180. Confidencias de un olivo
Veranear al amparo del campo bajo un sol de justicia hacía parecer a la alberca que recogía el agua del minado, un spa de lujo. De agua siempre helada por estrenada en su constante alimento a través de una manguera que, como una vena henchida en sangre, la llenaba de noche para regar bancales de papas, durante el día desangrándose mientras yo disfrutaba de baños que contaban, uno a uno, aquellos días de mi juventud.
Veranear con el sol chillando a voces después del almuerzo al que intentaba engañar acurrucado en la umbría convertida en castillo inexpugnable, del vuelo de un olivo especialmente grande con mi perra que me hacía de Sancho y yo como caudillo en ciernes de una mayoría de edad que ya llamaba a mi puerta y a la que apenas oía, igual que le pasa a la vida cuando la muerte aparece y nos lleva, siempre pronto, aunque sea tarde, sin tiempo de poder rezar un último Padrenuestro. Y creo esto, aunque nunca me haya muerto, no del todo, al menos, que un poco sí que lo he hecho, como a todos nos ocurre cuando dejas de ser niño, que es como ser intocable, aunque no lo seas.
Y de alguno de aquellos días recuerdo, ya tardeando, que buscando gazapos a los que probar puntería entre los terruños resecos y agostados del olivar donde solía sestear, armado con tirachinas y toda la vida por delante, tropecé con un olor nauseabundo que desvió mi atención de cazador, muy fracasado, en pos de eso que hace surgir la aventura, la mera curiosidad. Llamé a la perra, entretenida haciendo hoyos veinte pasos adelante, y al subir un repecho que terminaba justo en la hilada fronteriza del olivar con un trigal ya desmenuzado por las alturas que estábamos del año, vimos un rebaño de ovejas, todas con la cabeza gacha ramoneando los restos diseminados en el bancal. Fue entonces cuando sin aviso de la puñetera, sin decirme nada y eso que era su amigo, apenas coronar la loma y sin nada de espera, la perra se arrancó flechada sin poder contenerla dispuesta a correr a las ovejas y yo corrí tras la perra amenazándola de muerte sin ningún éxito de pararla, pues cuanto más le gritaba, ella más corría. Las ovejas huyeron coordinadas como olas de estorninos en el aire intentando poner distancia de por medio, lo que azuzó más a mi Sancho, que degradé en ese instante a chucho del demonio y se puso a perseguir, ahora a una, ahora a otra como si no hubiera un mañana con la lengua fuera y lo que me pareció una sonrisa en el hocico de lo que estaba disfrutando.
Rendido tras la carrera me hinqué de rodillas apoyando las manos en la tierra jadeando con el corazón en la boca, intentando recuperar algo de resuello. Fue entonces cuando, de entre una mancha de higueras que dominaba el bancal, resonó un silbido largo y portentoso que, como un disparo de salida, juntó dos enormes mastines en pos del tumulto formado. Jamás había visto perros como aquellos, grandes no, enormes, con lomos lanudos que daba calor verlos, y que con un andar pesado pero ligero se dirigieron hacia donde la perra campaba, ladrando con roncos y espaciados ladridos que hablaban, por lo menos yo los entendí así, de terror y espanto. Llamé a la perra desgañitándome en voces y aspavientos, pero entretenida en esa orgía que se había montado no me prestó atención y siguió a lo suyo, que no era sino acojonar a las ovejas, que morder no mordía a ninguna, así que no había peligro de muerte salvo que alguna estuviera sensible del corazón. Y mientras gritaba echando un ojo a la perra a ver si me miraba, con el otro observaba cómo los mastines se separaban yendo uno por un lado y el otro por la contra, envolviendo en táctica maniobra a esa loca de remate que sin darse cuenta se estaba viendo rodeada, sin posibilidad. de escape y con miras a un fatal desenlace. Pensé en correr de nuevo hacia la perra, pues ya estaba recuperado del resuello, pero no lo vi claro. Por un lado, un mastín; por el otro, un segundo. Quita, quita. Así que corrí hacia la higuera bordeando el campo lejos de los mastines hacia el dueño del silbido aquel. Corrí como alma que lleva el diablo mientras la perra ya había advertido el peligro y había parado de perseguir ovejas, pero ya era demasiado tarde, la maniobra de los perros pastores la había finalmente acorralado y ambos se acercaban sin dejar salida posible de escape. Llegué a la higuera y vi una muchacha tranquilamente sentada sobre una alpaca de trigo segado que se volvió al verme y comenzó a hablarme.
