23. El olivo divino

Dama del alba

 

En la Sala de Investigaciones de la Biblioteca Provincial, donde el tiempo se desvanece entre los muros retacados de sabiduría, se respira un aire impregnado de letras ancestrales. El aroma del conocimiento se mezcla con el perfume de la tinta y las páginas envejecidas, invitando a aventurarse en el pasado.

Entre los estantes henchidos de palabras, aparece Antonio, visitante asiduo y buscador incansable del saber. Sus ojos brillan con el anhelo de desvelar las interrogantes de otros tiempos y desentrañar los secretos ocultos entre las páginas dormidas. Su última obsesión es una serpiente de agua que aterrorizó a los pastores del barrio de la Malena en los albores del siglo XV; devoraba sus preciosas ovejas y, de vez en vez, a personas incautas. Había encontrado referencias imprecisas en los libros modernos, y espera encontrar alguna pista en los textos más antiguos.

Antonio explora estanterías polvorosas, y su mirada se posa en un viejo libro con encuadernación de cuero desgastado. En sus páginas amarillentas y en su tipografía gótica, descubre unos versos que capturan su atención de inmediato:

«Bajo el manto de Dios, los frailes plantaron,

un olivo de gloria, símbolo de fe que aclamaron.

Tras la reconquista, Al-Ándalus en sus manos,

brota la esperanza y la abundancia en sus pasos».

Antonio advierte que se trata del relato de un olivo ubicado en el corazón del Santo Reino. Las palabras, hiladas con destreza, describen la historia de unos frailes mendicantes que, tras la reconquista de territorio ibérico, plantaron el árbol como emblema de fe.

Lee que, con sus hábitos raídos, los frailes sembraron aquel olivo en las tierras donde se pone el sol. La semilla plantada fue un voto de fervor. Con manos cálidas, acariciaron la tierra, bendiciéndola con palabras que se elevaron hacia el cielo, buscando la gracia divina:

«Con humildad en el corazón, bendecimos la tierra.

Con manos extendidas, elevamos nuestras plegarias sinceras.

Imploramos al Altísimo, que, en este suelo fértil,

brote un olivo bendito, símbolo de fe y amor febril.

Oh, tierra sagrada, recibe nuestra devota bendición,

que en tu seno feraz, se plasme la divina acción.

Que el olivo crezca fuerte, con raíces profundas,

y sus frutos sean esperanza, en nuestras vidas rotundas.

San Francisco de Asís, acoge nuestra plegaria con amor,

que el olivo sea testigo de tu gracia y esplendor.

Que sus ramas se alcen al cielo, con gratitud infinita,

y en cada hoja, se refleje la divinidad sagrada».

La semilla, testigo mudo de aquel ritual sagrado, enraizó sus sueños en el suelo, abrazando la historia y la espiritualidad en cada fibra de su ser. Con el paso de los años, el olivo creció y su tronco se irguió como un inmenso fuste, como una columna que desafiaba al tiempo. Y sobre él, una copa exuberante se extendió en dos gruesas ramas principales:

«Tus ramas crecen con gracia divina,

como brazos abiertos, señalando a la cima.

Bajo tu sombra, encontramos paz y abrigo,

mientras tus hojas cantan un tropario antiguo.

Del fruto que das, nace un néctar divino,

el aceite sagrado, alimento fidedigno.

En cada gota, se enciende una llama,

que alumbra el camino con luz que se aclama.

Y cuando llega la hora de los Santos Óleos,

tu aceite bendito nos envuelve en anhelos.

Un ungüento sagrado, que cura y bendice,

en manos consagradas, el poder magnifique».

La sombra del árbol se extendió como una cogulla de protección sobre la tierra, acogiendo a los viajeros cansados y a los soñadores perdidos. Antonio, cautivado por el relato, se sumerge en las imágenes poéticas de aquel libro. Las palabras resaltan, además, el simbolismo del olivo:

«El olivo es paz, en el relato antiguo,

la paloma mensajera lleva encargo puro.

Trajo en su pico, ramita de olivo en vuelo,

señal divina, de paz y consuelo.

El reparto de ramas de olivo, tradición sagrada,

en Pascua se celebra, ascensión esperada.

Jesucristo a Jerusalén, en victoria gloriosa,

resurrección divina, poderosa ráfaga.

El olivo y su aceite, luz celestial,

guiando a los hombres con resplandor divinal.

Relacionados están con la Luz de Dios,

que ilumina los caminos, con amor y fulgor».

Antonio, emocionado, cierra el antiguo libro con delicadeza. Se da cuenta que había pasado horas inmerso en aquel viaje a través de los siglos y las letras. Pero ahora, es tiempo de partir. Se levanta de la silla, y deja el libro del lugar donde lo tomó. Siente la nostalgia de siempre al abandonar aquel santuario de conocimiento. La luz del mediodía se filtra por los ventanales, iluminando el polvo que flota en el aire. Con paso lento pero decidido, cruza el umbral de la biblioteca, lleva consigo la herencia de las palabras y la curiosidad de nuevos horizontes.

