
211. Los olivares
Las tardes se acortan, la noche va atrapando los quehaceres diarios, el frío envuelve de halo las conversaciones en las calles de Beceite; ha llegado el tiempo de recolectar la aceituna en el Bajo Aragón.
Mi padre, como todos los cosecheros, lo tiene todo dispuesto para emprender la cosecha. Se trata de dos fincas de olivos, “Los Olivares” y “La Pileta”, que compró, tras haber estado ahorrando con esfuerzo, a un latifundista que, trozo a trozo, fue vendiendo su terreno a distintos compradores. Eran las primeras fincas que tenía mi familia; mis abuelos nunca habían tenido ni fincas ni casa propia. Era un sueño cumplido.
Las desyerbó, las labró con su mula y plantó los olivos los sábados y domingos o después de su dura jornada laboral en una fábrica de cuero artificial, una de las muchas que había en esa época, siempre localizadas en la orilla de nuestro río Matarraña cuyas aguas dotaban de excelente calidad al producto.
La juventud y la determinación en poseer un par de fincas para la familia, junto a la ilusión de darle a su padre la satisfacción de obtener su propio aceite, hacían el extenuante trabajo mucho más llevadero. Pues mi abuelo, que era pastor, mayoritariamente de ovejas ajenas, solía pedir permiso a los dueños de los olivares para repasar los olivos después de una exhaustiva recolección y, pertrechado con un capazo, recogía las escasas olivas que se habían escapado a los rápidos dedos de las habilidosas mujeres, las cueles arrastraban sus amplias faldas desplazando un cojín en las rodillas por los “plegadors” , que es como se llama, en nuestra lengua materna, el terreno bien aplanado debajo del olivo. Con un poco de suerte conseguía un litro de aceite por cada capazo; era poca cosa, pero, en tiempos de postguerra, todo ayudaba a afrontar la carestía de esos años entre la población más humilde, acrecentada con el abusivo precio de los productos del estraperlo.
Por fin los tiempos cambiaban y la familia ya residía en su propia casa que se iba reformando a empujones, cuando se conseguía ahorrar para pagar al albañil y los materiales; ahora la cocina, otro año una habitación, luego otra y así quedó un mosaico de baldosas distintas en cada estancia, como si fuera la exposición de un almacén de venta de materiales. Sin embargo, para mis progenitores era como el mejor de los palacios, era algo propio, conseguido con esfuerzo y sudor, una vivienda, la cual no tenían la obligación de compartir con los dueños cuando venían a pasar el verano, cuando mi padre, de niño, debía abandonar su habitación por una temporada y ocupar el peor sitio de la arrendada casa.
Corren los años 70, llega el fin de semana y mi hermano y yo nos preparamos con nuestras peores galas para ayudar en la recolección. Salimos temprano, montada toda la familia en el carro tirado por la mula, con la cesta de la comida para aprovechar el día entero. El trayecto se hace eterno con el lento deambular del équido, así que mi hermano y yo inventamos juegos que nos entretengan hasta llegar a la finca. Una vez allí, lo primero que hacemos los días más fríos, es encender una hoguera para dar calor, solo de vez en cuando, a las entumecidas manos. De paso se va cociendo el “topí”, así es como denominamos a la olla típica donde se cuecen los alimentos en la lumbre, lleno de alguna legumbre y carne.
En esa época las telas para cubrir el olivo son pequeñas y no alcanzan toda su envergadura centenaria, y hasta milenaria algunos codiciados ejemplares, así que hay que hacerlo por partes. Los hombres aporrean inclementes con sus rudimentarias herramientas las ramas cargadas de fruto, las mujeres recogemos del suelo las aceitunas que caen fuera de las redes o las que algún inoportuno vendaval ha tirado, en cuyo caso el suelo se teñía de negro hasta tapar la base del olivo y suponía mucho esfuerzo y tiempo el andar a gatas por toda la superficie, la mayor parte de las veces, húmeda, rugosa y fría. Parecía una penitencia impía. Pero los niños de entonces no nos quejábamos; obedecíamos sin rechistar a todo lo que nos mandasen, ni siquiera nos planteábamos si nos apetecía o no hacer esa tarea y mucho menos negarnos a hacerla.
Al llegar a casa hay que “ventar” las olivas que significa tirarlas por un mecanismo parecido a un tobogán con ranuras por donde cae por un lado el fruto redondo, por su propio peso y forma, y por otro, las hojas. Esa labor nos parece algo más llevadera y divertida Tras ese proceso, las aceitunas están listas para llevarlas a vender al molino. ¡Ay, qué cansaditos que hemos acabado¡ Y mañana más.
