182. Muero porque no muero
La figura se acercó con paso lento al olivo, había sido una noche dura. Apoyó la guadaña en la madera, se bajó la capucha negra y se arrebujó en un hueco entre las gordas raíces que sobresalían del suelo. Sus dedos esqueléticos se toparon con una oliva entre la tierra. Demasiado verde, demasiado pequeña. Su caída había sido precoz. Como tantas otras cosas, había perdido la inocencia antes de poder alcanzar la madurez.
Descansó la espalda en el colosal tronco, recordando cuando no era más que un injerto recién plantado, temblando al son de la brisa otoñal. Ahora, podía sentir el paso de los milenios haciendo mella en su corteza, reclamándolo. Era difícil encontrar algo permanente cuando todo era tan… mortal. “No me dejes sola”, le susurró, aunque sabía que era en balde. El tiempo nunca perdonaba, y a ella le cargaban la culpa.