206. El aceite del amo

Eylo Márquez

 

Olivio paseó entre los olivos seguido de dos esclavos con grandes cestos. Iba eligiendo con cuidado los pocos frutos aún sin madurar que quedaban en los árboles, para elaborar un aceite de la mejor calidad. No era que el que se elaboraba usualmente en la villa no lo fuera; al contrario, era el mejor de la Bética. Pero el que saliese de los frutos recogidos ese día podía determinar que Olivio continuase, o no, en el puesto de capataz que ocupaba.

—¡No, no! —riñó a uno de los esclavos que lo seguían—. ¡No mezcles las olivas caídas con las que estamos recogiendo para hacer el aceite del nuevo amo! Las caídas deben ir a otro cesto! ¡Ya las recogeréis más tarde!

Olivio se limpió el sudor. A pesar de estar ya en octubre, el calor lo sofocaba. O tal vez era la presión que sentía por la visita del nuevo amo. Había recibido el mensaje de que este llegaría en pocos días, y todo debía estar preparado para recibirlo a él y a la domina Priscila. El capataz la había conocido años atrás, cuando aún era una criatura. Era la hija del antiguo amo, Valero, ya fallecido. Valero había visitado por última vez la villa poco antes de que los bárbaros invadiesen la Península, pero, pese a no ocupar la propiedad, había exigido puntualmente las rentas derivadas de las ventas de los productos de la villa, así como que le fuera enviada parte de su producción; era un amante del buen aceite y jamás había tenido queja de la labor de Olivio.

Olivio sonrió con orgullo al recordar los elogios que le dedicaba su antiguo amo. Valero lo había comprado cuando servía como militar en el lejano norte, muchos años atrás. Le hizo gracia que un niño germano llevase el nombre de su árbol favorito. Después, lo llevó a su villa en la Bética y se lo entregó al antiguo capataz. Olivio había aprendido muy rápido acerca del cultivo del olivo, la recolección de la aceituna y la elaboración de aceite. Era tan bueno que a la muerte de su antiguo capataz, Valero lo había liberado y lo había puesto al frente de toda la villa a pesar de que aún era joven y no era romano. Habían sido unos años duros en los que había tenido que mantener la finca funcionando a pesar de las incursiones de los bárbaros. Había contratado una milicia que defendiese la villa, y aunque no había podido evitar siempre los ataques, y se había llegado a asaltar la vacía casa principal  y capturado y matado a algunos de los siervos, los olivos, por suerte, no habían sufrido daños.

Después de la muerte de Valero, el nuevo amo, Asterio Turcio, marido de la domina Priscila, le había escrito enviando instrucciones acerca de dónde enviar los ingresos, pero no parecía interesado en visitar la villa o en recibir su aceite.

Los gritos de una de las esclavas domésticas lo sacaron de sus pensamientos. Alguien se aproximaba a la villa; un lujoso carro con una escolta armada, según le dijo la joven. Seguro de que era el amo, Olivio corrió hacia la casa principal. Llegó a tiempo de ver a un anciano descendiendo del carro. Olivio quedó sorprendido; había esperado que su nuevo amo fuese más joven. Al acercarse, los hombres que conformaban la escolta lo empujaron, sin duda pensando que era uno de esos bárbaros que amenazaban la Bética, y sólo lo soltaron cuando pudo convencerlos, en buen latín, de que, a pesar de su aspecto, era el administrador de la villa. Entonces se acercó al anciano.

—Bienvenido a vuestra villa, noble Asterio Turcio.

El viejo lo miró con gesto enfadado.

—¿Qué clase de capataz eres tú qué no sabes distinguir a Maurocelo, vicario de Hispania de tu amo?

El capataz se disculpó y le rogó al vicario que entrase en la vivienda.

—Deduzco que tu amo no ha llegado aún. Debí suponer que me haría esperar. No hay hombre más arrogante, desconsiderado e irrespetuoso que él en todo el Imperio. ¿No merecen mis canas y mi rango esa consideración? —Olivio no sabía que contestar. Aunque el vicario tuviese razón con respecto a su nuevo amo, algo que desconocía, no estaría bien que él lo expresase—. ¿Hay baños en este lugar? —continuó el vicario, evitándole responder.

—Por supuesto, vicario. Todo está preparado para la llegada del amo y sus invitados. Enviaré a alguien a que os de un masaje y os unte con el mejor aceite de oliva perfumado.

