240. Una historia antigua de olivares y olivos

Joaquín Abolafia Cobaleda

 

De madrugada, antes de salir el sol, mi abuelo, se despertaba pensando en sus olivos. No habían corrido buenos tiempos. La sociedad había estado convulsa y la situación se convertiría en insostenible. Un enfrentamiento armado había asolado el país y los cultivos estaban improductivos y los olivares permanecían abandonados.

Al acabar la guerra, mi abuelo compró un pequeño olivar, ligeramente en cuesta, de unas cien olivas, medio abandonado y comido por las cabras. En la parte más baja, un pequeño barranco limitaba la parcela. No solo produciría aceituna, sino que aprovecharía el espacio entre ellas y también sembraría trigo para dar de comer a su familia.

Como cada mañana, muy temprano, mi abuela se dirige a la cocina para preparar el pan. Durante la guerra había comprado una máquina de mano para triturar el trigo y hacer harina, ya que había carencias y este cereal no se podía adquirir. Tampoco tenía horno. Lo que hacía era, en la lumbre de la chimenea de la cocina, quemar unos tarugos de madera, apartaba las ascuas, ponía la masa de pan en el centro, lo tapaba con un brasero viejo y lo cubría con más ascuas. Así se cocía el pan, un pan redondo con corteza dorada, crujiente. A mi abuelo le prepara su capacha de esparto con su pan, una botellita con aceite de oliva, del mejor aceite que él mismo producía, unos trozos de bacalao o chorizo, o, con suerte, unas sardinas arenques, y una pequeña bota de vino. Con esto tendrá para la jornada. Antes de salir se tomaba su «café» de cebada, obtenido como una infusión del grano tostado y molido, un sucedáneo del verdadero café.

Carga los aperos en el serón de su viejo mulo y él, a pie, sale de casa. Callejeando salen de la ciudad, dirección a su olivar. Este está cerca, a pocos kilómetros del caserío de casas que conforman la ciudad. No son muchas olivas, unas cien, con dos o tres pies, en su mayoría plantadas hace infinidad de años, reconocibles por sus gruesos troncos, retorcidos por el paso del tiempo y oquedades donde los animalillos encuentra su refugio. La corteza, gruesa y agrietada, está cubierta de líquenes amarillento-anaranjados que les da un interesante color.

La mañana se levantó algo fría por lo que mi abuelo se abrochó la pelliza de paño. Caminaba solo junto a su bestia, pero pensaba en mi abuela, que no la quería dejar sola mucho tiempo, ya que tenía un niño pequeño y se encontraba nuevamente embarazada.

La claridad del día y los primeros rayos del sol se abren paso entre las ramas de los olivos. La hierba que hay entre las camadas de olivos tiene algo del rocío de la mañana que humedecen los pantalones de mi abuelo al pasar. Ya se les ve la trama, con pequeños capullitos verdes que pronto abrirán.

Con su azada en mano, cuyo astil él mismo fabricó con madera de olivo, se dirige a la parte alta del olivar. Aunque este es casi llano, en uno de los extremos hay un repecho más inclinado con olivos más pequeños. Mi abuelo quiere limpiar un olivo, la poza está llena de hierba y no se puede regar bien. Afortunadamente, el olivar de mi abuelo tiene agua, agua que llega por un caz desde un nacimiento que hay cercano, en la base de un cerro próximo.

Cava en el interior de la poza. Está repleta de «amor de hortelano», una planta que, cuando está en flor, tiene unos ganchitos en su inflorescencia que se adhieren a la ropa. Cuando pasas entre esta gramínea los bajos de los pantalones se forran de verde, estrategia que tiene la planta para dispersar sus frutos y semillas pero que se convierten en una molestia para el agricultor. En una de las cavadas choca con una extraña piedra. Una «piedra del rayo», como las llaman popularmente las gentes. En realidad, se trata de un hacha de piedra neolítica, de las que abundan por la zona y que las gentes, en su desconocimiento, creen que son los rayos de las tormentas que, al caer a tierra, se convierten en dura piedra.

