220. Un escape por el olivar

Victoria Amelia Fontenla Page

 

—¡Rafa, apúrate, que ya nos deben estar buscando!

—Todavía es de noche, tengo sueño —dije y recordé que nuestros padres habían muerto. La asistencia social ya nos había advertido que no podíamos vivir solos y la policía ya había venido a buscarnos dos veces.

—¿Agarraste la sal?

No sabía por qué mi hermana estaba emperrada en llevarse la sal, decía que no se conseguía

—Emmm —murmuré.

—¡Rafa!

—Sí, ya voy.

Toc, toc, toc. Se oyó. Alguien estaba tras la puerta. A esa hora no podían ser otros que los policías.

—¡Pili! ¿Qué hacemos?

—¡A la terraza! ¡Rápido!

TOK, TOK, TOK. Esta vez los golpes sonaron mucho más fuerte. Subimos a la terraza y nos descolgamos por una reja que daba al patio trasero. Cuando salimos a la calle, corrimos lo más rápido posible, intentando poner distancia con nuestros perseguidores. Atravesamos Olivenza, nuestro pueblo, a toda velocidad. Luego teníamos unas quince o veinte cuadras hasta el olivar. Ya veíamos los árboles cuando paramos a recuperar el aire.

—Pili.

—¿Qué?

—¿Cuánto falta?

—Calculo que unas ocho o diez cuadras.

—Pili.

—¿Qué?

—Tengo sed.

—Toma —Pili me dio una botella de agua— Bebe.

Cuando estábamos a punto de entrar al olivar oímos un grito. Nos dimos vuelta y vimos que era un policía. No podía ser: nos había alcanzado. Pili estaba enojada y yo muy preocupado.

—Si no nos hubiéramos parado —dijo Pili.

—Si no me hubieras dado charla —dije.

—¿Es en serio?

—¡Quédense quietos! —gritó el policía

—¡Corre, al olivar! —dijo Pili.

—¡Alto!

Entonces vi a un segundo policía viniendo desde otra dirección.

—¡Separémonos! —gritó Pili.

Entramos al olivar y corrimos en direcciones distintas. Cuando no pude más me escondí debajo de unos árboles caídos y, desde allí, intenté ver hacia dónde iba Pili. No la veía por ningún lado, pero sí veía a los policías. Por suerte, ninguno de los dos venía hacia mí. Los escuchaba hablar entre ellos.

Un rato después, vi que los policías salían del olivar. Quizás habrían pensado que era mejor táctica quedarse afuera a esperar que nosotros saliéramos. Salí de mi escondite. Tenía que encontrar a Pili.

—¡Pili! —llamé.

—¡Aquí! —la oía cerca, pero no podía verla—. ¡Aquí estoy!

Fui siguiendo su voz hasta que llegué a un punto donde parecía que Pili estuviera enfrente de mí, pero lo que había adelante era nada más que un simple… pozo. Pili se había caído en un pozo.

Miré hacia abajo.

—¿Puedes salir hermana?

—No, estoy atorada con una piedra. Cuando me caí, parte del pozo se derrumbó y me cayó tierra y piedras encima.

Estaba oscuro y no veía a mi hermana ni tampoco cuán profundo era el pozo. No me atrevía a pisar cerca porque los bordes estaban desmoronados, y temía pisar que más tierra cayera encima de Pili.

—Tráeme una rama para hacer palanca —me dijo ella.

Busqué una rama larga y la bajé al pozo con cuidado.

—No me sirve —dijo Pili—. Es muy blanda. Tráeme una más gruesa y corta.

Ya era de noche por completo y anduve entre los árboles tanteando. No podía tronchar ramas más gruesas. Después de recorrer la zona durante un rato encontré un tronco en el suelo y se lo llevé a mi hermana.

—¡Sí! —gritó Pili—. Pude mover la piedra —y empezó a trepar por el borde del pozo. Yo la oía pero no la veía. Me agaché al lado del pozo y estiré el brazo hasta que sentí que unos dedos tocando los míos, entonces cerré la mano y tiré. Pili salió de golpe del pozo y ambos caímos hacia atrás.