Ahora, su camino continúa más allá de aquellos muros, siente curiosidad por encontrar el olivo legendario, y emprende su viaje al valle. Antonio sabe que su olivo se halla entre el Cerro del Poyo y el río Guadalimar, por las referencias que encontró en el texto: «Entre el río colorado y el cerro pedregoso, se alza el olivo divino, esplendoroso». Conduce por la autovía Del Olivar, que después se convierte en la del arquitecto.

Durante poco más de una hora, su automóvil serpentea por las sinuosas carreteras que atraviesan el pintoresco valle. En ambos lados, los paisajes se despliegan en un melenchón de colores y formas, como si la naturaleza se hubiera vestido con sus mejores galas. Las colinas ondulantes, cubiertas por un manto verde de olivos, se alzan orgullosas. El aire está impregnado de aromas dulces y cálidos, una obertura olfativa que mezcla el perfume fresco de la tierra con las notas sutiles del aceite de oliva. Al fondo, el horizonte se recorta con montañas bañadas por la luz dorada del sol.

Cuando llega al punto, detiene el auto y camina entre acebuches. Allí, frente a sus ojos, se alza el que cree que es el majestuoso olivo. Su estampa y energía son tan imponentes como aquellas descritas en el libro. Se acerca con reverencia y toca el tronco rugoso, percibe la fuerza del tiempo que fluye a través de éste. Lo abraza con cariño, y siente la divinidad en sus brazos.

El olivo, con sus ramas extendidas al cielo, parece querer alcanzar lo inalcanzable. Antonio ve maravillado esa imagen, que le evoca a la unión entre lo terrenal y lo celestial. Cada hoja, cada rama, constituyen puentes entre ambos mundos, y le recuerdan que en la simplicidad de la naturaleza se encuentra la esencia divina. El olivo, en su portentosa figura, le hace ver que la grandiosidad y la belleza están presentes en cada rincón de la existencia, y que el contacto con lo celestial puede hacerse inclusive a través de un árbol.

En su contemplación, Antonio descubre que aquel olivo es la personificación de la vida y la historia de una región entera. Las raíces, hundidas en la tierra, conectan pasado y presente, llevando consigo el legado de aquellos frailes mendicantes y su devoción incansable. El olivo, piensa Antonio, presenció el transcurso de los siglos. Fue testigo del tiempo y la convivencia entre culturas diversas. Sus ramas se extendieron en abrazos fraternales, ciñendo en su seno la cultura de la diversidad y de la paz.

Es un símbolo de la región, sin duda, pero también un símbolo de la fortaleza del espíritu humano, reflexiona Antonio. A través de los años, el olivo soportó tormentas, sequías y guerras, pero su sustancia se mantuvo inquebrantable. Es un recordatorio constante de que, incluso en las épocas más oscuras, la esperanza y la renovación pueden florecer.

Antonio come uno de los frutos del olivo, y piensa en los productos derivados de éste. El aceite, con su aroma embriagador y sabor exquisito, es un néctar dorado que eleva los sentidos y da vida a cada plato. Sus propiedades nutritivas y medicinales, reconocidas desde tiempos inmemoriales, testimonian su importancia en la historia de la humanidad. Las aceitunas en sus diversas variedades, desde las suaves hasta las intensas y rellenas de ingredientes cautivadores, deleitan el paladar. Cada producto procedente del olivo lleva el legado del árbol milenario y el vínculo entre lo divino, lo natural y lo humano.

Finalmente, sentado bajo la sombra del prodigioso olivo, Antonio se anega en profundos pensamientos. Repasa cómo inició su día, en la Sala de Investigaciones de la Biblioteca Provincial, perdido en el relato añejo de una serpiente, que simboliza el mal, y suscitaba temor en los pobladores de antaño. De repente, se vio sorprendido por una nueva narración que eclipsó por completo la historia del monstruo. Un sagrado y místico olivo relegó aquella oscura figura del mal, del terror y la muerte. A raíz de este nuevo relato, encontró al esplendoroso árbol que se erige como presencia sobrenatural, como una conexión tangible entre lo terrenal y lo celestial.

Mientras observa por última vez sus frondosas ramas y su tronco enraizado en la tierra, Antonio experimenta la paz, y se despide del olivo con gratitud en el corazón. Emprende su regreso a la ciudad que se levanta sobre piedras lunares, donde se encuentra la biblioteca. Lleva consigo la historia del olivo, pero también el espíritu de resistencia y renovación que le ha transmitido aquel majestuoso árbol.