227. La piel de la culebra

Chico López

 

Tenía doce años y tres meses cuando, con un solo gesto, hizo que todo se me fuese a la mierda.

 

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Acababa diciembre y estábamos en plena campaña. Un momento importante para mi familia, porque de cómo fuera la recolecta dependería la producción final del aceite y lo que lleváramos a la mesa muchos paisanos de la comarca. El año anterior no había ido demasiado bien y mi padre estaba más nervioso de lo habitual.

Me despertó rondando el alba con la sensibilidad de una lija, como era su costumbre. Me vestí deprisa, me lavé la cara y me peiné como pude. Le di un beso a mi madre y me despedí de mi hermana Julia, que me acercó la talega donde había puesto algo de pan y queso y salí en dirección a la espalda de mi padre y mis vecinos, que unos cientos de metros más adelante ya enfilaban el camino del olivar.

Despuntaba el sol cuando alcanzamos el cruce de la Jara. Nos desviamos hacia el camino de Pedrera que nos llevaba directos a las tierras de Genaro, colindantes con el trozo de los ‘Gaitán’, mi familia. Mi padre había heredado estas tierras hacía unos años, aunque las trabajaba desde niño junto a mi abuelo, junto a su hermano y ahora junto a mí, que seguía con la tradición familiar esforzándome en aprender cuanto antes el oficio.

A lo lejos vi a mi primo, a Santiago y a los demás, que ya entre las hiladas empezaban a coger los avíos y se dirigían a los olivos más cercanos.

Los saludé a nuestra manera, no sin recibir alguna broma de Matías, que no entendía de horas, ni de momentos y me dirigí a los últimos árboles con Francisco, el hijo de Luis Aguilar, el manijero.

Allí nos esperaba aquel impresionante olivo, que se retorcía de una forma imposible y daba hasta respeto peinarlo. Llevaba allí plantado casi ochenta y dos años, aguantando el sol más duro y el invierno más frío, pero también el rocío y las caricias de los Gaitán, que podían ser lija, pero también suaves como el algodón si de varear a un amigo se trataba. Decía mi abuelo que lo había plantado con su padre y que era el preferido de su hijo Ramón, mi tío, que falleció por culpa de una enfermedad con poco más de veinte años. Por lo visto los dos hermanos eran inseparables y mi padre aún no había superado su pérdida. Nunca se acerca a ese árbol, donde tanto jugaba con él. Solo alguna vez lo vi hacerlo y volvió con los ojos húmedos y el gesto cambiado.

Extendimos el fardo a su alrededor con el cuidado que se merecía y nos pusimos al lío. Le dábamos con buen tino, concentrados en no molestarlo y hacer de aquello un baile, más que un mero trámite del que no era merecedor aquel titán.

Al rato, a voces, llamaron a Francisco para ayudar a subir unos sacos al carro. Se quitó los guantes y con las manos desnudas y encalladas dejó la vara en el suelo. Echó a andar canturreando una canción que se me antojaba política y que me sonaba igual de bien que todas las que entonaba acompañando la faena.

Lo seguí con la vista sonriente, la misma que a medio camino se cruzó con la de un chico algo mayor que yo que vi alguna vez por el pueblo. Un forastero familia de Don Julio creo, que me miraba un poco raro —como decían que era él— desde su olivo unos metros más para atrás.

Seguí a lo mío, vareando y con la cancioncilla de Francisco en la cabeza. Estaba ya un poco cansado y aún con el frío metido en el cuerpo, así que me detuve un minuto para respirar. En ese momento sentí que alguien me llamaba por la espalda dándome unos toquecitos con los dedos en el hombro. Me giré encontrándomelo de frente, tan cerca que mi primera reacción fue la de asustarme. Justo iba a quejarme porque se me echara encima de esa forma, cuando aquel cabrón se acercó un poco más y lo hizo. Así, y se fue. Y no esperó a mi odio, solo echó a correr con lo que me había robado, hasta desaparecer por entre los árboles.

Me había dado un beso en la boca, allí mismo, a la vista de todos. Como si yo fuera una chica. Menos mal que nadie lo vio, por suerte divina supongo, porque si lo llega a ver mi padre me mata a palos con la vara.

Pasé una mala noche. Muy mala. No la olvidaré.

Recuerdo que apenas dormí. Estaba enfadado, mucho, por lo que me había hecho ese malnacido. Si alguien se hubiese dado cuenta habría sido el cachondeo de todos; de mi primo Ignacio, del ‘Negro’, de Santiago y de todo el pueblo. Hasta las niñas se hubiesen reído de mí.

