres, pero ellos se negaron siempre declarando que no tenían hijo alguno. Ni si quiera pude asistir al funeral de mi madre, que falleció primero, porque mi padre amenazó con echarme de allí a patadas. –A Antonio se le humedecen los ojos que refractan los anaranjados rayos solares del incipiente ocaso–. Tampoco asistí al de mi padre porque mis dos tíos y mis primos me culpabilizaban de haber sido la deshonra de la familia. He sufrido mucho, Sergiy, mucho. Pero, a pesar de todo, no cambiaría nada de lo que ha pasado porque yo, simplemente amé. Amar de verdad nunca puede ser malo, por mucho que las circunstancias u otras personas así nos lo quieran hacer ver. La vida misma es un acto de amor, la sintonía del universo. Y si nos rigiéramos acordes a esta sintonía no habría tantos males en el mundo, como la guerra.
>>Tu familia y tú estáis aquí porque un hombre que se llama Putin, que es el presidente de Rusia, ha dictaminado invadir vuesto país para convertirlo en parte de Rusia. Esa es la cruda realidad. Una realidad que es mejor que comiences a asumir por si llegan malas noticias en el futuro. Lo que te he dicho de los olivos no es del todo mentira. Cuando yo tenía tu edad consideraba que eran soldados dispuestos a obedecerme en todo cuanto les mandara, y lo que más quería en el mundo es que pudieran desplazarse por todas las zonas donde había pobres y hambrientos, porque mis padres siempre decían que teniendo una buena porción de olivos nunca pasaríamos hambre ni penurias como las otras familias afectadas por otra guerra, la guerra civil española, que como todas las guerras hizo un daño terrible a la población. Por eso el olivo simboliza prosperidad y longevidad. Cuando te di el poder sobre todos los soldados-olivos, lo que en realidad te estaba dando era fe. Todo, absolutamente todo en este mundo es posible con fe. Porque tener fe en otras personas genera amistad, relaciones laborales, relaciones sentimentales…; tener fe en nosotros mismos hace que alcancemos metas insospechadas, si al mismo tiempo somos constantes y asumimos sacrificios; tener fe es no dejar de creer, y yo no he dejado de creer nunca.
El niño, que a grandes rasgos está entendiendo todo, ha desplazado los retazos de ira por la ilusión desbordante de la magia renombrada en fe.
–¿Y en qué es en lo que crees tú? –pregunta Sergiy, mirando embobado a su yayo español.
–Yo creo en un mundo dirigido por personas que jamás provoquen guerras, que erradiquen el hambre y las injusticias sociales. Un mundo donde impere la regla de oro, que se basa en el más esencial amor: Hacer a los demás lo que nos gustaría que nos hiciesen a nosotros.
–Eso es mucho creer –suelta el pequeño ucraniano sin acritud.
–Mucho creer era, hace siglos, que el ser humano pudiera pisar la luna, y ya lo hemos hecho. ¿Quién podría creer que en estos mismos momentos haya seres humanos viviendo fuera de la superficie de nuestro planeta? Y sin embargo los tenemos en una cosa que se llama Estación Espacial Internacional y que va dando vueltas alrededor de nuestro planeta. La propia vida en la Tierra es un milagro, y sin embargo, generación tras generación, se levantan los enemigos de la vida, del orden y la armonía. Pero al final, mi pequeño general, a pesar de todas las injustas pérdidas materiales y humanas, vencen los que creen en el bien.
Sergiy vuelve a sonreír mientras observa, de regreso a casa, cómo los olivos se desplazan entre las sombras para alimentar la fe de los que creen en el bien.