
233. Verde como las hojas del olivo
El coche se detiene frente al cortijo de mis abuelos bordeado bajo el frondoso y amplio jardín. En un lateral de la entrada, se hallan rosas, jazmines y damas de noche dispersadas como figuras en un tablero de ajedrez. El viejo pozo donde tantas veces he bebido agua está revestido de enredaderas. La abuela tiene bien cuidado su jardín. Delante de mí, la artística verja verde de hierro forjado cierra el paso, que, como una caja fuerte, salvaguarda aquella extraordinaria villa en la cual me crié.
Desciendo taciturno y un poco cansado, apenas he podido dormir tras recibir la noticia del fallecimiento del abuelo. Tenía pensado en visitarlo en la recogida de la aceituna, y así de paso presentarle a mi novia. Mis padres se dirigen a la casa, sin embargo, yo prefiero pasear por el olivar, o el mar de olivos como solía llamarlo él, pues cuando la brisa los mecía se asemejaban a las olas. Camino por la fértil tierra que me ha visto crecer, y entre lágrimas acaricio el grueso tronco de un olivo. ¡Ay, si ellos hablaran!, podrían contar miles de anécdotas.
Me siento cerca de la higuera y contemplo aquel edén de ensueño donde pasé la mejor parte de mi vida. Ningún niño ha tenido el privilegio de aprender junto al maestro de los maestros como lo era mi abuelo. Recuerdo el día que vine a vivir al campo por prescripción médica.
Mi madre me había dejado para desayunar un vaso de leche y un dulce.
El abuelo encogió el entrecejo y me preguntó:
—¿Qué es eso?
—Un dulce de crema —contesté.
—Eso son porquerías, veneno para las arterias.
El yayo cogió el dulce con su grandota mano y lo tiró a la basura, en su lugar, depositó un pan de pueblo que previamente había tostado, cogió la aceitera y la vertió con la misma delicadeza que si acariciara a un niño. De aquella alcuza fluyó un finísimo hilo de aceite que cubrió el ennegrecido pan, las gotas se deslizaron por su corteza y morían ahogadas en el plato.
—Toma, con esto te pondrás tan grande y fuerte como el abuelo.
Cogí la tostada y le di un buen mordisco. Estaba buenísima, incluso me lamí los dedos cuando el dorado manjar serpenteaba por ellos.
Miré al abuelo de reojo y percibí que estaba sonriendo.
Después del buen desayuno me dispuse a ver la tele.
—¿Qué haces?, la televisión no se enciende hasta la hora de la comida —dijo apagando el aparato.
—Es que estoy aburrido —protesté
—Eso tiene solución, ven, me vas a ayudar en el campo.
Lo seguí, como un pequeño cachorrillo, contemplando sus anchas espaldas. El abuelo cogió un par de sombreros de paja del perchero y me colocó uno.
—Hoy el sol aprieta, no quiero que te dé ninguna insolación.
Por la puerta apareció Frasco, fiel compañero de mi abuelo con el que ha trabajado muchísimos años. Frasco estaba más tiempo en casa que en la suya, decía que su morada no hay nada más que tristeza y soledad.
—A los buenos días, ¿y este gorrión, de dónde se ha escapado?
—Se llama Antoñito, y es mi nieto, a partir de hoy va a ser uno más en la cuadrilla, y va a trabajar como el que más ¿A qué sí?
Asentí, con una fingida sonrisa, ignorando el significado de sus palabras.
Atravesamos el jardín y llegamos hasta un lugar donde había muchísimos olivos.
—¿Sabes qué son? —dijo el abuelo.
—Árboles.
—¿Pero qué árbol?
—No sé, un árbol, para mí, son todo iguales.
—¡Todos iguales dice! Tú si qué estás todos iguales. Son olivos, muchacho.
A Frasco le hizo tanta gracia que carcajeó con la boca abierta y al hacerlo mostró unos dientes amarillos, le faltaban un par de piezas y otras tantas estaban picadas. Más tarde supe que abusaba del tabaco y del vino.
—El olivo es uno de los árboles más poderosos, es el rey de los árboles —decía mi abuelo con el pecho henchido.
Y así fue como me enteré de que el olivo fue amado y venerado por la civilización egipcia, la antigua Grecia, por diversas religiones, que es símbolo de la longevidad, la inmortalidad, la sanación, la paz, la fertilidad y la victoria.
