224. Tía Raquel

Ángel Alexander Freites Borges

 

Cuando la tía Raquel llegaba a casa, todos corríamos a la cocina para esconder el aceite de oliva. Algunas veces, eran visitas sorpresivas, así que, mientras mi madre la distraía en la sala, nos hacía señas con la cabeza y con una mano para que nosotros hiciéramos la tarea. Nuestros amigos nos preguntaban por qué actuábamos de esa manera tan extraña, y la respuesta era unísona y clara: ¡Porque ella siempre se lo lleva! Era totalmente cierto; a la tía Raquel le encantaba el aceite de oliva. Lo usaba casi en cada comida que preparaba; incluso, lo tomaba en ayunas, pues aseguraba que era lo único que mantenía a raya su presión arterial, su diabetes y sus problemas del corazón. Si mi madre le recordaba que ella no sufría de problemas cardíacos, simplemente sonreía y respondía convencida: “Mejor prevenir que lamentar”.

Hace pocos días, me dieron la triste noticia sobre la muerte de la tía, justo un mes después de que cumpliera noventa años. A modo de homenaje, la velamos con las luces de la casa apagadas, solo dejamos una lámpara de aceite de oliva prendida al lado del féretro.

Al observarla por última vez, juraría que tenía dibujada una media sonrisa y pensé que quizás era el místico efecto de la luz de la lámpara en su rostro sereno.