— El flacucho este, el amanerado, sí, el sobrino maricón del médico, ha besado al hijo de Eduardo— diría el más pintado entre risas y vasos de coñac en cualquier bar de los de la plaza.

Lo odiaba.

No veía el momento de que cantara el gallo de nuevo para volver al olivar.

Lo busqué con la vista nada más llegar. Aún me pregunto cómo se atrevió a aparecer, pero allí estaba, agachado recogiendo del manto como a diez olivos de mí. Fui por la espalda asegurándome de que nadie me viera, lo llamé con los dedos en el hombro, como hizo él el día anterior, y cuando se dio la vuelta le di un enorme puñetazo en la boca —entrenado en mi cabeza durante al menos cuatro horas, las mismas que le había restado al sueño—,  y luego otro y otro más y ya en el suelo le di una patada con todas mis fuerzas en el estómago. Yo apretaba los dientes y los puños, rabioso, esperando que se levantase. Cuando se puso de pie vi que le había roto el labio, le sangraba, pero sonreía valiente, orgulloso y no hizo nada, solo mirarme cuestionando toda mi existencia. Me acerqué bruscamente, lo quería matar, destrozarlo, eliminarlo para siempre, pero no pude. Algún mecanismo del demonio hizo que de mi alma, rota como su labio, naciera otro sentimiento que no conocía, un impulso puro que me obligó a abrazarlo y a llorar desconsolado en su hombro. Mientras él, sonreía, con la sonrisa más triste del universo, con una extraña mueca, la mirada en el infinito y los brazos estirados y pegados al cuerpo, como inerte. Lloró también él, mezclando en su rostro mis lágrimas con las suyas. Fueron unos segundos. Abrazados. Solos. Solo unos segundos. Y me fui.

Ya no lo volví a ver, por lo visto se había vuelto a Granada, lo supe después por mi hermana que lo hablaba con la vecina. Terminó la campaña y todo volvió a su cauce. O eso pensaba yo. Pero no, ya nunca nada volvió a ser igual.

Pasaron ocho años, con todos sus meses y todos sus días, y yo no me encontraba. Intentaba no buscarme porque temía descubrirme en un lugar que no fuera el “correcto”. Así que aplasté mis dudas infantiles y tiré para adelante.

Conforme yo y todos lo que decían quererme, me encajé en el doce de marzo. Recordaré siempre ese día, como el otro. Mi padre entraba en la almazara charlando y bromeando con un hombre que, como a cámara lenta subía la cabeza, sonrisa en rostro, hasta conectar sus ojos con los míos y mandarlo todo, de nuevo, a la mierda.

Julio estaba allí. Pisando el mismo suelo. Pisando la coraza que me había construido. Dándome la mano, cuando yo me hubiese abalanzado a abrazarlo o a devolverle el beso, dejando mi disfraz en el suelo, como la piel que deja la culebra tras bajar del olivo y que ya nunca más volverá a usar.
No había lágrimas, aunque recordé las que mojaron a menudo mi almohada, mis botas en el campo y nuestras mejillas aquel día, en esos segundos, solos, abrazados.

A Eduardo, mi padre, le recomendaron etiquetar las botellas, que hasta ese día habían sido “solo” vidrio, corcho y aceite. Para vender fuera, en Jaén de momento y ya se vería después. Tenía claro el nombre de la marca, ‘Gaitán’. Solo le quedaba hacer las etiquetas para las botellas y algún sello para las cajas. Le dieron el número del chaval que se las hacía a Sebastián, el de Antonina, el de los quesos. Y resulta que era él, el amanerado, el sobrino maricón del médico. Para mí, Julio, el que me besó en el olivar.

Y volvió él y volví yo, ocho años después de intentar con toda mi alma “ser normal”.

 

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Aún le pregunto algunas mañanas, cuando desayunamos al sol de invierno en nuestro piso de Granada, si vino a rescatarme o a etiquetar botellas de aceite.

Nunca me contesta, ni quiero.

Los dos reímos, perdonados, y como cada fin de año brindamos con el aceite de Eduardo, el padre que no tuvo nada que decir, ni con la boca, ni con la vara, y que, si quiere quererme, y lo hace, es junto a Julio, el chico que me salvó de vivir todos mis días sin ser, irremediablemente YO.