El movimiento de arriba y abajo del alzar y caer de la azada es observado por un atento mochuelo que habita en el hueco de un olivo viejo. Erguido, con su mirada penetrante, mira a mi abuelo en su labor. Mi abuelo ya lo conoce. Todos los días está por allí, pendiente de todo lo que ocurre en su olivar. También, alguna avecilla se deja oír. Currucas con cabeza parcialmente negra en la parte superior en los machos o anaranjada en las hembras, diminutos chamarines de verdoso-amarillento plumaje y carboneros, también conocidos como «aguaquíes» por su repetitivo canto que parece decir «agua aquí, agua aquí» y que barruntan lluvia cuando se los oye. También alguna abubilla con cresta anaranjada se deja ver buscando insectos en el suelo.

Gotas de sudor bajan por su frente. El trabajo en el olivar es duro y se merece un pequeño descanso. Se acerca a la sombra de un olivo próximo y coge un botijo de barro que había dejado ahí para que el agua se mantuviera fresca y bebe de él. El trabajo en el olivar nunca tiene fin, pero luego, tras meses de arduo trabajo, la recompensa de una abundante cosecha, con unas aceitunas saludables y con alto rendimiento de aceite, merece la pena. La mayoría son de la variedad picual, caracterizadas por un pequeño pico en su extremo. También tiene otras más raras, como alguna manzanilla y alguna lechín, ambas para agua.

Al mediodía un descanso para comer. Sentado en el suelo, mi abuelo abre la capacha y saca el pan. Corta una hogaza y, con su navaja curva hace un agujero en el centro que rellena con aceite, ese aceite dorado oscuro, algo verdoso, con ligero sabor amargo que tanto gusta a mi abuelo. Mirando al horizonte, mi abuelo se abstrae comiendo su pan con aceite pensando en su olivar, pensando en su familia, pensando en que, a pesar de todo y de lo poco que tiene, es feliz.

Es hora de seguir arreglando olivos. Durante la guerra civil no se podía salir a labrar los campos permaneciendo improductivos, sometidos a un largo abandono obligado. Ahora que todo ha terminado puede trabajar con tranquilidad.

La primavera dará paso al verano y llegará el otoño. Él espera este año una buena cosecha. Las plagas acechan para devorar flores, frutos y hojas. La mosca del olivo, que produce la caída de la aceituna y el prais del olivo, una polilla que ataca hojas, yemas, flores y frutos, son las principales plagas que le afectan. Pero mi abuelo sabe que su olivar está en equilibrio, que si hay insectos que se convierten en plaga también hay otros que depredan sobre ellos. Él hablaba siempre de unas «mosquillas» verdosas, las crisopas, unos insectos de alas transparentes, como de encaje, que se alimentan de muchos insectos y que se dejan ver con su torpe volar cuando mueves las ramas.

Los meses pasan y el olivar va cambiando su aspecto. Los blancos pétalos de las flores caen y dan paso a un pequeño fruto verde al que se ve crecer mes a mes. Si las cosas van bien alcanzará gran tamaño y su color tornará del verde inicial al negro-violáceo, momento de su maduración en el que está idóneo para ser recogido.

Pero algunas no las deja madurar. Esas son para él y su mujer una vez «curadas». Las que más le gustan a mi abuelo son las aceitunas llamadas «de cornezuelo», alargadas y con poco aceite que, no dan buen rendimiento pero que, gracias a eso mantienen un delicado sabor. Poco antes de empezar a madurar las recolecta a mano, con sus manos cubiertas de duros callos pero que desprenden con cariño cada aceituna sin dañarla. Por la vereda, en la que solo cabe el paso del mulo, crecen altos hinojos. También, algunas pequeñas matas de tomillo se dejan ver en un talud próximo. Ambas plantas las recoge mi abuelo para aliñar sus aceitunas. Ya en casa, mi abuela sentada en un banquito y vestida con un florido mandil, machaca la aceituna con un mazo de madera. Poco a poco va llenando una orza de barro que cubre con agua. Este es un paso fundamental para quitarles el amargor que les da la oleuropeína, un compuesto fenólico del que mis abuelos nunca oyeron hablar. Varios días en agua, cambiada diariamente, y quedan listas para ser aliñadas con esas plantas aromáticas recogidas junto con unos ajos y un puñado de sal. Mi abuela siempre le daba ese punto que las hacía irresistibles, acabándose antes de que se pusieran zapatonas, con el color tornado pálido y la carne demasiado blanda.