—¿Es tuya la perra? —me preguntó con calma. Debía tener, más o menos, mi edad. Era guapa.
—Sí —contesté con urgencia. —Yo… lo siento. Se me ha escapado. Por favor, no dejes que tus perros le hagan daño. Es todavía algo cachorra y solo quería jugar.
Suspiré aliviado cuando ella se levantó y se asomó fuera de la sombra que proporcionaba la higuera. Entonces, silbó llevándose una mano en postura hacia la boca y sonó un fuerte acorde claramente distinto al primero que había oído. Supuse con acierto que era de llamada cuando, inmediatamente, los perros dejaron de ladrar y vi cómo acudían corriendo a la orden de su ama. Yo aproveché para llamar a voces a la mía que se quedó plantada en medio del erial sin saber qué hacer, sin duda la presencia de los mastines en su camino era el motivo.
—Gracias. —acerté a decirle. —Voy a por ella.
—No te preocupes, ataré a los perros.
—Sí, buena idea. Por cierto, me llamo Juan.
—Yo, Laura.
Laura veraneaba con sus abuelos y le gustaba dormir la siesta a la sombra de la higuera mientras echaba un ojo al rebaño del abuelo. De ello me enteré en las siguientes tardes en las que tomé por costumbre asomarme en su busca. Le pedí perdón por segunda vez y ella le quitó importancia. Después le pedí que me enseñara a silbar. El tercer día que regresé hicimos concursos de tiro con mi tirachinas y unos botes que poníamos cada vez más lejos. Las tardes volaban con Laura y yo comencé a sentir algo para lo que aún no tenía palabras. Empezaba en la boca de mi estómago, continuaba por sus pechos perfectos que se adivinaban de forma nítida bajo la camiseta de tirantes, para finalizar en un pensamiento constante cuando ella se mudó, creo que, para siempre, a mi cabeza. Alguna vez el abuelo asomaba por la higuera, sin duda para echar un ojo a su nieta, que no a sus ovejas, o a lo mejor a ambas. No estoy seguro. Sin embargo, eso se quedó apuntado donde yo apuntaba las cosas importantes, como algunos odios y rencores, o las diez teorías sobre cómo besar a una chica.
Una tarde la llevé a mi olivo, ese grande donde cabían cien personas dentro, o dos si Laura venía conmigo. Ese donde la noche se hacía a media tarde por lo tupido de su sombra y podías poner un colchón para echar la siesta. Un olivo que no era la higuera donde aparecía el abuelo de Laura.
—Así que este es tu sitio secreto.
—¿Te gusta?
—A mí me gustas tú —me soltó sin siquiera desenfundar una insinuación o un aviso que me alertara, así que me dio en pleno corazón. Este empezó a sangrar en ese momento y, aún hoy que escribo esto, todavía no ha parado de sangrar.
Fue la primera que vez que vi unos pechos desnudos cuando ella se quitó la camiseta, mirándome a los ojos sin que yo pudiese mirarla a ella, entretenido en su cuerpo e intentando recordar aquello de cómo besar a una chica.
—¿Y yo, te gusto?