Recuerdo que algún domingo a mí me dejaron quedar en casa de mis tíos con la excusa de que tenía que asistir a misa el año que me preparaba para tomar la primera comunión. ¡Qué suerte la mía que me libraba de estar todo el día trabajando en el campo! Aun así, sentí remordimientos por mi pobre y pringado hermano, que además se perdería nuestras queridas series televisivas de los fines de semana. ¡Eso sí que era un sacrificio, no saber qué otra desgracia le esperaba a Marco en su sempiterno viaje en busca de su madre, qué aventura correría Heidi en sus Alpes queridos o qué travesuras estaría trajinando Pippi Calzaslargas junto a sus amigos.
Tampoco todo es trabajar; también las horas discurren entre cánticos, chistes y chascarrillos y algún entretenimiento. Un día, nuestro abuelo subido en el olivo cual chimpancé, nos tiró mandarinas, y mi hermano y yo nos quedamos asombrados de ver que ese olivo diera mandarinas. Otros días, recorríamos divertidos la finca junto a él, aporreando grandes latas con un garrote, haciendo ruido para espantar a las bandadas de pájaros que venían a comerse las olivas; formábamos una charanga realmente rural.
Viene a mi memoria otra anécdota divertida: un mes de diciembre llovió muchísimo, la base de algunos olivos estaba enfangada y mi madre que iba toda decidida hacia el olivo se quedó atrapada en el barro. Logró salir con la ayuda de mi padre, pero una de sus zapatillas quedó enterrada para siempre. Allí iba ella andando por el inhóspito bancal con un pie descalzo. Yo pensé, influenciada por alguna película: ¡Menos mal que no eran arenas movedizas!
Pero el día que salíamos más motivados hacia la finca de los olivos era el día que teníamos que llevar el arbolito de Navidad a casa; al finalizar la jornada, elegíamos una sabina o un enebro y mi padre lo cortaba. Desde entonces, el olor dulzón de la sabina me recuerda al entrañable, y efímero, espíritu navideño de la infancia. El día de noche- buena y nochevieja no nos daba tanta pereza el trabajo bajo los olivos ya que nos sentíamos emocionados por la esperada celebración de esa noche. También en esos días navideños aderezábamos la cesta de la comida con alguna barrita de turrón para aumentar la energía y endulzar los ánimos.
Después de unos añitos nacieron nuestros hermanos pequeños y los días de cosecha se hacían más llevaderos con sus juegos y sus ocurrencias, a pesar de que andábamos todo el día repitiéndoles infinidad de veces que tuvieran cuidado al andar por las telas llenas de aceitunas y que no las pisaran porque se perdía el ansiado aceite. A la hora de la comida, asábamos unas grandes chuletas de carne de oveja gorda, que mi padre hacía matar para la ocasión, y mi hermano pequeño siempre decía: “Quiero otra”. ¡Cómo disfrutaba el benjamín comiendo esa carne tan sabrosa y nosotros tan asombrados de su voraz apetito¡
Ha llegado el final de la cosecha y hoy nuestro esfuerzo se ha convertido en el preciado fruto líquido. Llenamos el “tinet”, denominación del depósito de aceite, con doscientos litros. Siempre con la inteligente prevención del buen agricultor; por si el año que viene no hubiera cosecha. Hay que apuntar que a pesar de que el tinet cuenta con un grifo para facilitar la extracción, mi padre nos tenía prohibido utilizarlo y debíamos llenar la aceitera, o “sitera”, en nuestra lengua, por la parte superior, quitando la tapa e introduciendo un cazo. Aunque esta operación resultase mucho más engorrosa, él decía que evitaba el despiste de dejarse el grifo abierto y perder la cosecha líquida. Cuánta razón tenía, y si no, que se lo pregunten a una amiga mía que dejó una garrafa llenándose, se puso a hacer otras cosas y ya no se acordó más hasta que estuvo todo el aceite por el suelo ¡con lo pringoso que es limpiar de aceite cualquier superficie! Y como los humanos no escarmentamos, después de que yo lamentará muchísimo el despilfarrador incidente y la pérdida de tanta provisión, voy yo y me pongo a llenar un envase de aceite de mi tinet y al ver que vertía un chorrito muy lento, deduciendo que apenas quedaba líquido en su interior, decido inclinar el depósito para que el vertido adquiriera velocidad. Aun así, era demasiado aburrido contemplar el impasible caer del aceite en la garrafa y, ¡ay, inconsciente de mí! me pongo a hacer otra cosa, la cual me iba a llevar poco tiempo. Pero esa tarea me lleva a otra y para entonces ya había olvidado mi primer cometido, hasta que oigo un estruendo y unos chorros de líquido que saltaban por la barandilla de las escaleras pared abajo y pensé: “Pues tan poco aceite no quedaba” . De esta manera quedé en la misma tesitura que mi amiga. A esto se le llama amistad solidaria.
