
19. El mejor aceite del mundo
Haber nacido el seis de diciembre y pertenecer a una familia propietaria de un pequeño olivar no es nada agradable para una niña cuyo pensamiento egocéntrico no le permite ver más allá de sus propios deseos.
Siendo joven, mi padre quiso marcharse de su pequeño pueblo natal con el objetivo de encontrar mejores oportunidades de trabajo y desarrollo personal. En la ciudad conoció a mi madre y, como resultado de la unión, nací yo. Vivíamos plenamente integrados en el ambiente urbano, alejados totalmente del medio rural, salvo en los períodos puntuales que regresábamos al pueblo para visitar a los abuelos. Esos momentos eran un par de semanas en verano y durante algunos fines de semana, especialmente en el puente festivo del Día de la Constitución, que aprovechaban para ayudar a los abuelos a recoger las aceitunas con las que sacábamos el aceite que gastábamos durante todo el año. Esos días acudíamos todos al campo para aportar en lo que pudiéramos en la faena agrícola. Incluida yo, una pequeña niña de gesto mohíno a causa de que pasaba el mejor día del año sin poder festejarlo con los amigos.
Aquel día celebraba el quinto cumpleaños y estaba especialmente enfadada con mis progenitores por no haber accedido a mis deseos de quedarnos en la ciudad para organizar una fiesta. Sin poder controlar el enojo, no hacía más que molestar y crear un ambiente desagradable, hasta el punto que mi padre ordenó con rudeza que me alejara y fuera a jugar a otra parte. Le obedecí a regañadientes y decidí explorar el terreno con el objetivo de descubrir algo con lo que pasar el tiempo. Me detuve en un árbol que llamó poderosamente mi atención: era un enorme olivo de un solo tronco de gran diámetro, semejante a algunas ilustraciones de los libros del colegio que tanto me atraían. De aspecto armonioso e impenetrable, a escasa altura nacían gruesas ramas que invitaban a escalar para adentrarse en la frondosidad de aquel árbol, preñado de inmaculadas y grandes olivas negras. Ascendí y comencé a descargar mi cólera, que todavía conservaba intacta, agitando el enramado. Me divertía observar la lluvia de maduros frutos que caían, esparciéndose por doquier como si de una granizada negra se tratara y sin ser consciente del daño que estaba ocasionando. Al pasar a otra rama advertí la existencia de un nido a mayor altura de la que me encontraba. Espoleada por la curiosidad, quise alcanzarlo, pero con tan mala suerte que resbalé y di con mi cuerpo en el suelo. Sufrí algunas ligeras magulladuras, rasguños y, lo que era más grave, el desprendimiento de un diente de leche manchado de sangre. No pude reprimir gritos desconsolados de dolor. Alertado por los alaridos, enseguida acudió el abuelo a socorrerme y, contra todo pronóstico, no recibí de su parte reprimenda alguna. Lo primero que hizo fue comunicar a mis padres que me encontraba en buen estado. Luego sonrió tiernamente y me trasladó cariñosamente en brazos hasta una gran roca para sentarme y curar las heridas con comodidad. Entre llantos, expliqué todo lo ocurrido y le entregué el diente, cual tesoro de valor incalculable, que envolvió en un trozo de papel que extrajo de su bolsillo. Después regresamos al imponente olivo y, ayudándome a subir de nuevo, me pidió que dejara el diente en el nido abandonado. Así hice sin ningún miedo, con la seguridad de que un poco más abajo se encontraba mi abuelo para impedir una segunda caída.
Recuerdo que en aquel momento sentí con fuerza, quizá por primera vez, un cariño y comprensión entrañables. Me pidió que nos sentáramos mientras se me pasaba la agitación por lo sucedido y, con apacibles palabras, contó historias fabulosas que mi fantasía infantil creía absolutamente reales. Afirmaba que aquel olivo majestuoso poseía cualidades mágicas. Una de ellas era que albergaba la casita del Ratoncito Pérez, argumentaba señalando un pequeño agujero junto al tronco. Y lo comprobaría, decía, al día siguiente cuando viese el regalo que me dejaría en el nido a cambio del diente, como así fue. Otro hecho prodigioso era que la espesura de sus ramas servía de refugio a los pajarillos que lo elegían para hacer sus nidos (señaló, al menos, otros dos), señal inequívoca de su importancia en la naturaleza. Además, sus aceitunas eran las más espléndidas y sanas de toda la comarca. Añadió aún más, me dijo que era el preferido de la abuela y de él mismo porque fue plantado por un lejano antepasado mío de hace varios siglos. Hasta tal punto era su favorito que lo habían elegido como futuro lugar de reposo. Esto último no lo entendí bien porque yo sabía que sus espacios predilectos para descansar eran las mecedoras, especialmente en invierno, cuando se arrellanaban frente a la chimenea encendida para recibir su reconfortante calor. Por ello, suponía que se refería a la primavera o al verano, estaciones en las que más apetece salir al campo. Imaginaba una escena romántica con mis abuelos cogidos de las manos dando largos paseos por sus tierras. Al llegar a este olivo se sentarían junto a su tronco y contemplarían abrazados el atardecer. Al oír la inocente explicación, el abuelo sonrió mientras acariciaba mis mejillas, aclarándome que él quería decir otra cosa que no podía entender todavía, pero que era mucho más bonita mi historia y la pondrían en práctica cuando regresara el buen tiempo.