El olivo cerró los ojos mientras nuestras lenguas se buscaron en un enredo interrumpido cuando Laura puso su rodilla sobre mi bragueta. Supongo que el tiempo y la práctica son de aquellas verdades que perduran precisamente por verdaderas y, aunque Laura estaba a años luz del que les escribe en cuanto a la práctica, era evidente que aún no había recorrido el camino entero, por lo que el acercamiento a mi miembro, que ya en ese momento sentía listo para lo que pudiera venir, se vio interrumpido por la brusquedad que supuso un rodillazo en mis blandas partes.
—¡Joder! —exclamé protegiéndome con ambas manos mi hombría. Laura se separó al momento llevándose la mano a la boca con un gesto aterrado.
—Lo siento, lo siento…
—No, no importa… —intentaba decir mientras, doblado como una alcayata, boqueaba como un pez recién pescado.
—Déjame ayudarte, ven. Siéntate aquí —me dijo señalando el colchón. Yo me dejé llevar aún dolorido y me senté abrazado a mis rodillas mientras balanceaba mi cuerpo rítmicamente. Laura se sentó a mi lado tan cerca como la impenetrabilidad de los cuerpos permitía y yo, con la memoria fresca en mi inconsciente por el daño recibido, pugnaba por separarme de mi agresora. Así estuvimos, en una persecución en apenas diez centímetros hasta que me topé con el borde del colchón y tuve que rendirme.
—Déjame ayudarte. —me susurró al oído mientras su mano buscaba desabrocharme el pantalón. Y no sabiendo si me dolía más el rodillazo o el calor que sentía, mi cuerpo optó por el alivio urgente del, sin duda, peligro de incendio que sufría, no fuera a terminar aquello quemándome vivo y conmigo, ese olivo y a todo el planeta. Laura metió su mano y acarició mi entrepierna como si un perro fuera en una tarde limpia de vergüenzas. Mi boca se abrió en un gemido y ella la ocupó con su lengua mientras me separaba el calzoncillo dejando mi miembro cimbrando al aire, recogiéndolo en su mano diestra que no por derecha, sino por sus menesteres. Y yo me volví loco mientras el placer me subía por la ingle, el estómago y el cuello, explotando en mi cabeza. Y cuando sentía que ya no podía más su voz me detuvo con nuevo susurro en mi oreja.
—Voy a mirarte más de cerca. Es por si hay lesiones — me dijo. Y yo sin saber lo que me decía, le dejé hacer porque, ya en ese instante, me había arrebatado el cuerpo hasta el último átomo, la voluntad de hablar y de existir, el alma misma. Su boca se acercó a la herida y la humedad no evitó el incendio, pues me quemé entero derramando en su boca la sinceridad de ser al fin hombre, tres espasmos y todo mi deseo.
El olivo fue mi testigo y ahora es mi memoria. Y, cuando regreso a él, mi cuerpo tiembla al recordar aquella y otras tardes que vinieron y se fueron para no volver. Laura siempre existió en mi vida, aun cuando dejó de estar por una leucemia que se le cruzó, matándome por primera vez. Fue su abuelo quien me lo dijo, cuando otro verano prometía una vida entera. Sus lágrimas, al contármelo, se mezclaron con las mías mientras recordaba la última carta que recibí de ella donde, sin decírmelo, me lo decía y yo, ahora, al saberlo entendí aquellas letras que me mataron dos veces, la primera al leerlas y la segunda al comprenderlas.
«Se ha vuelto una costumbre en mis noches pensar en tu olivo. Lo hago como en alguien vivo al que puedo hablarle, como a un viejo amigo. Él me ha visto desnuda e indecente y supongo que eso lo convierte en confidente, por lo que, cada noche, antes de que me alcance el sueño, le cuento que te añoro, le digo cuánto te echo de menos. Y marco una herida en su tronco, que cuenta las veces que nos quisimos. Y, entonces, yo le suplico que si se nos viene la muerte, que sea en temprana visita, para que haga del nuestro un amor breve y eso lo convierta en eterno.»