228. Voces de olivo y tiempo

Loren Fernández

 

Ahora que está cerca mi fin (no intentes negarlo, Juan), puedo conectar con el tiempo antes del tiempo donde empezó a respirar todo lo vivo, donde ni tú ni yo existíamos. Siento temblar el suelo de la Acrópolis, cuando Poseidón hunde su tridente en la roca y brota un pozo de agua salada; cuando Atenea golpea la roca y de ella surge una rama que, a la velocidad del rayo, crece rizando el aire hasta convertirse en un árbol de tronco retorcido y generosa copa, de cuyas ramas cuelgan hojas como lanzas verdes que brillan tornasoladas, y frutos que van cambiando del verde al negro mientras les crece dentro la vida: el primer olivo. A solo un paso de mí, veo con la claridad a la propia Atenea. Me recuerda un poco a tu Adela: morena, de amplias caderas, hermosa pero de gesto duro. Tendremos que perdonar a las dos ese ceño fruncido. Adela es tan buena que cree que tiene que hacerse la seca para que no se la coman. Atenea está compitiendo contra su tío Poseidón por dar el mejor regalo a los hombres. Poseidón no se ha esmerado mucho: con su tridente ha hecho surgir una fuente…¡de agua salada! Este dios ha vivido demasiado tiempo en el mar, parece no saber cómo se alimenta la tierra, ni las plantas, los animales, los hombres que viven sobre ella, o que su informador le ha gastado una broma (a veces fantaseo con la idea de que era un guiño a Atenea, para inventar los dos juntos las aceitunas en salmuera). Desde esta distancia de tiempo y leyenda, anterior a los olivos, no puedo escuchar sus historias. No sé si Atenea está creando el árbol sagrado por bendecir a los hombres o porque se siente retada constantemente a hacerse respetar por los tres dioses más poderosos (su padre y sus tíos) y necesita una prueba de su magnificencia:  la mente sabia de Atenea ha creado un árbol que dará alimento y luz a una humanidad hambrienta y en tinieblas; su naturaleza divina ha creado un árbol siempre verde y casi inmortal; su corazón generoso ha creado un árbol que unirá a tantos hombres distintos en torno suyo, que será el árbol de la paz. La rama cuajada de aceitunas que protege de los malos espíritus y que une tierras separadas por un mar.

Ahora que está cercano mi fin y que la vejez, como  aceituna que se cierra sobre su hueso, me devuelve a la infancia, regresan a mi memoria todas las historias que nos contaba el Gran Antecesor. Con la imaginación fresca de un niño, tengo el tacto de un esclavo eunuco que unge la piel suave de las princesas de Babilonia, con aceites de oliva perfumados de sándalo y miel. Escucho los rituales donde se prepara a los faraones para viajar a la vida eterna envueltos en aceites, lino y vendas de papiro con las instrucciones  para traspasar la puerta de Osiris, que los muertos, por muy faraones que sean, suelen perder la memoria. Veo a la corte del Rey Sol bailando en una sala interminable, donde las lámparas de aceite brillan aún más que el monarca, alumbrando intrigas, vanidades y oropeles. Huelo el perfume de la oliva prensada en los gineceos, en los mausoleos, en los palacios… hasta en los reinos del Más Allá. ¿Juan, crees que desbarra demasiado tu arrugado amigo? Ríete si quieres de estas fantasías que me devuelven a la juventud que me abandona, con una plenitud de los sentidos que, ya sabes, nunca tuve.

Ahora que la enfermedad me conquista, con un deseo irrevocable de volver a esa juventud, recuerdo las historias de héroes que nos contaba el Gran Antecesor. Tal vez tus antepasados te contaron las mismas, o parecidas, que las leyendas recorren las civilizaciones y los protagonistas, simplemente, cambian de nombre y de color de piel.  Noé, único hombre justo y superviviente de un diluvio, recogiendo la rama de olivo del pico de la paloma, que le demuestra que las aguas han dejado emerger por fin suelo firme y puede repoblarlo con su zoo ambulante. Eneas de Troya, que no sobrevivió a la ira de un dios, sino a la más larga de las guerras, y que fue dejando esquejes de olivos en todos los lugares por los que su maltrecha flota de exiliados iba recalando, hasta llegar el lugar donde un día nacería Roma; como si la cruel guerra hubiera sido un mal necesario para que la civilización y los bosques de olivos se extendieran por el Mediterráneo como un estandarte. La vida de Leónidas de Rodas, luchador y atleta griego que, ungido de aceite para proteger su piel del esfuerzo sobrehumano, consiguió doce coronas de olivo, doce victorias, doce veces más fuerte, más rápido, más valiente que cualquier otro atleta, doce veces más soberbio que ninguno, por doce convincentes razones. De madera de olivo la maza de Hércules, que tan pronto mataba leones sanguinarios de piel intratable (y otros seres que le resultaban engorrosos, fueran monstruos o familiares cercanos), como que, al clavarse en el suelo, florecía el olivo en una promesa de prosperidad y vida que, sospecho, al propio semidiós le resultaría sorprendente y extraña.

Ahora que he dejado de sentirme robusto e invencible como Hércules, admiro más el tiempo de los grandes aventureros, del que nos hablaba el Gran Antecesor. Hombres valientes y testarudos como tú, Juan. Me veo viajando con las aceitunas en grandes ánforas de barro, codo a codo en las bodegas de un mercante  griego o fenicio, soportando los ataques de las ratas, de los piratas, de las tempestades. Como un bebé, en esqueje, atravesando el Gran Mar en naos de descubridores, colonos o jesuitas. Como aceite ardiente que se derrama sobre los soldados asediantes de un castillo que jamás se rendirá, aunque sus habitantes hayan molido ya hasta huesos de aceituna para hacer una harina que no engaña el hambre. En el aceite de una antorcha que ilumina la senda oscura, desconocida, peligrosa,  a los exploradores, a los buscadores de tesoros, a las masas de desharrapados que inundan las calles gritando libertad, igualdad, fraternidad.