Al terminar nuestra conversación, me ofreció ir a por un cesto de mimbre para recolectar a mano las aceitunas más sanas y bonitas de ese olivo. Después, cuando fuéramos a la almazara, yo misma lo entregaría a un empleado para que las exprimiera y extrajera de ellas el mejor aceite del mundo, aseguraba él. “Ese aceite será especial porque procederá de un árbol mágico y solo lo podrá consumir alguien especial para ti. No puede ser nadie de la familia porque nosotros tendremos todo el que vayamos a necesitar. Tiene que ser una persona muy importante en tu vida a la que quieras de verdad. ¿A quién te gustaría regalarlo?”. Lo decidí enseguida. Sería mi maestra, la persona más amable, simpática y lista que conozco, con la que me siento feliz y que también me hacía vibrar con sus cuentos e historias fantásticas.
Unas semanas más tarde regresamos a la almazara para recoger el aceite de la campaña. Junto a varias cajas con garrafas, el encargado nos entregó una botella con el mejor aceite del mundo, certificó mientras sonreía con complicidad al abuelo, producto del mejor y más mágico olivo de la sierra. Ya en casa, la envolvimos en papel de regalo y, al lunes siguiente, se lo regalé a mi maestra, quien me agradeció el presente con un gran beso y pidió que explicara a toda la clase el proceso de obtención. Por primera vez sentí orgullo de mi origen familiar y del medio de vida que habían llevado mis antepasados y que, hasta hace poco, yo aborrecía, quizá por desconocimiento.
Aquel momento fue un punto de inflexión en mi vida. A partir de entonces era yo quien animaba a mis padres a viajar todos los fines de semana al pueblo. El mundo rural me atraía cada vez más, hasta el extremo de que fue influyendo en mis decisiones futuras. Tanto es así que, treinta años después de aquellos acontecimientos, resido con mi familia en el pueblo de mis abuelos, más aún, en su misma casa. Ellos ya no están con nosotros y mis padres son viejecitos para ocuparse de los trabajos duros. Este es el motivo por el que soy yo ahora la encargada de cuidar el olivar. Y, aunque por mi profesión conozco las técnicas mecanizadas de la agricultura, sé que a veces es necesario regresar a los métodos antiguos, sobre todo cuando la tradición prima sobre la modernidad, o cuando el cariño por lo tuyo es más importante que la producción o el frío beneficio. Por ello, siguiendo la vieja costumbre heredada desde mi más tierna infancia, en el puente festivo del Día de la Constitución la familia al completo acude al gran olivo que simboliza todos los valores que debemos proteger y son la razón de lo que somos. Sigue conservando la vigorosidad y frondosidad de siempre y sus ramas, por ese día, se muestran repletas de frutos sanos a la espera de que los recojamos con el cariño y respeto que se merecen. Antes de comenzar la faena, observamos detenidamente la base del tronco para descubrir la entrada a la casa del Ratoncito Pérez y dejarle algún pequeño obsequio, luego buscamos la ubicación de los nidos vacíos que los pajarillos construyen cada año y ayudo a subir mis hijas a las ramas para que los observen. Más tarde, ellas, al igual que yo hacía a su edad, ayudan recogiendo las olivas de las ramas bajas y los mayores sacudimos suavemente con varas el resto, como temiendo dañarlas o causarles algún sufrimiento. Al acabar el trabajo nos sentamos en el mismo lugar donde, tal como era el deseo que no pude descifrar en su momento, descansan las cenizas de mis abuelos. Desde allí, en completo silencio, contemplamos cogidos de las manos el hermoso atardecer que nos regala la naturaleza y que tan pocas veces sabemos apreciar. Después llevamos a la almazara la cosecha, pero nos reservamos el saco con las aceitunas de nuestro olivo preferido, que molturo por separado en una pequeña prensa casera. De ellas extraemos el mejor aceite del mundo, al menos para nosotros, de sabor suave y afrutado, y del mismo color verde que los hermosos ojos que tenía mi abuelo.