229. Raptores

Maitina Adhoc

 

La noche puesta. El cielo negro. La luna dormía también. Era el momento propicio. Nadie sospecharía de él. Nadie sospecha de los niños pequeños. Y su arco quedaría tan bonito adornado con una ramita de olivo. Además, le encantaba chuparse los dedos con el néctar que extraía tras espachurrar con sus manos regordetas el fruto que daban esos árboles.  Cauteloso se acercó hacia el lugar sagrado donde se reunían los dioses. Allí estaba, a la espalda de las columnas principales. Al acercarse vio que no mediría más de metro y medio. Cuando lo avistaba, mientras hacia las tareas encomendadas por la madre, le parecía más imponente. Mejor para él, así sería más sencilla la tarea. No pensó que lo podrían echar en falta. No daba flores, su tronco estaba retorcido y rugoso, sus hojas eran pequeñas y de un tono verde que no destacaba mucho. Recordó que un día, no hace tanto, el aire fresco de la mañana le enredó una ramita de olivo en la cuerda de crin de su arco y sintió algo parecido a la admiración que es lo mismo que el amor. Se asustó de su sombra. Siempre temía perderla como aquel muchacho del que le hablaba su madre. Pero eso no eran más que cuentos para niños. Y él ya no lo era. Pero esa noche no había luna… ¡no podía perder más tiempo! Los dioses tienen el sueño ligero y les gusta mucho bajar a la tierra para recrearse en los sueños de los mortales. Ayudado del arco cavó hasta que el olivo empezó a ceder. No había pensado donde podría ponerlo una vez que se lo llevara hasta su jardín ni que cuidados necesitaría. Seguro que su madre lo sabía. No era un niño, pero tampoco un adulto para tener tantas preocupaciones en menos de un minuto. Había llegado hasta allí sin pedir permiso y, sólo por eso, ya sabía que le caería una buena reprimenda porque de alguna manera tendría que justificar que el olivo del Olimpo ahora estaba en su jardín. Pesaba un poco más de lo que esperaba. Quizás hubiese tenido que pedir ayuda. Pero ya no había tiempo. Los músculos de su brazo se tensaron y unas gotas saladas resbalaron de su frente a sus ojos. El escozor de la sal le impidió ver que el cráter que quedó donde antes estuvo el olivo.

La comisión de agricultores europeos había vuelto a reunirse en Atenas. Ni lo más avanzados ingenieros técnicos del campo podían explicar el fenómeno que les azotaba desde tiempo inmemoriales. Nadie conseguía explicar porque los frutos de los olivos solo crecían en aquellas ramas más cercanas al cielo. Por más injertos que habían hecho, por más veces que podaban, por más mimos que ofrecían a la tierra que arraigaba el oro que alimentaba sus casas, no había manera de que las aceitunas creciesen a la altura de la mano del hombre. De hecho, los últimos años los olivos habían adelgazado su tronco y ya parecían más cipreses que otra cosa. Las más avanzadas técnicas de ADN habían estudiado la salvia de miles de olivos y no habían encontrado ningún dato que pudiese resolver la incógnita de este gigantismo tan inapropiado. Si querían seguir surtiendo a los humanos otro año más del mejor aceite de oliva había que buscar una solución efectiva. Y había que encontrarla antes de que volviese el frio de enero.

Todos los días regaba su olivo. Nunca un capricho le había durado tanto tiempo. Los dioses se pasaban a diario para admirar el afán del joven caza corazones cuidando del árbol que había traído desde la morada de los humanos.  Pero había algo que no iba bien. Todos los días al amanecer se lo encontraba mustio y con la mayor parte de sus ramas rozando el suelo. Parecía un sauce llorón. Al caer la noche y antes de irse a dormir había vuelto a conseguir que el olivo se mostrase con todo su esplendor e incluso diese su fruto el cual repartía entre unos y otros para ungirse después del baño e incluso perfumarse el cabello. Pero a él lo que más le gustaba era estrujar las pequeñas bolitas que colgaban de sus ramas y admirar la belleza del líquido que corría entre sus dedos antes de llevárselos a la boca. Pero cuando al día siguiente se despertaba y, antes tan siquiera de pasar a presentarle sus respetos a su madre o a tomar un frugal desayuno, corría hasta donde había plantado el olivo. Conforme se acercaba comprobaba como de nuevo sus ramas barrían el suelo y muchos de sus frutos estaban secos. Entonces rompía en un llanto incontrolable llegando incluso a arrancarse cabellos de su cabeza. Solo cuando dejaba de hipar y recuperaba su fuerza habitual volvía a su tarea primordial: devolver el vigor a su olivo. Su madre, afligida como solo una madre puede estar por su hijo, le indicó que acudiese hasta Delfos. Allí moraba Tiresias al que le gustaba vivir en plena naturaleza y seguro que podría darle un remedio que animase tanto a su hijo como al olivo.

