
230. Olivo fantasma
Cuando atravieso el olivar, parece surgir de la nada. Retorcido, hueco, enlutado entre los olivos verdes de aceitunas, como las ruinas de una casa fantasmal. Por un instante, me aterro, creo que he equivocado el sendero y he caído en otro mundo, ajeno y tenebroso, donde me atrapará algún fantasma. Somos presa fácil de los espectros, cuando un dolor reciente nos desarma.
Aún siento dolor por aquel martirio largo e incomprensible junto a Mateo. Aunque sea leña vieja. Después de quince años girando como un hámster en su rueda cruel, renuncié a intentar que me tratase, al menos, como a su perro. Le vi en el juicio sin sentir culpa en el estómago, ni amor en el corazón, ni esa descarga eléctrica en la frente que avisa de los peligros. Le vi como un olivo hueco y retorcido, en el que apenas se adivina la forma de un árbol y que ya no habitan los fantasmas.
Oigo pasos sobre la grava. Los niños recorren a la carrera el sendero, y se retan a subir al tronco seco del olivo. Estoy a punto de prohibirles hacerlo: pueden clavarse una astilla, caerse de una rama que se quiebra, ser picados por una serpiente oculta entre la hojarasca. Pero callo. Mis primos y yo también conquistábamos árboles con magulladuras, picaduras y sangre. Como conquistamos la vida. En lugar de detenerles, les propongo ayudarles a construir una casita en el tronco hueco del olivo. Dejará de ser un escondite de fantasmas, para cobijar secretos de niño.