La idea era atravesar el olivar en dirección al río pero no se veía nada. Solo un leve resplandor hacia donde estaba el pueblo.

—Tendremos que esperar hasta que amanezca —dije.

Nos sentamos y bebimos agua, entonces se empezó a percibir un leve resplandor. Al principio no sabíamos de dónde venía, pero después nos dimos cuenta de que era la luna que estaba saliendo. Eso nos permitió reemprender la marcha. Además, la posición de la luna, saliendo por el este, nos dejaba saber en qué dirección caminábamos.

Después unas dos horas de marcha, nos encontramos ante un claro en donde había una pequeña casa. No se veían luces, pero salía humo por la chimenea. Decidimos esquivar la casa y continuar. Los perros empezaron a ladrar. Apuramos el paso y nos alejamos.

—¡Quietos! —oímos.

Cuando nos dimos vuelta, vimos a un hombre apuntándonos con una escopeta

—¿¡A dónde vais vosotros!?

—A la casa de nuestra tía que está cruzando el rio —dijo Pili.

—¿Qué río?

—El río grande, ese que separa España de Portugal.

—¿A esta hora pensáis cruzar la frontera?

—No. Mañana por la mañana.

—¿Y cuántos años tenéis?

—El diez y yo doce.

—¿No sabéis que los menores de edad no pueden cruzar la frontera solos?

—Claro que lo sabemos, pero no pensamos cruzar por el puente. Vamos a cruzar el río por otro lado.

—Vosotros estáis locos. El río es muy ancho y tiene correntada. Sólo se puede cruzar por el puente.

El hombre bajo la escopeta, nos miro fijamente y nos dijo:

—Yo soy Pedro Gómez.

—Él se llama Rafael y yo Pilar.

—Bueno, ya que no vais a cruzar el río hoy, por qué no os quedáis a dormir en mi casa y seguís por la mañana.

Mire a Pili y ella me miró a mí. No necesitábamos hablarnos para saber lo que pensábamos. El hombre podía estar engañándonos y entregarnos a la policía, pero de noche, y sin siquiera saber bien a dónde íbamos, aceptar su invitación podía ser la mejor opción. Asentí.

—De acuerdo —dijo Pili—, nos quedamos.

Seguimos al hombre hasta su casa. Cuando entramos al salón, vimos a una mujer sentada a la mesa, a la luz de un pequeño farol.

—Encontré estos niños, vagando entre los olivos. Los traje aquí antes de que se los coman los lobos.

—Ya no hay lobos por aquí —dijo la mujer y levantó el farol. Lo apuntó a nuestras caras para vernos mejor—. Igual es peligroso andar de noche por ahí. Mejor que se queden. Me imagino que tendréis hambre.

Pili y yo nos miramos de nuevo y sonreímos. Claro que teníamos hambre.

—Ya veo —dijo la mujer—. Se levantó de la silla y encendió el fuego de la cocina. Sobre la hornilla había una olla que empezó a desprender un olor delicioso.

Nos sirvió dos platos de cocido que devoramos de inmediato. Mientras comíamos apareció un niño por una puerta.

—Ramiro —dijo la mujer—, ¿no estabas tú durmiendo?

—Me desperté con la conversación. ¿Quiénes son ellos?

—Están de viaje y pasarán la noche aquí.

—¿A dónde van?

—Dicen que van a cruzar el Guadiana mañana.

—¿Solos? —preguntó la mujer.

—Papá —dijo el niño—. Tendrás que llevarlos por el puente viejo.

En ese momento, la mujer vio el frasco donde llevábamos la sal.

—¡Cuánto tiempo hace que no tenemos sal por aquí! —dijo.

—Casi desde que empezó la guerra —comentó Ramiro.

—Les voy a hacer una propuesta —dijo la mujer—. Ponemos unas aceitunas nuestras a salar en ese frasco, así tendréis para comer mañana durante el viaje. A cambio, vosotros, me dejáis un poco de vuestra sal.

