237. Por las vitaminas

Cuentista de Hamelin

 

No he querido contar esta historia porque los libros de historia me odiarán, quiero decir, sus autores. Pero nadie puede negarle lo ocurrido al testigo fugaz, el tiempo. Era un día de febrero, casi a la hora del almuerzo, cuando Olafá empezó a degustar las aceitunas que le daban sus abuelos.

Hizo un gesto al saborear la primera, no recuerda qué gesto, pues tenía apenas unos años de nacido; tras las siguientes aceitunas, el gesto desapareció, en realidad fue a impregnarse al fondo de sus papilas. Y no hubo un solo día que no masticara alguna.

Al llegar a joven, Olafá permanecía insatisfecho con sus olivas diarias, así que empezó a tragarse también la semilla. No hizo caso de la teoría de sus abuelos que sentencia el quedar cualquier persona embarazada con una planta en el vientre cuando es tragado el fruto con su corazón, por más minúsculos que estos sean. Pero soy hombre, decía el joven, puedo afrontar cualquier embarazo y cualquier rama que me crezca.

Tan pronto le perdió el gusto a la semilla, quiso conocer los cultivos. Decidió mudarse de su pequeño pueblo en la sierra central, a la capital, porque había leído que existen olivares más cerca de la ciudad. Llegó muy dormida la noche, y ningún hotel le abrió las puertas. Buscó el número de uno de los olivares, llamó y preguntó si había plantas de aceituna pequeñas. Todos los que contestaron el teléfono rugieron arguyendo una burla. El joven no había caído en cuenta que los olivares por aquí constituyen un nombre de familia; un apellido desencarnado de la fruta, diría él, quizá fue un embarazo ectópico.

En su largo andar insomne bajo el calor capitalino, se acercó a un parque que emanaba cierto olor a curiosidad. Se sorprendió gratamente, un letrero luminoso decía “Parque El Olivar”, y miles de olivos se iluminaban bajo la tenue luna llena.

Pronto se daría cuenta, tras caminar por las más de diez hectáreas del olivar, que no había olivos tiernos. Él quería gustar el sabor de las hojas inocentes, pero la naturaleza le daba frutos centenarios.

 

***

 

Unas semanas después, una señora empleada por el gobierno para que riegue las plantas, le intentó cuestionar la razón de su tragar olivos. Olafá solo trató de hacer un gesto que ahuyente a la mujer. Pero ella no lo vio con claridad a causa de su pérdida de visión. Es por las vitaminas, añadió él al fallido intento de espanto. ¿Las qué?, preguntó la anciana, que también empezaba a perder la audición. El joven apenas logró articular su argumento, porque acababa de atragantarse con otro árbol de olivo de cuatrocientos años: Las vitaminas… la A para la vista… la B para el oído…

En realidad, él tampoco sabía la verdadera razón de tragar olivos enteros. Solamente se acercaba cada tarde hasta el centro del parque, como lo hacía para cosechar naranjas en su pueblo, cuando tenía que reunir todas las ramas con cuidado de las grandes y graves espinas, y desgranar al árbol. Ahora reunía las ramas, las envolvía en un solo canuto con la lengua, cuidando que ningún ave se quede atrapada, y se engullía por completo y milagrosamente al frondoso espécimen elegido.

Una vez, no avanzó a cortar con sus dientes y uñas el tronco, por lo que tuvo que esperar varios minutos en posición de malabarista inverso hasta que el descanso le ayude con más energía. Pero, por lo general, había ganado mucha practicidad para tragarse los olivos y diluirlos por su tracto gástrico, que pronto lo empezaron a buscar los vecinos para que acuda a las casas y elimine algunos árboles de esta especie. El sueldo que me pagan por hacerlo no es bueno, se decía, pero me da para comer.

En algunas ocasiones también surgieron problemas. Los muchachos que trotaban por los senderos del parque a veces se detenían y tomaban fotografías de la actividad olivar de Olafá. Muy pronto apareció en las noticias del periódico, luego en la televisión matutina: Conozca el caso del joven traga-árboles…

Con esa fama, mucha gente empezó a llegar, especialmente por las tardes, al perderse el sol, y como ya no había muchos olivos que lo ocultaran, podían ubicarlo desde lejos y disfrutar el espectáculo con binoculares. Eso no hubiera sido impedimento si no fuera porque también llegaron señoras que decían haber sembrado los primeros árboles del lugar, e intentaron denunciar a la policía ese abortismo con que el joven desaparece nuestro amor, explicaban en la comisaría, pero nadie las oyó ni hizo caso.

Al poco tiempo se acostumbraron y traían su silla lo más cerca posible. Aunque no hubo la misma reacción de los protectores de animales, quienes hasta el final hicieron marchas para que no haya rechazo a las aves que anidan en esos árboles y para que también fueran tragadas en su hábitat. Por lo demás, el público diario celebraba el acto herbívoro cada desayuno, almuerzo y cena, hasta que el parque se iba quedando vacío de árboles y lleno de aplausos.

Al cabo de unos meses, el parque El Olivar se quedó vacío, primero de árboles, luego de gente. Hasta Olafá se fue. No se supo adónde. Algunas personas contaban haberlo visto entrando a hurtadillas en olivares de la frontera, pero que alguna vez le dispararon justo en el momento en que se tragaba un olivo grande y frondoso.

