217. Pájaros en la cabeza

Manuel Alejandro Jiménez González

 

Las chicharras sonaban incansablemente. Tumbado en la tierra, con los ojos cerrados, trataba de pensar en otra cosa. En algo que me sacara de ese lugar. Mi padre andaba lejos en ese momento, había ido al final de nuestras tierras a ver cómo estaban los pequeños olivos que había plantado hacía apenas un mes. Allí abajo hacía más fresco y estaba la tierra menos seca, ya que el agua del pantano casi linda con nuestros olivos. Pero no era fácil llegar, debías tener cuidado si no querías tropezar con una piedra y rodar cuesta abajo hacia lo más hondo del pecho, que era como llamábamos en el pueblo a esa colina y zambullirte en las aguas del pantano. Había que bajar de lado, fijando bien la cara interna del pie. Esta misma mañana había bajado a regarlos, uno a uno, cargado con cubos de agua y no pocas veces he estado a punto de tirarla toda.

Mi padre me había mandado a quitar las varetas que asomaban de unos troncones mientras él bajaba. Las quité rápido y me tumbé debajo de la sombra de uno de aquellos olivos. Nunca me ha disgustado echarme sobre la tierra, al contrario, me parece agradable notar cómo los pequeños granos se pegan en las palmas de mis manos cuando me apoyo en ella y cómo se quedan sus marcas en la piel. Incluso su olor. Ese olor a tierra que define mi vida.

Pero la verdad es que siempre he odiado este lugar. He odiado a mi padre toda mi vida por tener que venir a trabajar al campo. Lo culpé por tener que vivir en el pueblo, por tener que dedicarnos a la aceituna y por tener que levantarme antes de que saliera el sol todos los días que no tenía que ir a clase. No recuerdo un solo día de este verano en el que no haya madrugado. Cerrar los ojos bajo un olivo se había convertido en uno de mis placeres favoritos desde que tengo uso de razón, intentando olvidar que estaba allí. Ensimismado, pensaba en cómo sería la vida fuera del pueblo. Ahora, lo disfrutaba más que nunca. Pensaba en el curso siguiente, en quiénes serían mis compañeros. Tenía muchas ganas de mudarme a la ciudad y comenzar la universidad.

Es gracias a mi madre por lo que conseguí convencerlo. Mi padre quería que me quedara en el pueblo y le ayudara con las faenas; además, siempre me recordaba el dinero que debería invertir en mí si decidía seguir estudiando. Pero la chacha Rosa, hermana de mi abuela, accedió a acogerme. Mi madre le propuso que me fuera a vivir a su casa mientras yo estudiaba una carrera. Su marido, mi tío Juan, y ella no habían tenido hijos y eran ya mayores; yo les podría ayudar con la casa, me encargaría de llevarlos al hospital cuando tuvieran una consulta y sobre todo, me ocuparía de mi tío.

La chacha Rosa es muy cariñosa, siempre que venían al pueblo me cubría de besos y siempre que se iban, me daba escondido entre las manos, un billete de mil pesetas. Me lo pasaba con una sutileza asombrosa de su mano a la mía. Ella sabía bien que, si mis padres se enteraban, poco iba a ver yo ese dinero.

–Toma, para que te tomes un refresco y puedas invitar a quien tú quieras –me decía al oído mientras se despedía. Justo después me plantaba un beso ensordecedor en los morros y se montaba en el coche, donde la esperaba mi tío al volante. Mi tío Juan ahora tiene alzhéimer y no se entera de nada. Está postrado en una butaca del salón todo el día, hasta que mi tía lo lleva a la cama. Ese será uno de mis cometidos a partir de septiembre.

–Levántate de ahí y ayúdame a coger unas cuantas aceitunas de cornezuelo

–Habías dicho que cuando volvieras nos iríamos.

–Dos cubos y nos vamos. Venga.

Mi padre me había devuelto a las chicharras de nuevo. Para él nunca era suficiente, había que apurar el tiempo en el campo hasta el extremo. Miré el reloj y marcaba casi el mediodía. Normalmente nos íbamos a esa hora, pero el calor esa mañana era sofocante, así que me había hecho la idea de que podríamos acabar un rato antes. Como otras tantas veces.

Fue al coche a echar un trago de agua. Lo vi caminando de espaldas, con la camisa pegada a la piel, empapada en sudor. Abrió la puerta del Land-Rover y cogió la botella. Tuvo que escupirla de lo caliente que estaba. Me levanté y cogí uno de los cubos del maletero. Cerré de un portazo la enorme puerta trasera.

–Se me ha resbalado –dije después de que me mirara con sus ojos de enfado. Raro era el día en el que no acabábamos discutiendo por algo en mitad del campo, o en el coche, mientras íbamos de camino. La vuelta solía ser más tranquila. Él estaba satisfecho por haber adelantado sus faenas y yo ya pensaba en que me iba de allí.