Aquel día, mi abuelo puso el fardo en el suelo para facilitar la recogida de la aceituna. Frasco y él las ordeñaban, así no se dañaban ni el fruto, ni las ramas, y no llegaban a perjudicaba el aceite.
—Antoñito, las que se salgan del fardo, las recoges y las metes en el capazo—dijo mi abuelo.
Las aceitunas cayeron como grandes gotas verdes, sobre aquella tela, lo hicieron con tanta fuerza que algunas se salían de ella. Yo en cuclillas las fui cogiendo, como el que recoge las canicas del suelo después de jugar con los amigos.
—Muchacho, con más brío, que pareces que naciste cansado —dijo el abuelo mientras se secaba el sudor con un pañuelo.
Intenté darme prisa, pero temía que aquel chaparrón de frutos ovoides me hiciera daño.
Ese día el sol apretó como nunca y la mañana me pareció eterna.
Al mediodía mi estómago comenzó a quejarse, las tostadas con aceite me habían bajado ya hasta los tobillos, probablemente en otra ocasión me hubiera quejado y hasta derramado alguna lagrimilla, pero mi propósito fue ser como mi abuelo de fuerte y lo primero era demostrarle que no era un enclenque.
Mis rugidos estomacales desgranaron el silencio de la paz del campo. El abuelo me miró de reojo.
—Venga muchachos, vámonos a comer que parece ser que algunos ya van teniendo hambre. Desde aquí, puedo oler el cocido que mi esposa ha preparado.
Me incorporo y unas juguetonas agujetas merodearon mis gemelos dispuestas a ser inquilinas por una semana.
Mi abuelo, Frasco y yo, nos aseamos y nos sentamos listos para devorar aquel suculento plato.
Cuando mi yayo se tomó el delicioso caldo, aplastó con el tenedor los garbanzos y los roció con un buen chorreón de aceite de oliva, lo mismo que hizo con las tostadas.
Lo miré extrañado.
—¿Quieres probarlo? —dijo alzando la aceitera.
Me bebí el caldo a sorbos, como un gatillo hambriento. Si mamá me viera, me hubiera regañado, pero al yayo no le molestó.
Aplasté los garbanzos de tal manera, que parecía la masa con que papá trabajaba. El abuelo los impregnó con aquel líquido dorado y cuando los introduje en mi boca fue una explosión de sabor que jamás pude olvidar, y que a día de hoy sigo haciendo. Para colmo, de postre naranjas con azúcar y aceite. Este postre me lo hacía mamá, pero no sé por qué razón me supieron a gloria bendita.
—Hoy vas a engrasar bien la maquinaria muchacho, bueno, vamos a reposar la comida y después seguimos con la faena —dijo el abuelo amasándose la barriga.
—Creía que habíamos terminado — dije enfurruñado.
Mi abuelo y Frasco rieron.
—¡Ay pichoncillo, si no hemos hecho más que empezar!
A partir de ese día me di cuenta que el trabajo en el campo es muy duro, y que no está pagado con todo el oro del mundo.
El abuelo utilizaba el aceite para muchísimas cosas, tenía en la despensa romero macerado en aceite, que además de aderezar las comidas, también servía como antiinflamatorio, antibacteriano, cicatrizante… También tenía aceite de clavo, de canela, de laurel, de ajo…y a todos les daba uso. Y además la abuela con el aceite usado hacía jabón. Eso sí que era aprovechar.
Dirijo la mirada hacia el barranquillo y no puedo dejar de sonreír. Cuando yo frisaba los quince o dieciséis años, una mañana el abuelo tuvo que ir al pueblo a hacer unas gestiones y Frasco y yo lo aprovechamos llevando los sacos de aceitunas a la almazara. Ese día fue el más gélido que recuerdo. Hizo un frío que se colaba por el tejido y te roía hasta los huesos. Frasco sacó una bota con vino de pitarra y varios trozos de tocino.
—Toma niño, échale un trago a ver si te calientas un poco.
—¿Qué es? —pregunté.
—Vino de pitarra.
—¿Está fuerte? —dije oliendo la boquilla.
—No, es suave. Cucha, no vayas a decirle nada a tu abuelo.