Nos acostamos a dormir en el salón sobre unas mantas que nos trajo la señora.

Me desperté con los primeros rayos del sol que entraban por la ventana. Pili tardó un poco más en despertarse. La mamá de Ramiro empezó a prepararnos el desayuno. Cuando ya estábamos todos sentados a la mesa, alguien tocó la puerta.

Pedro se levantó y corrió la cortina de la ventana para ver quién era. Se dio vuelta preocupado.

—Son dos policías —dijo—. Yo los entretendré mientras vosotros salís por la puerta de atrás. Ramiro, acompáñalos hasta el río.

Tomamos nuestra botella de agua y el frasco con las aceitunas y seguimos a Ramiro. Él nos guio entre los olivos, dando un rodeo para evitar que los policías que estaban en la puerta de la casa nos vieran. Sin embargo, uno de ellos logró vernos y dio la voz de alarma.

Los tres empezamos a correr lo más rápido que podíamos. Escuchábamos las voces de los policías que se gritaban entre ellos. El terreno tenía un leve declive hacia abajo y estaba lleno de raíces, por lo que había que tener mucho cuidado de no tropezarse.

De pronto, el olivar terminó y salimos a campo abierto. Ya no teníamos donde escondernos. Delante nuestro estaba el Guadiana. Hacia la izquierda estaba el puente de la carretera, donde se veían los puestos de las aduanas, uno en cada extremo. Y un poco hacia la derecha había otro puente más antiguo. Ramiro apuntó hacia allí.

No pude evitar la tentación de darme vuelta para ver donde estaban los policías. Me los encontré mucho más cerca de lo que esperaba. Por suerte, justo en ese momento, uno de ellos tropezó y cayó rodando, dando varias vueltas. Volví a mirar hacia delante, la pendiente era mayor y nos faltaba poco para llegar al puente.

Me llamó la atención que la parte de arriba del puente estuviera llena de arbustos, como si por allí no pasara nadie. Corrimos esquivando esas plantas y entonces Ramiro se detuvo. Cuando llegué junto a él, me llevé un gran susto. El puente estaba roto y había no menos de cincuenta metros de distancia hasta la parte del puente que quedaba en pié en la orilla portuguesa.

—¡¿Qué hacemos?! —gritó Pili.

—Tenemos que bajar por aquí —dijo Ramiro, señalando uno de los laterales del puente.

Fuimos bajando por uno de los soportales que servían para proteger el puente de las correntadas hasta llegar al nivel del agua.

—Hay piedras debajo del río —dijo Ramiro—. Tienen que seguirme y pisar justo en el mismo lugar en donde pise yo. Así, podremos cruzar haciendo pie hasta la otra orilla.

Ramiro se metió en el agua y nosotros lo seguimos. Cada vez se hacía más profundo, hasta que el agua nos llegó al pecho. Era difícil mantenerse sobre las piedras porque la corriente empujaba hacia la izquierda. Pili estuvo a punto de caerse y la sostuve agarrándola de la camisa a último momento. Cuando llegamos a la otra orilla, nos dimos para ver qué hacían los policías. Uno de ellos había llegado al borde roto del puente y nos miraba. Entonces se lanzó al agua, con tal mala suerte que golpeó contra unas piedras. Quedó allí tirado. Esperamos un rato a que se moviera, pero eso no sucedió, y continuamos nuestro camino.

Un rato más tarde nos despedimos de Ramiro y le agradecimos que nos hubiera acompañado. Abrimos el frasco de las aceitunas y fuimos comiéndolas camino de la casa de nuestros tíos, que vivían en el pueblo de Elvas. Ellos se pusieron muy contentos al vernos llegar, y luego muy tristes al saber que nuestros padres habían muerto. Así fue la época de la guerra. Mucha tristeza, y unos pocos momentos de alegría cuando te encontrabas con la gente que, como nosotros, aún sobrevivía.