No se sabe en qué acabó esa anécdota, pero habiendo pasado unos meses más, se oyó la noticia de que Olafá había viajado desde su pequeño pueblo y país, hasta la gran España, en donde hay muchos olivos, según le contaron los viajeros heridos con quienes compartió sala de operaciones alguna vez en un hospital.

El primer olivar que encontró estaba custodiado por militares. Pensó que ya no era buena idea tratar de robar olivos, mejor sería empezar a cuidarlos un poco y simular amor. Fue así como se lanzó a pedir trabajo en el lugar. El primer día ayunó, pero al segundo día no pudo evitar tragarse al menor de todos, un olivo de setenta años.

Así se la pasaba ahora Olafá, algunos días ayunaba y otros no se resistía. Lograba desaparecer un árbol por aquí, otro por allá, de modo que no se dieran cuenta los dueños de la falta de algún ejemplar. Pero tras varias semanas, fue enviado a trabajar a otra comarca. Al llegar no pudo contener su alegría y se puso a saltar de contento: la mitad del campo tenía olivos de menos de un año. Era lo que había estado buscando desde que salió de su pueblito a las ciudades del mundo.

Sin embargo, los dueños del anterior olivar se habían percatado de la falta esporádica de árboles. La investigación no tardó en plantear una teoría, la llegada de Olafá tenía mucho que ver. Los gendarmes acudieron a buscarlo adonde estaba. Y aunque no lo encontraron por haberse ido a reconocer primero todo el campo de olivos, tiempo que aprovechaba también en ayunar para tener estómago para los siguientes platillos, confirmaron por medio de las noticias pasadas en el país natal de Olafá, de que él era ni más ni menos el famoso come-olivos que había desaparecido un olivar entero hace pocos meses.

Esa noche, como intuyendo que lo esperaban, pero también a causa de la emoción por tener un campo inocente donde enraizar su lengua, Olafá no volvió a su posada. Los hombres armados salieron entonces a buscarlo con el primer rayo del sol mañanero.

Transcurrieron un par de horas, rodearon buena parte del área cercana, buscaron desde el mirador, y finalmente lo encontraron tendido en el terreno, cara al cielo, sonriendo y moviendo ligeramente los dedos de las manos. Los hombres se acercaron con sigilo para evitar que se tragara más pequeñas plantas, porque se veía que estaba atragantado de tantas como había podido.

Y así estuvo sucediendo precisamente toda la mañana. Olafá se subió las mangas de la ropa, manos y pies, se arregló el cabello que ya crecido lo traía, salivó para hidratarse, y se agachó hasta el olivo pequeño que eligió con mucho azar. Degustó cada proceso lentamente, las hojas entibiadas por el rocío las sentía jugosas y lisas, el pequeño tallo lucía dócil y todas las ramas desprendían ternura; con su lengua no dejaba de recorrer la copa del pequeño potaje, como no queriendo engullirlo aún. Hasta que se animó y agitó de arriba abajo la cabeza, y su paladar ─con todo Olafá─ creyó estar en el paraíso.

Y de la misma forma fue tragándose una docena, dos docenas, y un poco más de estos plantones. Al poco rato, cansado de tanto extasiarse, se sintió ligeramente lleno; la sonrisa apareció y Olafá dirigió sus ojos al cielo para entrecerrarlos o entreabrirlos. Pero no era la llenura típica por mucho alimento ingerido, sino una llenura no bien completada que no deja continuar, aunque uno quisiera. A los minutos, un mareo le tumbó, pero no se borró la sonrisa.

Los hombres armados le apuntaron con sus armas, le gritaron, le amenazaron una decena de impiedades. Pero el joven no escuchaba, solo sonreía, miraba al cielo, veía en ese espejo de nubes brillante a sus abuelos y recordaba la primera vez que le dieron una aceituna. Ahora lo veía claramente, el infante se pone la aceituna en la boca, hace un gesto de delicia, se tiende hacia atrás en la cuna mientras saliva profusamente, expulsa la pepa como un disparo, y en los brazos de sus abuelos se queda dormido.

El joven Olafá ahora, se inclina en el terreno hacia un costado, y empieza a expulsar uno a uno y a la velocidad del rayo todos los plantones de olivo, los árboles más grandes, los más viejos de cuatrocientos años, todos los expulsa de su estómago como trasplantando de un almácigo a otro la esperanza de la vida. Y al final, una pepa, un corazón se queda circulando en su boca; los hombres le gritan algo así parecido a que la expulse como un disparo, y el joven obedece. No la expulses o te disparo… Se oyó a lo lejos un sonido que retumbó entre las ramas de los olivares.

Olafá despierta en medio de un bosque de olivos cargados de fruto. Le parece ver a Adán y Eva sin caer aún. Se restriega los ojos, hace un gesto de delicia al notar la madurez de las ramas, y ve venir a esa pareja que ya de cerca son sus abuelos. Bienvenido al Edén, hijo, come una oliva. Y le extienden una cesta, él estira la mano, se lleva una de esas carnosas delicias a la boca, y hace un gesto.