Cogí la bota y le pegué un buen trago. Cuando aquel líquido rubí bajo por mi garganta sentí un gran comezón y la garganta me comenzó a picar, era como si un centenar de avispas clavaran su aguijón sobre ella. Comencé a toser de una manera descontrolada. Frasco se levantó y me dio un par de golpes en la espalda hasta que se me calmó. Aquel vino me dejó la boca como el esparto, sin embargó, me gustó el sabor que envolvió mi paladar. Ya más resabiao, le volví a dar otro trago, pero esta vez dejando que mi boca se impregnara de los ricos matices que aquel vino me aportaba. Comencé a sentirme un poco mareado, lo que viene a decirse, un poco achispao, casi no era dueño de mis actos.
En ese momento apareció mi abuelo.
—Qué bien vivimos ¿no? ¿Tenéis todo el trabajo terminado?
Frasco se levantó sacudiéndose la tierra de la ropa.
—Ya hemos llevado todos los sacos. Acabamos de sentarnos —dijo mintiendo como un bellaco.
—Está bien hay que seguir cogiendo aceitunas. Vienen unos días de tormenta y hay que aprovechar.
—Abuelo, ¿cuál es tu color favorito? —dije esbozando una sonrisa ridícula bajo los efectos del alcohol.
El yayo me miró sorprendido, respiró hondo y contestó:
—El verde.
—¿Y por qué?
—Porque es el color del campo, de la naturaleza…
—De tus ojos, verdes como las hojas del olivo —dije.
—Mira el niño, ¡qué poeta!, ¡que nos ha salido un Miguel Hernández en la familia, Frasco!
Una arcada subió desde mi estomago y ascendió por mi garganta, la primera bocanada me dejó un sabor acre, en la segunda vomité aquel vino ambarino como si no hubiera un mañana.
Mi abuelo se percató de mi mal estado, aquel día no avanzamos nada, el yayo se pasó parte de su tiempo pendiente de que no me cayera por ningún barranco y la otra parte intentando darle un garrotazo a Frasco por ofrecerme aquel vino endiablado.
El último año, mi abuelo contrató una cuadrilla para que nos echaran una mano, Probablemente él se encontraba menos ágil y Frasco con sus vicios se estaba deteriorando aún más. Hubo gente de todas las edades, pero yo siempre me arrimé a ellos, me sentía a gusto, a pesar de la gran diferencia de edad. La abuela nos llamaba Los 3 ases.
Respiro hondo hasta hinchar mis pulmones, intentando retener el olor del romero, del hinojo, del tomillo.
Dirijo mis pasos hacia la casa. Afuera están los vecinos, conversando algunos y otros fumándose un cigarro. Transito por el pasillo cruzándome con viejas caras conocidas. En el interior, parece que el tiempo se ha detenido, todo está exactamente igual. Mi abuela se halla sentada en su silla de enea. Tiene el rostro tintado de cansancio, de dolor. Me acerco hacia ella y poso mi mano sobre su hombro, la yaya se percata de que soy yo y me abraza fuertemente, de tal manera, que sus lágrimas se esconden tras las solapas de mi abrigo. Por la puerta aparece Frasco, está muy demacrado y tiene el rostro surcado de miles de arrugas.
Se acerca hacia mí con ese nervio que dios le ha dado y estruja mi cuerpo como si este fuera de goma.
Siento sus lamentos ahogados sobre mi oído.
—Antoñito, se nos ha ido un componente del Trío de ases. Me duele hasta el alma, qué solo me ha dejado el condenado.
Hasta ahora no había llorado y lo hago en sus hombros, temblando, igual que cuando era un chiquillo y me consolaba tras las regañinas del abuelo.
—Ven, vamos afuera que nos dé un poco el aire —dice Frasco.
Lo sigo con la misma timidez que la primera vez. Nos alejamos un poco, y sin darnos cuenta nos sentamos debajo de una encina, como antaño. Frasco extrae de su bolsillo una petaca.
—Toma, esto alivia las penas.
El primer sorbo me deja un rastro amargo, el segundo me sienta mejor.
Del suelo recojo una hoja del olivo y la acaricio, al tiempo que saboreo el regusto amaderado del vino. Cierro los ojos y mi mente visualiza a mi abuelo y sus grandes ojos. Sonrío al recordar la estúpida frase edulcorada que le dije. Frasco y yo nos miramos como si estuviéramos pensando lo mismo y al unísono musitamos:
—Verde, como las hojas del olivo.