—Y dispón de algo de comer para luego. Algo ligero, ya soy anciano y ciertas comidas no me caen bien. ¡Seguro que tu amo ha ordenado preparar comidas pesadas solo para que enferme! Es un hombre sin escrúpulos.

Olivio se inclinó ante el vicario, sudando profusamente.

—Y tráeme un poco de ese remedio de romero y aceite que tu ama prepara para el dolor de cabeza.

—¿La domina Priscila?

—Sí, claro. ¿Quién si no? Pobre mujer. ¡Huérfana tan  joven y unida a ese monstruo!

Olivio abrió mucho los ojos. Recordaba a Priscila como una niña pequeña de grandes ojos verdes que se escondía entre los olivos.

—¿El nuevo amo no trata bien a la domina? —preguntó, espantado.

El anciano lo miró.

—La trata mejor que a los demás. No podía ser de otra manera, tu ama es un ángel. Ni siquiera una alimaña como Asterio tendría motivos para maltratarla.

El anciano entró rezongando y Olivio se apresuró a ordenar a unos esclavos que lo atendiesen en los baños y llenasen de aceite las lucernas y las prendiesen.

Quedó preocupado por las palabras del vicario sobre su nuevo amo. El viejo no parecía tener buen carácter, pero, ¿y si su nuevo amo era tan cruel como lo describía? Sin parar de sudar, entró en la cocina y le preguntó a la cocinera si tenía ese remedio de aceite y romero al que se refería el vicario.

—¡Claro que lo tengo! ¡Todo romano lo tiene en su casa! —respondió, indignada, la cocinera.

Una vez arreglada la atención al vicario, se dirigió a la almazara. Los esclavos habían molido ya las olivas seleccionadas y quería supervisar él mismo el prensado de la torta en el torcularium para obtener el aceite que serviría a los amos en su cena con el vicario. Sin embargo, cuando apenas había llegado, una de las criadas de la casa le indicó que se divisaba otro grupo aproximándose a la villa. Olivio se enjuagó el sudor y corrió hacia el camino que llevaba a la casa principal. ¿Sería el amo, u otro ilustre invitado? Olivio, en su fuero interno, se sintió satisfecho de estar al servicio de un hombre importante, que hacía incluso esperar al vicario de Hispania. Al acercarse, vio un grupo de tres carros y dos docenas de jinetes aproximarse.  Se detuvieron al ver a la escolta del vicario, que aún estaban frente a la casa, esperando ser acomodados en los barracones. Sin duda, temiendo que pudiese ser asaltantes. Uno de los jinetes se adelantó y se dirigió al líder de la escolta del vicario y, después de hablar con él, hizo señas al resto para que se aproximasen.

Olivio se acercó despacio y mostrando sus manos, en previsión de que pudiesen considerarlo un bárbaro hostil de nuevo. El jinete le entregó su caballo a uno de los esclavos. Era un hombre alto y fornido, en su treintena. Bajo su capa asomaba una espada larga. Olivio juzgó que podría tratarse de un mercenario bárbaro. No era extraño que familias senatoriales como los Turcios los tuvieran a su servicio. Al alcanzar la casa, un elegante carro se detuvo frente a la entrada, y al abrirse la portezuela, Olivio vio descender a una hermosa mujer de cabello claro y enormes ojos verdes, a la que reconoció como Priscila, la hija del antiguo amo. El capataz sonrió al verla. Habían pasado más de quince años, pero aún le parecía estar viendo a la pequeña que corría entre los olivos y cogía a escondidas las aceitunas en vinagre de la cocina.

Sin pensar, se acercó a ella, quizá pensando en tomarla en brazos como hacía años atrás, ya que la joven era de pequeña estatura y seguía pareciendo una niña. Entonces, el mercenario se interpuso entre ellos.

—¡Olivio! —exclamó la joven con una sonrisa—. ¡No has cambiado nada estos años!

El mercenario, al ver que su patrona lo reconocía, se hizo a un lado y ella lo abrazó como hacía de niña.

—Ya no debes hacer eso, domina. No está bien.  ¿Qué pensarán el amo y el vicario?

—¿Ya está aquí ese viejo fastidioso? —preguntó el mercenario.

Olivio lo miró con gesto de desaprobación. ¿Cómo podía un simple mercenario referirse así al vicario?

—Este es mi marido, Asterio Turcio —le presentó Priscila.