Las aceitunas de cornezuelo eran las favoritas de mi padre. Solo había un olivo de esa variedad en toda la finca. Todos los años, a finales de agosto, ya se podían coger. Al llegar a casa, se encargaba de meterlas en unas garrafas de cristal, a las que les iba cambiando el agua hasta que se les fuera la acidez. No consentía que mi madre le ayudara en nada; él era el que se sentaba en el patio de atrás, en su taburete y cogía una tabla que guardaba todos los años para tan digna tarea. Allí las machacaba con una piedra que tenía también guardada para tal fin. Le encantaba decirle a todo el mundo que él era el quien las aliñaba.

–Solo ajo, sal, tomillo e hinojo. Son las aceitunas más ricas de todo el pueblo y el que diga lo contrario, miente. –Mi madre, cada vez que lo escuchaba, ponía los ojos en blanco y suspiraba. Pero cuando él se sentaba a preparar su receta mágica, ella lo miraba desde la puerta que daba a la cocina. Sujetando la cortina para que no entrasen las moscas, le preguntaba si quería algo de beber. Mi padre, ensimismado, no respondía y ella se quedaba mirándolo como si fuese la primera vez que él hacía algo así. Yo lo veía todo desde mi habitación, que tenía una ventana que daba al patio, esperando que me llamara para que le ayudase a subir las garrafas a la camarilla, para que reposaran.

–A tu tío Juan no le queda mucho.

–No lo sé.

–Si se muere, ya no tendrás excusa para irte de aquí.

–No voy a dejar el curso a medias.

–Eso ya lo veremos.

Mi padre y yo seguíamos cogiendo aceitunas, las que estaban más gordas, él por un lado del olivo y yo por el otro. No podía ver nada más que sus piernas.

–Tú crees que sí, pero no te vas a ir de aquí.

No pude ver mi cara en ese momento, pero noté cómo mis labios se apretaban y empecé a morderme la lengua para contener mi rabia. Seguimos cogiendo aceitunas hasta que los cubos estuvieron a rebosar. No volvimos a dirigirnos la palabra. Cada uno se subió al coche por su puerta. Yo puse los cubos entre mis piernas, para evitar que se volcaran con el traqueteo de las piedras del carril.

Llegamos a casa. Mi madre me tenía preparado un canto de pan con aceite, tomate, sal y una tripa del salchichón que hacíamos cada año en la matanza. Me senté a comer en la mesa de la cocina, mientras mi padre estaba echando las aceitunas en agua en el patio.

–Ya te he preparado la maleta, solo me faltan por comprarte unos zapatos.

–No te preocupes, allí ya me compraré unos más adelante.

–De eso ni hablar, no vas a ir hecho un pordiosero. Esta tarde me acerco a la plaza.

Mi madre estaba terminando de preparar la comida. Era ya casi la hora de almorzar y siempre me regañaba porque decía que, si me comía todo el salchichón, no iba a comer nada luego, pero al final me comía el plato que ella servía hasta los topes. Más me valía.

Antes de comer, me duché y me puse ropa limpia. Mi padre hizo lo mismo. Todos los días igual, primero yo y luego él. Cuando terminaba, estábamos mi madre y yo esperándolo sentados en la mesa del comedor. La televisión puesta y todo preparado en la mesa. Mi madre le sirvió una copa de vino fino. Esperamos a que se la bebiera, tras lo que empezamos a comer; era una norma no escrita.

–Échame más, pero trae otra copa.

–Qué le pasa a esa – le respondió mi madre.

–Nada, trae otra copa.

Mi madre se acercó a la vitrina y trajo otra copa. Él la puso delante de mi plato y me sirvió vino, luego rellenó la suya.

–Vamos a hablar –dijo. Yo no había bebido alcohol en casa hasta ese momento; cogí la copa y le di un sorbo. Entonces mi padre, empezó a explicarme sus planes, que en realidad eran los míos, porque me trazó el futuro para el resto de mis días. Dejó bastante claro que si por él fuera, yo no me iría a ninguna parte, me quedaría en el pueblo, trabajando las tierras de la familia y las de alguno de los que vivían en la ciudad que las arrendara.

–No tienes nada más que pájaros en la cabeza. –Para mi padre, ir a la universidad era un capricho. Pero ya que le habíamos engañado con todo el tema de irme a vivir con la chacha Rosa, íbamos a sacarle provecho. Dijo que el tío Juan, como no valía ya para nada, le había dado un poder al Morao, un vecino de la casa que mis tíos tienen en el pueblo, para que le gestionara los olivos. Mi objetivo, según mi padre, era convencer a la chacha Rosa para que ese poder se lo diera a él. Me dijo que me comportara como el hijo que nunca habían tenido y siempre habían querido.

