221. El olivo seco

La chica de ayer

                                                  

Si el olivo se seca ya no florece era la canción de la abuela, y el olivo se ha secado. Le quedan algunas hojitas ennegrecidas que, al tocarlas, se desprenden de la rama y descienden con un leve chasquido que recuerda a nieve recién pisada. Papá lo roza apenas con la yema de los dedos, como quien cierra los párpados a un difunto amado. Miro sus dedos, ágiles y sensibles, y los recuerdo sobre las cuerdas de la vieja bandurria, re sol re sol la, al olivo al olivo al olivo subí… y pienso en la abuela, pequeña, regordeta, con la piel tostada por este sol andaluz que nos maltrata más cada verano y los ojos negros, vivos, siempre dispuestos a la risa y a la ternura. Ojalá no lo sepa nunca, ojalá jamás vea el olivo seco, su olivo, el que sembraron juntos cuando papá cumplió tres años, el hijo cuarto, el primero que les sobrevivía a la deshidratación de los primeros dientes.

-Por aquel entonces los médicos nos decían: con la diarrea, que no beba agua. Y los angelitos se morían con la lengüita agrietada y los labios resquebrajados, resequitos de sed como la tierra en agosto.  Tres niños como tres soles, mi María con aquellos hoyuelos que se le formaban en los mofletes al reír, era para comérsela, y mis Antonios, que el mayor se me quedó en los brazos mientras el otro me daba la primera patadita en la barriga, y me lo juré, se llamará Antonio también, quiero un Antonio en mi casa, como mi padre y mi hermano el de Alemania, este no se me va a morir, lo juro, pero se me murió porque parece que a Dios le gusta darnos en la boca cuando estamos demasiado seguros de algo, que por eso el refranero es sabio y se dice lo de que el hombre propone y Dios dispone y anda que se va a equivocar el refranero…

Algunas veces yo la contradecía ahí, pues mira, abuela, hay un refrán que dice que al que madruga Dios le ayuda y otro que lo contradice, no por mucho madrugar amanece más temprano, elige el que te guste más, y ella me contestaba con una risita y me respondía y quién te dice a ti que se contradigan esos refranes, enteradilla, lo que quieren decir es que mientras más pronto empieces a hacer lo que debes, antes conseguirás lo que te propongas, pero no esperes los frutos demasiado pronto. Que viene a decir eso de a Dios rogando y con el mazo dando, ayúdate y te ayudarán.

A la abuela sí que era difícil llevarle la contraria, siempre tenía salida para todo, y una salida inteligente, que te dejaba pensando. Si hubiera sabido leer…, decía papá, hasta que ella se cansó de oírlo, se apuntó al Centro de Adultos y aprendió a leer, a escribir y hasta a hacer poesía, una poesía sencilla pero profunda, que nos recitaba en las frías tardes de invierno, alrededor de la mesa camilla, mientras sus manos no paraban tejiendo jerséis y pasamontañas para todos.

-No era más que una posturita –comentaba cuando nos señalaba el olivo desde la ventana-. Como tu padre, una cosita pequeña y graciosa que ya prometía el troncón sólido que llegaría a ser. Chiquito pero fecundo, cargadito de aceitunas que venía cada año, se veía ya desde que echaba la trama en primavera.  ¡Y daba el mejor aceite de la almazara! Eso se nota en el picor que dejaba en la garganta y en ese puntito de amargor, justito, esa delicia de oro líquido.

En la familia todos hemos ido a coger aceitunas, es algo enraizado en nuestros genes, como los ojos negros y el oído musical. ¡Pero qué distinto es coger tu propia aceituna, a tu ritmo, con la vareadora y los fardos, que antes, cuando todo era manual y la aceituna caía sobre la tierra y quedaba medio enterrada!

-Eran tiempos duros –rememoraba la abuela, pero su voz se dulcificaba al evocarlos y una sonrisa nostálgica le bailoteaba en los labios-. El frío de las mañanas nos calaba hasta el hueso, pero hacíamos un candelón y allá nos arrimábamos hasta que la sangre empezaba a bullir. Más de cincuenta años he conocido yo en el tajo, que se dice pronto. En los primeros nos repartíamos el hambre, había apenas para un joyo con aceite y tomate, o con azúcar los más golosos, y si podías asar un cacho de morcilla o tocino, eras feliz. Anda que no entra bien eso cuando estás jartica de doblar el espinazo y no te sientes ni los dedos pese a los cascabitos que nos poníamos cuando el frío arreciaba en esas mañanas de enero heladero, aunque luego, si levantaba la niebla y salía el sol, te iba sobrando todo y acababas remangándote. Y los piques entre las parejas, me acuerdo yo y mi hermana Rosario que no había quien nos echara la pata, vinieron dos nuevas que presumían de que a ellas no les ganaba nadie y no tuvimos ni que hablar, nos miramos la Rosario y yo, y yo no sé de dónde sacamos fuerza porque mira que rápidas ya éramos, pero aquel día echábamos hasta los bofes, y vaya que si les ganamos, por poco pero anda que no. Que se quedó gente allí esperando que nos pesaran pa ver qué pasaba, y mi hermana rezando por lo bajini ahora me río, pero aquello tuvo más emoción que las carreras esas de moto que ve tu padre los domingos en la tele.

