
22. El Mágico Camino del Olivar
Hacía frío esa mañana, a pesar de que la noche anterior había temblado. Todos decían que cuando hacía calor, y las iguanas no salían a calentarse, era porque iba a temblar la tierra. Y así fue. El temblor fue duro, largo y asustador, como siempre.
Empezó cuando estábamos cenando. Yo sentí que el pan y la mantequilla se mezclaban en mi estómago como cuando la feria llegó al pueblo y la montaña rusa me hizo su presa. Las pinturas de mi padre y las lámparas del techo parecían bailar al son de tambores en el río crecido. Todo era un caos. Mi abuela seguía durmiendo en su mecedora y a sus noventa años, apenas se sentía arrullada por el remezón, sin notar lo que pasaba.
¡Corramos! Dijo mi papá. Y en esa estampida hacia la puerta, en medio de la penumbra y del vaivén, todos escuchamos el fuerte ruido de la botella estrellándose contra el piso.
Salimos todos a la calle, era toda una polvareda, los caballos relinchaban y todos corrían mientras los postes de la luz parecían abrazarse unos a otros. La cantina de masato de Misia María se había volteado y todo era un río de maíz fermentado. Goyo soltó la carretilla y los tamales se desparramaron por el suelo. Todos corrían, menos yo.
Estaba ahí, de pie, tratando de conservar el equilibrio y pensando en la botella de mi padre.
Cuando entramos de nuevo a la casa, todo era un caos, excepto la abuela, quien permanecía dormida en su silla. Estábamos todos bien, vivos, sanos, sin ningún rasguño y sin embargo, mi padre exclamó: “Esta es la peor tragedia de mi vida”.
Aquella misma noche mi padre decidió dejar de ir a trabajar y entonces, el telégrafo se paralizó: el único telegrafista del pueblo había decidido sentarse en la mecedora de mi abuela en la puerta de la casa repitiendo una y otra vez: “Esta fue la peor tragedia de mi vida”.
Mi bisabuelo había venido de España por allá en los años de 1800… y algo. Era un gran hombre y, según dicen, vino huyendo de la guerra. Llegó al pueblo con los bolsillos vacíos, pero con un gran tesoro en su baúl.
Fue la primera vez que el pueblo conoció aquel maravilloso manjar del olivar.
Mi padre decía que su padre, mi abuelo, lo llamaba “el gran oro español”, y mi padre lo rebautizó como “El gran elixir español”.
Fui bautizado con el nombre de Elixir Olivo I a los tres días de nacido, ungido por el Padre Carmelo, en mi frente, como a todos, pero no con agua bendita. Fui ungido y bendecido con aceite de oliva español. Mi padre dijo que esta sería la única manera de tener una vida bendecida por la abundancia y la salud, una esposa digna y unos hijos amorosos.
Para mi familia, el aceite de oliva era no solo el elixir de la larga vida, sino también el camino sin obstáculos a la eternidad.
Cuentan en el pueblo que mi bisabuelo murió a los 200 años, después de consumir mil galones de este aceite, que mi abuelo vivió 180 años y mi padre, a sus 93, esperaba por lo menos igualarlo.
Los barcos de España zarpaban cada mes, con destinos a veces inciertos. Podían tardar mucho más, más que todos los temblores juntos, en tocar las costas colombianas.
Aquel temblor, aquella noche, fue el comienzo de la tragedia para mi padre. Se había roto la última botella de aceite de oliva y mientras no llegara el nuevo cargamento desde España, mi padre no se levantaría de su mecedora, en la puerta de nuestra casa.
Vino el padre Fermín, su tocayo, a rogarle que entrara en la casa, que podía esperar incluso en cualquier lugar, que tan pronto llegara el cargamento de aceite de oliva español, cualquiera de los 450 habitantes del pueblo se lo harían saber. Vino también la monja del convento de Ocaña, confesora de mi padre, vinieron tres alcaldes, pero nada de esto funcionó.
Mi madre, una indígena hermosa, la octava hija del cacique Tomé, le hacía baños y rezos. No sirvió el ungüento de pimentones trasnochados al baño de la luna, ni el baño de Ruda, ni los bebedizos de plumas del pájaro Macuá. Nada ni nadie le hicieron desistir. Los domingos, antes de ir a misa, lo bañábamos, ahí en su silla, a totumadas. Se secaba al sol, como un espantapájaros, y su vida se convirtió en un entumecido pasar de las horas.
Cada mañana, ella, mi pobre madre, recogía y lavaba la estera de palma que colocamos debajo de la silla, y a donde concurrían los desechos biológicos de mi padre, quien decidió aquella noche nunca más levantarse.
Muchos soles y muchas lunas pasaron, no hubo telégrafo, no hubo comunicación. Todos crecimos, todo cambió. Llegó el teléfono, el suelo se pavimentó, muchos temblores pasaron y un día, mi padre falleció.