Olivio se quedó paralizado, mirando al hombre que tenía ante sí: alto, con barba, pantalones y ropa más parecida a la de un bárbaro que a la de un romano, que además llevaba sucia por el polvo del camino. Priscila, mientras tanto, saludó a la cocinera y a otros añosos sirvientes de la villa que había conocido de niña, y les presentó a tres pequeños de ojos verdes que también  bajaron del carro y que Olivio, más que escuchar, adivinó que eran sus hijos.

—Dispón los baños para mí esposa, Olivio. Estará cansada tras el viaje —ordenó el amo.

—¿Los baños? —preguntó el capataz, secándose el sudor.

—¿No hay baños aquí? ¿No recibiste el aviso de que debía estar todo preparado para alojar a tu ama?

Olivio se quedó paralizado y fue la cocinera quién debió acudir en su auxilio.

—El vicario está usando los baños en estos momentos, domine.

Olivio observó temeroso como se endurecía el gesto ya de por sí duro del nuevo amo y bajó la cabeza.

—¡Ese viejo siempre tan egoísta y desconsiderado! Le indiqué con claridad que debía llegar en dos días. ¡Estoy seguro de que se ha adelantado solo para tener el placer de escribirle a mi padre quejándose de no haber sido recibido! ¡Apostaría, incluso, que escribió la carta antes de entrar a los baños!

Olivio recordó que el viejo había solicitado material para escribir nada más entrar en la casa y dudó si comunicárselo a su ya furioso amo.

—Disfruta de los baños tú con el vicario Maurocelo, y así te informará del estado de la campaña contra los vándalos —sugirió Priscila—. Yo prefiero recorrer la villa ahora con los niños y bañarme justo antes de la cena, cuando el calor haya bajado.

—Si comparto los baños con el vicario, ninguno de los dos disfrutará. Y no necesito que ese viejo me informe de nada.

Priscila dio un ligero beso en los labios a su marido y se dirigió al olivar seguida de sus hijos. Asterio, de mala gana, entró en la villa y Olivio se restregó su sudorosa frente y dudó a quién de sus amos seguir. Asterio preguntó dónde estaba los baños y la cocinera se lo indicó.

—Puedo guiarte, amo —se ofreció Olivio.

—Sabré encontrar solo los baños. Encárgate de que se descargue el equipaje y de que mi esposa esté bien atendida cuando regrese de su paseo. Y también, de que Maurocelo esté cómodo, si es que es posible que ese vejestorio deje de quejarse.

Olivio pensó que su relación con el nuevo amo no había empezado con buen pie, pero se solucionaría cuando probase el aceite que estaban prensando para él en esos  momentos. Se acercó a la cocinera y le ordenó que preparase hervido el mejor de los corderos y que lo aderezase con el nuevo aceite.

—¿Estás seguro, Olivio? El vicario pidió algo ligero. Y la domina…

—Ya has visto al nuevo amo. Es un hombre recio, un militar. No aceptará una cena a base de aceitunas, verduras y pan untado con aceite.

—Pero…

La llegada del encargado de los baños que lo llamó con urgencia no le permitió escuchar las quejas de la cocinera. Maldita mujer, ¿qué problema tenía?

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Me temo que por error hemos colocado el aceite perfumado en las lucernas y el aceite de quemar se ha usado para untar a los amos.

Olivio se apresuró a los baños, limpiándose el sudor. Asterio y Maurocelo estaban tumbados mientras sendos esclavos retiraban con estrígilos, la capa de aceite con la que habían cubierto sus cuerpos.

—Es un derroche quemar este aceite perfumado. ¿Administrarás así el ejército? Ser un Turcio no te permite gastar sin control —le recriminaba Maurocelo .

—¿Me hablas tú de administrar con negligencia cuando tu diócesis ha estado años controlada por los bárbaros?

—Soy un funcionario civil, no militar. ¿Qué podía hacer sin un ejército?

—Has estado meses al mando del ejército de mi padre en lugar de regresar a tu sede en Emérita.

—Cuando tu padre hubo de partir a Rávena, alguien debía quedar al frente.

—Un militar. Para eso he venido.

—Te has demorado. ¿Qué clase de aceite ofreces a tus invitados? —preguntó Maurocelo, oliendo su piel.

—Pensaba que estarías ya acostumbrado a la vida castrense, vicario.