Seco el olivo y las hojas crujientes como si les hubieran metido fuego por dentro. Las heladas del pasado invierno fueron inclementes, y yo no estaba aquí para cubrir la tierra con paja, como me enseñó la abuela, que lo hacía también con la buganvilla y algunas otras plantas. En el campo se ayudan unos a otros, decía la abuela, se caldean con la compañía, como los niños, pero aquí tan solito se me puede dañar, Dios no lo quiera, que ahora que no puedo ir al tajo ya con estas piernas, verlo me devuelve la juventud. Si yo te contara, hija…

Y se le ponían los ojos lejanos, ensoñadores… Alguna vez, cuando ya la maldita desmemoria le cercenó el exceso de pudor, me contaba aquel primer beso que el abuelo le robó detrás de un olivo, una tarde casi al dar de mano. ¡Se le subían los colores todavía al recordarlo!

-Me cogió la mano, tiró y yo casi me caí sobre él –evocó- y entonces el muy sinvergüenza aprovechó para besarme, un beso rápido, apenas rozarnos pero vaya puntería que tuvo el tío, en toda la boca me lo plantó, y yo que tenía quince años y no me había retirado nunca de la vera de mi madre y mis hermanas, yo me quedé traspuestita, vamos, que no pude ni cerrar la boca, me quedé allí como una pava yo no sé qué cara pondría, y él se fue corriendo pero también más colorado que un tomate, que eso lo vi bien, y al día siguiente cada vez que yo miraba para él, él retiraba los ojos de mí y así me fue, que cogí la mitad de aceituna que otros días y mi Rosario me puso morros todo el camino de vuelta y ni me dirigió la palabra a la noche en casa, mientras ayudábamos a la madre a preparar todo para el día siguiente… Porque cuando las mujeres llegábamos del tajo no podíamos hacer como los hombres, que se iban a por tabaco y se quedaban en el bar hasta la hora de cenar. Nosotras teníamos que barrer y fregar, y las mochilas para el almuerzo, la cena, los niños… No descansabas hasta que te metías en la cama, y eso que el hombre no tuviera ganas de fiesta, que algunos eran más brutos que un arado y todas las noches querían el débito conyugal, se quejaban de eso algunas mujeres por la mañana alrededor de la candela, se suponía que las solteras no debíamos oír aquellas cosas pero claro que las oíamos y opinábamos entre nosotras, mi Rosario y yo decíamos que no nos íbamos a casar nunca porque para encima ser criadas de un marido ya teníamos bastante con padre y los hermanos en casa y el manijero y el amo en el cortijo. ¡Pobres inocentes! Quince años tenía yo cuando me besó tu abuelo y ahí se nos acabaron los planes de vivir juntas y solas toda la vida. Mi Rosario aguantó más, pero al final también ella cayó, se enamoró del Sebastián y bebía los vientos por él y el muy imbécil no le hacía ni caso, todo el tiempo detrás de las más casquivanas, ese solo quería lo fácil. Y luego se resignó mi hermana y se casó por fin con el Joselito, que la quería de siempre y bien felices que fueron menos cuando él sacaba el genio, que se le ponían las cuerdas del cuello tirantes que daba miedo, pero perro que ladra no muerde, hija, que he conocido yo cá cabestro… Fíjate, me acuerdo del Bienpeinao, uno de la Fuensantilla, que hacía que su mujer viniera tós los días al tajo, con un niño de pecho en brazos y otro agarrao a su falda, a traerle la comida recién hecha y luego dejaba a los niños bajo un olivo y a echar la tarde con él, que siempre iba al destajo por eso, y luego rara era la noche que no hacía el camino entre empujones, que todos mirábamos para otro lado por vergüenza ajena, por no mirarla a los ojos porque no podíamos hacer nada, quién se iba a meter en cosas de matrimonio, eso nunca, y a mí me daban unas ganas de llorar cuando la veía con la mirada baja que hasta fue echando chepa de tanto inclinarse la pobre mujer, y un crío que le nacía cada año, doce llegaron a juntar, todos machos, con razón la pobrecita mía se dio a la bebida, yo no la culpo por eso ni nadie que tenga conciencia de Dios puede culparla, y la bebida la mató porque no era fuerte y comía poco, que a veces él le vaciaba el plato para repartírselo a los hijos, y cualquiera le decía que no, le tenían miedo todos en la casa, hasta que los hijos fueron bien grandes y se aliaron para decirle que, como volviera a tocar a la madre, lo mataban, pero cuando eso llegó ya estaba ella tocada y no duró un año, una cosa mala en el hígado se la llevó.