Ahora que me quedo sin futuro, repaso cada brizna de pasado. No he sentido la libertad, tal y como la entendéis vosotros, pero he visto muchas, muchas cosas. He vivido muchos años, cien veces más años que tú, Juan. No puedo quejarme, aunque esperaba algo más de mi naturaleza, sinceramente. Nadie quiere irse. Bueno, algunos de vosotros sí queréis. Tú no lo sabes, pero el padre del padre de tu abuela se ahorcó en la rama de un olivo que puedo ver desde aquí. Por este mismo camino por donde pasáis con vuestras camionetas llenas de aceitunas, bolsas de desbroce o  jóvenes endomingadas camino de la romería, he visto pasar bandoleros, tristezas de amor, traiciones de familia. Y dos guerras. Cochinillas, barrenillos y moscas tampoco dejaron de estar en guerra conmigo y con mis hermanos, siglo a siglo. He visto nevar en julio, y otro julio en el que los estorninos caían de los nidos abrasados por el calor. He visto riadas que se llevaban la tierra de tal manera que mis raíces quedaron a la intemperie, granizadas que llegaron a marcar mi corteza y una helada que duró semanas y durante la que creí haber muerto. Pero ya ves, sobreviví para ver durante muchos años más las nubes cambiantes y juguetonas sobre mi copa, los colores distintos del cielo en el alba y el atardecer de todos los días de las primaveras, los otoños, los inviernos y los veranos. ¡Oh, los veranos! El sol alimentando mis hojas (esa sensación que no comprenderás nunca, aunque amas el verano tanto como yo), las palabras de mis hermanos en el rumor del viento, los cantos de la curruca, el jilguero, el petirrojo. He visto correr a las liebres, y a los perros perseguirlas. He tenido topillos viviendo entre mis raíces,  lechuzas durmiendo en mis ramas, linces afilándose las uñas en mi corteza, ciervos comiendo mis frutos.

Siento que hay una fraternidad entre ellos y yo. Entre tú y yo, tan distintos. Algo conecta tu naturaleza de mamífero y mi naturaleza vegetal. Ahora que las bacterias pudren mis entrañas me vuelvo más blando… más humano tal vez. Un toque de melancolía me hace añorar lugares desconocidos para mí, donde los frutos de mis congéneres han cambiado el mundo de los vuestros: los mercados de Estambul, de Baeza, de Messina; las banquetes del Emperador y la unción de los Papas; las pócimas curativas de las  brujas venerables y de los sabios ermitaños. Un toque de ternura me hace sostener en una rama a punto de quebrarse a un cuco, ahuecar mi tronco para que reposes tu espalda cansada de cavar o tu cabeza agobiada de problemas; soportar sin dolor a los niños  que se esconden en mi corteza hueca para comerse su rebanada de pan con aceite, azúcar y secretos.

Ahora que siento esta debilidad nueva y que adivino cerca el final, he perdido el miedo, Juan. Te escucho  hablar cada día con tu gente de ese remedio para mi enfermedad que están estudiando los sabios. Os veo aplicando a la tierra que me circunda medicinas y abonos nuevos, luchando contra la plaga con desesperación y ahínco. En ocasiones, te quedas mirándome fijamente y suspiras, y un día, de pie frente a mí, con las dos manos apoyadas en mi tronco y la cabeza escondida entre los hombros, me mojaron tus lágrimas. Por todo eso, sé que ni los dioses ni los héroes que viven en cada aceitunero, y que nos hicieron habitantes de todo este planeta que llamáis Tierra, permitirán que nos extingamos. Desde hace miles de años somos uno con vosotros. Os alimentamos, os curamos, os bendecimos con nuestros dones y, a cambio, nos alimentáis, nos curáis, nos bendecís con vuestra devoción como a benefactores, amuletos o divinidades de andar por casa.

Sé que ni tus hermanos ni tú nos cuidáis ya por el beneficio (hace años que el olivar no os da para vivir), sino porque es algo que forma ya parte de vuestro ser. Mis hijos están en buenas manos, Juan: en las de tus hijos. La última rama por la que  corría mi sabia se ha convertido en un palo desierto y frío. Pero en mi madera se ha grabado ya la memoria de cuando me escalabas de niño, cuando besabas a Adela protegido en el secreto de mi sombra, cuando hombres y mujeres del pueblo trabajabais recogiendo las aceitunas que hacías caer de ellas, entre canciones, aire gélido del amanecer de otoño y tragos de vino.

De todas las costas de nuestro mar, viajando en el viento, me han hablado siempre millones de hojas de olivo, finas lanzas como lenguas verdes. Entre la conversación habitual, últimamente llegan demasiados lamentos. Pero siempre se alza sobre ellos la voz del Gran Antecesor, el olivo más viejo del mundo. Ninguno se atreve a llevarle la contraria. Él lo recuerda todo: las historias, las fábulas, los nombres; es nuestra memoria, nuestra biblioteca y nuestro archivo. Vive en el lugar donde comenzó vuestra Historia y la nuestra.  El conoció a los primeros hombres que araron la tierra, y a todas las generaciones que luego aprendieron a cuidarle y a adorar sus olivas. Y las sigue aún produciendo con un amor que solo puede igualar al vuestro. “Juntos nos convertimos en lo que somos. No somos ya los unos sin los otros”, dice en un idioma que ya no recordáis haber hablado.

Hasta siempre, Juan. Algo de ti muere conmigo, pero algo de mí continuará viviendo en ti.