Yo sabía que mis tíos me querían como si fuese un hijo suyo, o más bien un nieto. Yo a ellos también los quería como si fueran mis abuelos. Ninguno de nosotros pudimos llevar a cabo esa relación, ya que mis abuelos murieron todos muy pronto. Mi padre sabía el cariño que nos teníamos; aun así, le gustaba reírse de mi tía por sus aires de grandeza y de mi tío por sus modales refinados. Mi madre y él discutían mucho por eso, ellos eran la única familia que le quedaba; como yo, había sido hija única.

Mi padre tenía el afán de quedarse con las tierras de mis tíos y así ampliar nuestras posesiones. “El día que yo falte –me dijo– tú te quedarás con todo. Nos vamos a ver con los olivos de medio pueblo”. Hizo una pausa y se bebió el vino que quedaba en la botella. “Que sepas que mi hijo no tiene por qué limpiarle el culo a nadie, pero tendrás tu recompensa”. Yo no hablé en todo el rato que él estuvo trazando mi futuro. Lo único que hice fue coger la copa de vino y beber un trago de vez en cuando.

Terminamos de comer y mi padre se fue al bar, allí se pasaba las tardes jugando al dominó con otros hombres del pueblo. Mi madre y yo nos quedamos en la mesa callados hasta escuchar cómo se cerraba la puerta de la calle.

–No le des más vueltas a lo que ha dicho.

–Yo no voy a ir con mis tíos para conseguir los olivos, mamá. Yo no quiero quedarme con ningún olivo.

–La vida da muchas vueltas, hijo. Ahora preocúpate de estudiar y sacar tu carrera. Vas a ser el primero de la familia que la haga. Estoy muy orgullosa de ti.

–Si me voy de aquí, no sé si volveré. Aquí no me retiene nada, no hay otro trabajo que no sea el campo.

–Tu padre no quiere que la familia pierda las tierras, tienes que entenderlo. Puedes terminar la universidad y buscar luego un puesto por aquí cerca…

Me levanté y me metí en mi habitación. Allí, tumbado a oscuras en la cama, la persiana bajada para que no entrara el calor, empecé a ser consciente de lo que se aproximaba. A la mañana siguiente cogería el autobús que me llevaría a la ciudad. No podía dejar de pensar en todo lo que me había dicho mi padre y sus proyectos se mezclaron con todos los que tenía yo. ¿Nunca podría escapar de este lugar?

Abrí sigilosamente la puerta y vi por una rendija que mi madre estaba dormida en el sofá del salón. Me puse las zapatillas y salí de casa. Me fui por el camino del río, para que nadie me viera, escondido entre la vegetación que acompañaba a su cauce. Caminé hasta alejarme del pueblo en dirección al pantano. Había unos chiquillos tirándose al agua desde unas piedras. De pequeño solía bañarme aquí, cuando bajaba menos agua; desde que hicieron el pantano esa parte del río se transformó, ocultado huertas, cortijos y caminos.

Podía ver ya los pequeños olivos allí plantados; empecé a subir, con cuidado, agarrándome con las manos a la tierra, hasta que llegué a ellos. Alrededor, las pozas estaban aún húmedas del agua que le había echado por la mañana. Mi padre se empeñó en plantarlos, en realidad, fuera del límite de nuestras tierras, pero como ya ese terreno fue expropiado para el pantano, él empezó a plantar nuevos olivos. No sé si sobrevivirán cuando el nivel del agua suba con las lluvias del invierno. Me quedé mirándolos, su pequeño tronco, como un dedo, del que salían unas ramas minúsculas. Cuántos años quedaban aún para que dieran aceitunas.

Seguí subiendo. Cada vez los olivos iban siendo más grandes y robustos y el terreno menos inclinado. Cuando llegué a lo más alto del pecho, pude ver cómo la inclinación había hecho que desapareciera el agua de mi vista y estuviera rodeado de olivos, solo olivos. El pueblo quedaba escondido detrás de la colina. Miré a mi alrededor y mi corazón se aceleró. El olivar llegaba adonde me alcanzaba la vista. Me senté en el suelo y al apoyarme, apreté mis manos con fuerza sobre la tierra seca, arañando las piedras que encontraba a mi paso. Entonces, empecé a llorar. Solo fueron un par de lágrimas, que no sequé con la mano, sino que quise notar cómo caían por las mejillas hasta caer al suelo.

Vi cómo la tierra había cambiado de color por el contacto de mis lágrimas. El color de la tierra mojada, como la de los plantones. Con lo que me había costado bajar los cubos de agua hasta allí abajo para conseguir eso mismo. Cuántas lágrimas serían necesarias para conseguir que un olivo diese fruto.

En unas horas llegaría el momento que tanto había esperado. Me montaría en un autobús que me llevaría más allá de los olivos que me rodeaban. Entonces me di cuenta de que no, de que nunca podría escapar de este lugar.