El capataz subió a lo alto del ágora. A pesar de la altura alcanzada había olivos que aún sobrepasaban la montaña.  El plazo se agotaba y no veía ninguna solución que ofrecer al consejo. El crecimiento de los olivos no obedecía a ningún tipo de ley física ni razón lógica. Algo los había alterado y fuese lo que fuese se había vuelto imparable y casi ya p irremediable. De seguir así habría que ver cómo dar la noticia de la extinción del olivo tal y como se conocía. No solo se extinguiría como tal, sino que habría que procesar de algún modo la mutación de la que había sido objeto. Adiós olivos, adiós aceitunas, adiós aove, adiós a los sabores del mundo. Un relámpago a lo lejos le sirvió como recordatorio de la crisis que se avecinaba. Pensó en Santa Bárbara y en un mal trueno que los despertase a todo de esa pesadilla.

Tiresias se llevó las manos a la cabeza cuando el querubín le contó lo que había hecho. Además de llamarlo insensato empezó a correr tras él, a pesar de su ceguera, para darle una buena azotaina. ¿Cómo se le había ocurrido robar el olivo del olimpo y cómo, por todos los dioses, nadie había reparado aún en esa afrenta? Había dejado a los mortales sin uno de sus mayores elixires. Y todo por un capricho de niño pequeño. Cuando recobró la calma y el chico también se tranquilizó, Tiresias le explicó el porqué del decaimiento de su olivo. Echaba de menos su tierra. La tierra es el lugar indicado donde un olivo eche sus raíces y de sus frutos y se deje acariciar por las manos de los hombres. El niño le preguntó cómo podría arreglar aquel desaguisado.

La rueda de prensa estaba lista. No cabía ni un alfiler más en una sala repleta desde altos mandatarios hasta el más humilde de los campesinos. Todos querían saber que iba a ocurrir con los olivos y con la producción del aceite. Nadie era capaz de imaginar una cocina sin su botella de aceite, una ensalada sin su aliño, un niño pequeño con una cata de aove y tomate…. Miles de periodistas se agrupaban en torno a la mesa presidencial. Sea lo que fuese que se decidiese aquel día, daría la vuelta al mundo.

Tiresias, sonriendo amablemente al niño, le dijo que lo único que tenía que hacer era devolver el olivo al lugar de donde lo había cogido. Los hombres habían hecho su ofrenda a los dioses dejando aquel árbol en el Olimpo y aquel era su lugar. Lo que le ocurría a su olivo era lo mismo que estaba pasando con los que estaban en el mundo de los mortales.  Cada cual reclama lo que es suyo y le pertenece por ley. Los olivos crecían como gigantes en busca de aquel que era su progenie en el mundo de los dioses. Y el que tenía entre sus manos no hacía más que querer volver a su lugar, a ese espacio donde conviven en armonía los humanos con los dioses.  debía de volver a restablecerse el orden sino quería que el problema llegase a convertirse en una catástrofe que afectaría por completo a los mortales. Además, Tiresias le recordó que estaba descuidando su trabajo… ¿Cuánto hacía que el amor no hacía de las suyas?

 

Todo el mundo salió lleno de rabia e impotencia de la reunión. Se había ordenado talar de raíz todos los olivos y hacer perecer la especie. Dejarían las tierras en barbecho durante años hasta que se olvidase todo lo ocurrido y, en algún momento, llegase alguien capaz de enfrentase, de nuevo, a la tarea de volver a replantarlos. El aove había llegado a su fin. La última gota dorada sería ya un bonito sueño inalcanzable.

Esa noche el niño salió decidido a hacer aquello que le había indicado Tiresias. Amaba demasiado a los humanos como para dejarles sin algo tan preciado tan solo por su capricho. Lo único que esperaba era no llegar demasiado tarde. Como buenamente pudo volvió a plantar el olivo en el mismo sitio donde estaba. Pasó toda la noche a su lado regándolo con mimo y confortándolo con dulces palabras. De alguna manera esa era la única forma y plegaria que podía usar para intentar reparar el daño causado. Sin darse cuenta se quedó dormido. Su madre fue a recogerlo y al tomarlo entre sus brazos y volver de nuevo a casa se giró soplando hacia el olivo unas pequeñas partículas doradas. La diosa Ceres había decidido al final interceder y no privar a los humanos de algo tan preciado como sus campos de olivos. Eros había aprendido su propia lección: cuando amas algo tu mayor felicidad se basa en el bienestar del otro. El amor duele hasta que consigues dar con la pequeña astilla que transforma el sufrimiento en una dicha sin fin. Esa astilla que quedó incrustada en el dedo de Eros cayó a la tierra en el momento en que su madre lo alzó de vuelta a su hogar y fue ese momento en que se produjo lo que la comisión de agricultores no supo catalogar más que como un milagro sin igual. Cuando el sol volvió a salir y la gente salía de casa dispuestos a cumplir con el veredicto del día anterior vieron con ojos atónitos, como los olivos habían vuelto a su tamaño de siempre y estaban llenos a rebosar de sus frutos. Atónitos no daban crédito a lo que estaban viendo…

La escritora se quitó las gafas y pulsó el botón de borrar. ¿Quién creería esta historia en pleno siglo XXI cuando ya sabemos que Tinder es el nuevo Eros y que el precio del aceite ha subido tanto y hay tan poca producción que apenas si dejan comprar tres botellas por persona? Cerró el portátil y fue hasta la cocina donde se tomó unas pastillas y un gran vaso de agua. Se fue a la ducha. Quizás mañana encontrase el final que estaba buscando.