Yo era la única que escuchaba esas historias de la abuela. Mis hermanos se iban levantando uno por uno y saliendo con expresión de aburrimiento. Mi padre le decía “ya has contado eso cien veces, mamá”, y mi madre se quitaba de en medio con alguna excusa de cosas que hacer. En cambio, yo la escuchaba y le pedía que me repitiera esta o aquella anécdota, y después se las he repetido yo a mi alumnado y he observado las reacciones, no tan diferentes entre chicos y chicas porque cuando algo clama al cielo no hay muchas formas de verlo y solo es ciego quien no quiere ver.

La abuela también nos hablaba de la botijuela cuando se remataba la temporada, y de cuando le echaban el pañuelo al amo para que pagara la fiesta.

-A mi Rosario la cogieron un año, y otro a mí –contaba-. Siempre cogían a una chica que fuera guapa y salada, no lo digo por mí, pero yo a los quince años tenía un pelo larguísimo que llamaba la atención, porque luego de cara nunca he sido una belleza pero el pelo y el pecho, que también tenía mucho, que tu abuelo… -ahí callaba y se mordía los labios, enrojeciendo-. Bueno, pero había que ser graciosa también, la guapura solo no bastaba, porque le echabas el pañuelo e ibas diciendo “Preso está mi amo, ¿quién lo fía?” y ya el hombre soltaba “mi cartera”, y eso era que habría fiesta, menuda organizábamos, y nunca faltaban los que tocaban la bandurria, la guitarra, la armónica, el cajón… Y a bailar, a cantar, a comer… Los hombres a beber, nosotras un poquito de aguardiente y a lo mejor una copita de vino, más no que el alcohol es muy traidor y ya sabemos que el hombre es fuego, la mujer estopa y cuando el diablo sopla… Mejor guardarse antes de perderse que llorar sobre la leche derramada, hija mía, tú ten eso en cuenta.

Y ahora el olivo está seco y yo lo rodeo con ganas de llorar, ni una ramita, ni una, con las aceitunas verdeando todavía para llevársela a la abuela y que las acaricie con sus manos sarmentosas y las riegue con una lágrima de reconocimiento y añoranza. Papá me echa el brazo por los hombros y en la pechera de su camisa me seco la cara húmeda y salada.

 

Han pasado dos inviernos. Ya nadie poda el jazmín, cuyas ramas van entrelazándose con las de la buganvilla. El suelo está tapizado por un manto amarillo que cruje cuando lo piso. La llave chirría en la cerradura, necesita aceite, una llave que no se usa acaba agarrotándose, como los corazones. Con un nudo en la garganta, abro los postigos para que el sol acaricie las superficies cubiertas de polvo. Danzan en los rayos que entran, oblicuos, por la ventana, motitas de recuerdos viejos ya, encerrados en la casa vacía en la que solo bullen las polillas. Sacudo, barro, friego, ventilo cada habitación y el nudo de mi garganta me va apretando más y más, hasta casi asfixiarme. Desde el antiguo retrato, ella sentada con un monedero grande en la mano y él de pie detrás, los abuelos me contemplan, serios, expectantes, aunque, a veces, al mirarlos de reojo, me parece descubrir en los ojos de la abuela aquella chispita de alegría de vivir que siempre brilló en ellos. En esos momentos, el nudo de mi garganta se afloja y consigo respirar hondo.

Echo un poco de ambientador, aunque sé que para cuando vuelva, dentro de varios meses, de nuevo reinará el polvo y el olor a casa que ya no es hogar, sin calor, sin vida. Del jazmín desbocado han caído unas cuantas florecillas blancas, fragantes, que bailan sobre el olivo seco, floreciéndolo. Me acerco a él. Cuando murió la abuela, sembré un rosal amarillo al pie del olivo y allí, sobre la tierra que tanto amaba y entre sus plantas queridas, esparcí sus cenizas. La tierra a la tierra, como ella quería.

Ahora, inclinándome un poco, descubro un resplandor dorado casi a ras del suelo. El rosal ha empezado a florecer. Me agacho para ver la primera rosa y entonces lo descubro: una ramita tierna, de un verde brillante, surge del tronco “carcomido y polvoriento”.

El olivo había muerto, abuela. Pero el olivo, abonado con tu cuerpo, con tu alma, abuela, resucita hacia la luz, como el viejo olmo de Machado.

Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

Y tal vez un día, cuando pasen los años, mis hijos también comerán un joyo de los que tú me enseñaste a hacer, con aceite de tu olivo y pan partido con las manos, abuela, como Cristo nos enseñó.