Mi abuelo pone a tostar sobre la estufa de leña grandes rebanadas de hogaza de pan. Tras echar sobre las tostadas un buen chorro de oro líquido, las aprieta con sus dedos para que el aceite se impregne en el pan. Estamos toda la familia alrededor del fuego y procedemos con la deliciosa tradición familiar de la cata del aceite de este año. ¡Umm… exquisito¡ Y qué decir de las distintas variedades de preparar las aceitunas: verdes matadas con sosa durante veinticuatro horas, o chafadas en la banqueta agujereada, fabricada únicamente para ese cometido, a las cuales hay que cambiarles el agua nueve días, o las negras maceradas en agua y sal, las cuales no son comestibles hasta casi la cosecha siguiente ,o las negras matadas en sal, sin agua, que son mis favoritas, o las “maurades” que las mata la serena del frío nocturno, o las “moragues”, asadas en las brasas. Rica diversidad del fruto del olivo. Además del comestible, hay que añadir otros usos que solemos hacer con el aceite como: conservante del frito de carne guardada en la orza, ungüento para heridas, lubricante, para elaboración de jabones y cosméticos y detergente, este último con aceite usado. ¡Qué mejor componente que el natural!
Ya de adolescentes, aprovechábamos la ventaja de las tardes cortas para terminar antes la recolección diaria y apresurarnos a ponernos guapos para ir a la discoteca del pueblo vecino. Como éramos jóvenes, no pesaba el cansancio del duro trabajo en el olivar. En esa época, mi padre había adquirido el necesitado tractor, y esa bendita maquinaria nos daba tiempo para pasarlo bailando con nuestros amigos. Bastante le costó pedir un préstamo para adaptarse a los tiempos y dejar atrás su estimada mula, él, que si no tenía la cantidad completa, no compraba y si lo hacía, pagaba al contado. ¡Cuánto tendrían que aprender de esa filosofía económica muchos manirrotos, víctimas del consumismo actual!
Y tanto frecuentar el baile hace que se suman a la plantilla de recolectores la novia de mi hermano y mi novio. Así, las prisas no son tantas. Buena manera de afianzar la relación.
Pero con el paso del tiempo, las cosas van cambiando; mi hermano, con su nuevo empleo, no tiene tiempo de recolectar, mi padre se va haciendo demasiado mayor para tanto esfuerzo, por lo tanto deciden arrendar las fincas y yo me paso a recolectar la finca de mi marido.
En esa época, en vez de mis hermanos pequeños, nos acompañan nuestros dos hijos, los cuales, además de ayudar bien poco, hay que entretenerlos para que no nos desesperen. Se va notando el cambio de generación; la falta de compromiso familiar: “¿Por qué tengo que hacer una cosa que no me apetece?” y la falta de imaginación por el exceso de juguetes y pantallitas; increíblemente, hay que decirles todo el potencial lúdico que ofrece el campo.
Ya los últimos años que mi marido y yo recolectábamos, ahora por la profesión tan demandante de mi esposo, también nosotros hemos arrendado nuestros olivos, era con el alquiler de una máquina recolectora que en una jornada termina con la tarea, eso sí, se deja muchas ramas con olivas y yo me acuerdo de mi abuelo pidiendo permiso para repasar las fincas y lo que se asombraría de ver todo el fruto que se pierde. Incongruencias de la modernidad.
Hoy en día, en nuestra zona, comarca del Matarraña, hay muchas variedades de aceite: picual, arbequina, arroniz, frantoio, corbella, empeltre…, ideales para hacer catas; supone una delicia ir derramando en un tostada una ingente cantidad y saborearlo despacio para después compararlo con la siguiente variedad. El trabajo bien hecho, ha tenido su recompensa con algún premio mundial a la mejor calidad a alguna de las variedades. ¡Qué orgullo para nosotros, los matarrañenses, el que nuestro producto merezca competir entre los mejores aceites internacionales!
Aunque al no tener que ir a recoger las aceitunas todos los fines de semana de la cosecha olivera tenemos más tiempo libre, yo echo de menos la satisfacción que produce llegar a casa después del gratificante trabajo de la recolección del esperado fruto de tu propia cosecha. También el placer de calentarte en el fuego del hogar después de un día de frío, la recompensa del descanso tras el esfuerzo, de seguir cultivando la herencia que tanto sudor costó a nuestros antepasados y que con tanto amor por el patrimonio propio nos transmitieron. La belleza de los olivos se acrecienta cuando tus antepasados los plantaron, los cuidaron, tú los has visto crecer y sabes que continuarán allí cuando tú ya no estés, dando el mejor aceite para tus descendientes. ¿Qué mejor legado se puede dejar?