225. Los magos del dedal

Du Toit

 

“Si te sigues portando así, tu vida terminará cabiendo en un dedal”. Tenía seis años y no entendí, en absoluto, las palabras de la abuela. No parecía ser bueno porque me estaba regañando. Mirándola, le pregunté qué era un dedal. Sonriendo, sacó del costurero un pequeño vaso de metal y me lo ofreció para jugar.

Salí fuera de la casa. Me senté debajo de un olivo. Llamaron mi atención los frutos negros y brillantes que pendían del árbol.  Cogí uno y traté de  meterlo en mi nuevo juguete. La aceituna quedó incrustada. No pude sacarla sin que se rompiera. Mis dedos se llenaron de una sustancia morada, de la que descubrí su terrible sabor al intentar limpiar con la lengua. Pasé el resto de la tarde haciendo probaturas con el pequeño recipiente y aquel brebaje púrpura.

Al entrar en casa, la abuela volvió a regañarme. Debió ser por los rodales cárdenos adquiridos por mi blusa. Le hablé sobre la nula utilidad que encontraba en cultivar fruta tan poco apetitosa. Ella me escuchaba atenta mientras cortaba una porción de pan y la ponía a calentar. Sacó una botella con un jarabe color cetrino y vertió una pequeña cantidad sobre la rebanada. Me la puso delante asegurando que aquello era el mismo jugo del dedal, eso sí, sabiamente tratado.

Recuerdo aquel sabor. Desde mi interior, joven y en construcción, solo pude entender aquella radical transformación como un acto de magia, y fue tan especial e inspirador, que hizo nacer un hilo de admiración hacia todos los artífices de aquel líquido verde. Pasado el tiempo, y con la infancia ya perdida, siguen siendo  para mí, “los magos del dedal”, de vidas tan grandes y llenas de sentido, que jamás podrían caber en un utensilio semejante.