Por la «Purísima», en diciembre, las varas de los tajos resuenan en la lejanía. Este año cogerán la cosecha entre él y su mujer. Probablemente les ayudará algún hermano. La vara de mi abuelo es de castaño. Su madera brilla del incansable roce con las manos. Una vez cortadas del árbol se calientan sobre una pequeña lumbre para enderezar sus pequeñas combaduras y se les quita la corteza. Estas son buenas varas, siempre decía, ya que son algo flexibles y ligeras y, aún secas, es difícil que se partan tras los innumerables golpes a los que van a ser sometidas.

La luz del alba abre la mañana. Las temperaturas están bajando, pero hay que coger la aceituna antes de que las lluvias hagan su entrada y el fuerte viento tire la aceituna al suelo. Mi abuelo se dirige al olivar con mi abuela. La yunta de mulos, que usualmente van unidos con un ubio, van esta vez sueltos, cargado cada uno con tres capachos de pleita de esparto a modo de sacos. Lo primero al llegar es encender una pequeña lumbre para calentarse las manos y calentar las frías varas. El suelo de cada olivo es cubierto por lienzos de tela que, aunque pequeños, pesan mucho, especialmente cuando se humedecen si cae alguna llovizna repentina. Lo peor es arrastrarlos cargados con la aceituna.

Varear la aceituna es un arte, no se puede hacer de cualquier manera. Un «palo» mal dado hace que se rompan las ramas dañando al olivo. El golpe certero de la vara, dado con maestría, hace que caiga gran cantidad de aceituna y pocas hojas. Desafortunadamente, los lienzos de tela son tan pequeños que muchas aceitunas caen lejos o salen rodando fuera del lienzo, siendo necesario rebuscarlas una vez vareado el olivo. Esto hacía que, un trabajo que hoy en día se hace más rápido y eficiente, entonces era lento y cundía poco, alargándose la recogida de la cosecha varios meses a pesar de ser una parcela pequeña.

Al quitar las ramillas caídas también con la aceituna, mi abuelo ve alguna mantis religiosa aturdida. Sabe que son inofensivas y hacen bien al olivar, así que, con cuidado, las coge y las vuelve a colocar en el olivo vareado.

Aprovechando la lumbre, mi abuela saca una sartén y unas trébedes que coloca sobre las ascuas. Con un chorreón de buen aceite y un buen puñado de pan duro troceado que saca de una talega de tela llena la sartén. Aunque no tienen mucho, sí añade algún chorizo que dé vida a estas migas y que rebusca en el fondo de la talega. Sentados en torno a la lumbre descansan del fatigante trabajo, provistos de una gran cuchara en la mano que introducen una y otra vez en la sartén.

De vuelta al tajo, coge la criba de madera para quitar las hojas que quedan mezcladas con las aceitunas recogidas en el lienzo. Mi abuelo arriba, con la espuerta de esparto dejando caer las aceitunas, y mi abuela abajo, quitando piedrecitas y algún insecto que haya podido caer también de las ramas, limpian la recolecta del día. De ahí a los capachos, años más tarde sustituidos por viejos sacos del café.

Al terminar cada jornada, mi abuelo, con los capachos repletos de aceituna y los mulos cargados, se dirigía al molino. En aquella época era un molino maquilero situado a las afueras de la ciudad, en el que su dueño cobraba un porcentaje por la molienda.

A paso lento avanzan por la estrecha vereda que va paralela a la vía del ferrocarril que pasa por arriba del olivar. Esta vereda, por la que solo cabe el paso del mulo, está salpicada por piedras extrañas, parte con orificios, parte como fundida, como trozos de lava esparcidos por el camino, el «moco del tren». Misterioso aspecto como conocido origen. No, no son de ningún volcán. Es simplemente la escoria del carbón de las máquinas del tren y que, muchas veces, eran rebuscadas para colocarlas en los belenes.

A paso lento, con un tallo de hinojo en la boca, cogido en la vereda, se acerca al molino. Alivia a las bestias de la pesada carga y vacía los capachos. Allí ya se encargarán de molerla y prensarla entre capachos circulares que, al ser prensados, dejan caer el oro líquido, impregnando el lugar de un olor característico.

El día termina y se dirige a casa, con su mujer y su pequeño. El descanso es merecido. Mañana más, pero ahora toca disfrutar de su familia al calor de la chimenea de la cocina.