Tuvimos que romper sus huesos para poder acomodarlo en su ataúd. Murió sentado, esperando el cargamento, murió soñando sentir el sabor mágico del aceite de oliva empapando el pan tostado en las mañanas, murió soñando escuchar verter el manjar entre sus labios, murió soñando sostener la botella llena entre sus manos. Murió respirando aceite, murió sintiendo correr por sus venas aquel elixir mágico, murió recordando historias de grandes olivares en aquellas tierras lejanas que nunca conoció.
El mismo día en que mi padre falleció, entumecido, sentado, con sus ojos ya cerrados, el cargamento por fin, llegó.
Galones y galones de aceite de oliva, traído y extraído directamente de los grandes campos de olivares españoles, olían a vida, traían vida.
Aquellos grandes ojos de mi madre se iluminaron como nunca antes los había yo visto. Me envió, con una bolsa llena de dinero, a que los comprara todos: “Aunque esté ya muerto, tu padre los va a saborear. Aún en el más allá, tu padre se alegrará”.
No entendía lo que pasaba por la mente de mi madre, pero le obedecí. Fui al puerto, y entre el tumulto alcé mis brazos y grité. Grité para ofrecer nuestra fortuna y poder quedarnos con toda la producción.
Colocamos los huesos de mi padre entre el ataúd de cedro, y luego, a petición de mi madre, vertimos ella y yo todos los galones del elixir sobre él, mi padre. Aquello parecía una gran sopa amarillo- verdosa y los labios de mi padre parecieron sonreír.
Todos en el pueblo asistieron al entierro de Don Fermín, mi amado padre, desde Goyo hasta el alcalde y los alcaldes vecinos, el comandante de la policía, Doña Chefa, la costurera, Beto, el peluquero del pueblo y de mi padre, por supuesto. No podía faltar el séquito de monjas y hasta Lucho, el vendedor de melcochas más famoso de toda la región. 450 almas en el entierro de mi padre, y 80 galones del mejor aceite de oliva lo acompañaron hasta el cementerio y más.
Salimos de la casa hacia el cementerio chorreando aceite. Un camino aceitoso se fue formando desde ahí hasta la iglesia, y luego de ahí hasta su tumba. La procesión era larga, todos se amontonaban queriendo estar al lado de mi padre, los niños se reían, sus zapatos estaban impregnados de aceite, al igual que los de los demás, pero solo ellos lo notaban. La tarde caía, las campanas sonaban y el aceite, mientras tanto, se colaba entre el pavimento y las hierbas que por ahí crecían.
No había pasado una semana del suceso, y todo el pueblo, asombrado, hablaba del “Mágico camino del Olivar”.
Maravillados, mi madre, mi abuela y yo, junto con todos los demás, vimos cómo un gran camino de frondosos olivos había surgido rompiendo el pavimento, con cada gota de aceite derramada desde el ataúd de mi padre, en su camino al cementerio.
Fue todo un espectáculo, un acontecimiento que marcó la vida de mi pueblo y sus habitantes. A partir de ese mágico momento, y gracias a la muerte de mi padre, al extraño deseo de mi madre, y a la gran fuerza de amor del olivar, el pueblo no volvió a ser el mismo nunca más.
Grandes excursiones llegaban a diario, periodistas, curanderos, legionarios y visionarios de todos los rincones nos visitaban, y mientras tanto, los olivares crecían y florecían, daban sus frutos grandes, jugosos, propicios, los mejores. Pronto, comenzamos todos el negocio del aceite, aprendimos a recoger las mejores olivas, que en su punto eran maravillosas. Abrimos nuestra propia fábrica de extracción de aceite, puro, virgen, mezcla de indígena y español, padre de hijos longevos y sanos, prósperos y alegres.
Años atrás, otro acontecimiento había asombrado las mentes de los hombres, aquí, en Calamar, municipio de Norte de Santander, Colombia. Había llegado un hombre, sin nada en sus bolsillos, más que un baúl lleno de aceite, un aceite diferente, vigoroso, nunca antes visto en la región. Aquel hombre, de extraño acento y grandes barbas, fue quien cambió para siempre el destino de mi pueblo, de mi familia, de mi región.
Estableció que mejor aun que la arepa, era el pan tostado con aceite, ver caer el chorro era toda una diversión. Tamales aliñados con aceite de oliva, huevos al gusto bañados en el elixir, en fin, toda suerte de novedades traídas con el aceite de oliva y por mi ancestro, desde más allá de los mares. Él, mi bisabuelo, lo llamaba Oro, oro aromático, oro sanador, oro viscoso y brillante que atravesó océanos, ríos, montañas y valles para quedarse entre nosotros.
Bauticé a mi primer hijo con el nombre de Elixir Olivo II del Aceite González-Español, aquí, en España, donde nació, entre el olor de la aceituna y el verde frondoso de sus árboles, con el aceite de olivas corriendo por sus venas y el hermoso aroma de montañas en su corazón.
Malicia indígena de mi madre y mis ancestros, conquista española y olivares nacidos en América, aquí te dejo a mi hijo y su progenie, en una mágica historia de amor y de dolor.