Olivio se retiró sin mencionar el cambio de los aceites. El daño ya estaba hecho. Por suerte, el nuevo amo era un militar y estaba acostumbrado a ser aseado con aceites de dudosa calidad. Los dejó  discutiendo sobre la campaña contra ese puñado de vándalos, los únicos bárbaros sin control que quedaban ya en Hispania, y se retiró, no sin antes advertirle al esclavo que cuando fuese el turno de la domina debía usar el mejor aceite perfumado con cidra. Puede que al amo no le importase oler a aceite rancio, pero no le agradaría que su hermosa esposa apestase como un soldado.

Olivio se sentó entre los olivos y trató de relajarse. Cuando degustasen la cena, en la que serviría el mejor vino producido en la villa y su más jugoso cordero aliñado con aceite de la mejor calidad recién prensado, el nuevo amo apreciaría su valía.

Durante la cena, Olivio escuchó desde el exterior la conversación de los dos hombres centrada en los vándalos, a quienes el ejército mantenía cercados unas millas más lejos, y en hacerse reproches mutuamente, sin mencionar para nada la exquisita cena que tenían ante sí. Lamentó que ni el vino, ni el cordero, ni el aceite hubiesen conseguido que el ambiente de la cena fuese agradable. Se asomó tímidamente a la puerta, dudando si interrumpir para preguntar si todo estaba a su gusto cuando se percató que apenas habían tocado el cordero ni el vino. Sólo las verduras, las aceitunas y el pan.

Se dirigió furioso a pedirle explicaciones a la cocinera. Pero cuando lo hacía, lo interrumpió la risa de un maduro soldado con un solo ojo que estaba cenando junto a los  criados.

—¿No deberías estar en los barracones junto a los otros?

—Soy Feliciano, el guardaespaldas de la domina Priscila. El amo quiere que siempre esté cerca de ella.

—¿Y qué te hace tanta gracia?

—Tus amos y el vicario no comen carne, ni beben vino, porque son priscilianistas.

—¿Por qué no lo dijeron?

—Ser hereje es algo peligroso de lo que presumir. Si les preguntas, Maurocelo te dirá que la carne le sienta mal, tu ama que está cansada y Asterio que no le gustan las cenas pesadas porque debe madrugar y ejercitarse.

—¿Tú lo sabías? —le preguntó a la cocinera.

—¡Claro que lo sabía, pedazo de alcornoque!

Olivio guardó silencio. Ya en vida del antiguo amo había oído hablar de ese Prisciliano, pero como estaba pendiente de los olivos y la producción de aceite, nunca había prestado mucha atención.

—Congratúlate, Olivio —dijo el tuerto—. Nosotros podremos degustar ese cordero y el vino.

—¿Tú no eres priscilianista?

—Sí, pero nunca he sido estricto en temas religiosos.

Su conversación se vio interrumpida por la entrada de Priscila en la cocina. Todos se levantaron y ella les indicó que se sentase de nuevo.

—¿Aún están aquí las aceitunas en vinagre? —preguntó tomando un recipiente y probando su contenido.

—Haré que te las lleven a la mesa, domina. Y más pan con aceite recién prensado hecho con olivas verdes. Lamento lo ocurrido. Él acaba de decirme…

Priscila sonrió.

—Te perdonaré si llevas también esos dulces hechos de almendras, aceite y miel que solía comer de niña.

—Por supuesto, domina.

—Mañana llevaré a mi marido a inspeccionar los olivares y la almazara. Sé que estarás orgulloso de enseñarle lo bien que diriges la villa.

—Tu marido tiene que pensar en esos …vándalos. No lo importunes, domina.

—Le diré que hay vándalos escondidos allí e inspeccionará cada árbol con detenimiento. Y si le gusta, tal vez, después de la campaña, podamos instalarnos aquí un tiempo.

Priscila salió dejando a Olivio con una amplia sonrisa. Hispania estaría por fin libre de bárbaros cuando acabasen con esa escoria vándala. Entonces, la Bética prosperaría de nuevo y su villa aún más, si en ella se instalaba un hombre tan importante como Asterio.

—Lo siento, amigo —susurró el soldado tuerto—. Tu tarea no será fácil. El ama es priscilianista; liberará a los esclavos e insistirá en que des un trato favorable a los colonos. Y el amo te exigirá resultados y dirigirá esta villa como si fuera uno de sus ejércitos.

La sonrisa de Olivio se esfumó ante la mirada furiosa de la cocinera y, de nuevo, comenzó a sudar.