178. El Lago

G.P.Z.

 

I. El Altar Pagano

 

     Recuerdo el 26 de julio de 1996 porque me levanté seca. Me puse las bragas y fui hacia el balcón, el piso estaba vacío. Yo era joven y crecía y todo se llenaba de presagios. Desde el balcón vi el desierto  rosa y seco, como yo esa mañana, y de forma automática me vestí, cogí la mochila y me fui a la vía del tren donde habíamos quedado.

Todas llegaron puntuales, yo llegué la primera y estuve pensando un rato acerca del plan tan propio que teníamos para despedirnos. Eran las 7:17, ya habíamos cruzado la vía y estábamos unas decenas de metros dentro del olivar. 

No hablamos mucho ese día, nos despedimos caminando una junto a la otra, caminando en un olivar aquel día convertido en desierto. 

     Cuando llevábamos media hora de camino Isa nos contó que le había explicado a su madre lo que había contado la profesora de arte sobre la pornografía; nos dijo que su madre se quedó en silencio, con cara de satisfecha, observándola, con aspecto de complacida por escuchar a su hija hablar de esas cosas. Isa era la más sensible de nosotras y siempre procuraba calibrar los efectos de su existencia en las y los demás.

La profesora de arte solía especular mientras caminaba entre las bancas sobre distintos aspectos del mundo relacionándolo con la teoría de su materia. A mitad del curso, mientras modelábamos con arcilla, estuvo hablando de la pornografía en relación a la exhibición de lo personal y privado y no dentro del ámbito del sexo, al cual circunscribíamos el término. Nos pareció interesante, durante un tiempo las cuatro buscamos ejemplos de ello y los comentábamos. También nos habló de la usura…mientras pintábamos o dibujamos en el cuaderno con las reglas.

     Fue la profesora la que trajo a la clase de comienzos de abril un texto de un escritor local anónimo para comentar.  Nos dijo que pronto las noches iban a ser más cálidas y los amaneceres alegres y que era oportuno leerlo. El texto hablaba de un  lago perdido entre los olivares, con fauna y vegetación fresca y viva, que sólo se podía encontrar con  fortuna. La profesora dijo que a su parecer era un texto muy bello, algo común en su época en tema y estilo. 

Carmen le preguntó si podría existir el lago y ella le dijo que probablemente no. El texto parecía ser el delirio místico de un poeta, aunque muy hermoso, que identificaba el cuerpo curtido y seco por el tiempo con el olivar milenario de Andalucía y la parte íntima que  puede salvarnos con el lago. Pero podía ser que sí; si nos interesaba el tema, dentro o fuera, tendríamos que buscarlo.

     Pasó el tiempo, terminó el curso, creció el verano, llegó el desierto y el 26 de julio salimos en busca del lago.

     Caminábamos en línea recta y girábamos con indiferencia, era sencillo orientarse en aquel paisaje: una llanura plagada de pequeñas elevaciones en distintas direcciones y en la media distancia un par de cerros de mayor altitud. Dejábamos a un lado y a otro las lindes, bordeábamos majanos que parecían túmulos de religiones antiguas y observábamos el paisaje en silencio. Andábamos rápido, no teníamos prisa pero sí mucha energía acumulada, carga eléctrica, en una tormenta nuestra turbulencia al caminar hubiese atraído a los rayos.

Algunas zonas eran un desierto completamente seco, solo olivos y tierra marrón surcada, rota en terrones, que acababa de descomponerse cuando pisábamos con energía. A mí ese ruido terroso me calmaba. Otras zonas eran un desierto más ruidoso. La tierra estaba compacta y había muchas plantas secas en colores pálidos, amarillos y grisáceos. Los insectos chillaban, parecían quejarse, a pesar de no ser más de las 10:00. Allí encontramos a un pastor con su hatajo de cabras.

     A lo lejos vimos al hombre mayor con su  grupo y poco a poco nos fuimos acercando. Las cabras empezaron a mirarnos desde lejos, no todas a la vez, se iban incorporando conforme acortábamos distancia. Llegó el momento en el que todas nos miraban con una pose fija, con familiaridad, pensando que pronto todas juntas echaríamos un bocado. El señor parecía también parte del paisaje; cuerpo seco, piel seca y con profundos surcos, un desierto también a no ser por la gorra del Tottenham que llevaba y que daba a la escena en su conjunto un toque de psicodelia.

Nosotras nos fijábamos en las cosas, hablábamos de algunas y jugábamos en la edad de los presagios.

Le preguntamos por el lago y dijo que nunca había visto ni escuchado la existencia de un lago en la zona. En su lugar nos habló de un sitio al que llamaban El Altar Pagano; teníamos que llegar a los dos cerros y justo al rebasarlos encontraríamos un barranco que se iba abriendo durante un par de kilómetros. En uno de los márgenes había un pequeño montículo y en lo alto uno de los olivos más antiguos. El árbol había sobrevivido a todas las épocas por encontrarse en el único lugar húmedo de la zona; siempre las gentes más ancianas del campo lo habían recordado y referido con admiración. Era lo más parecido a un lago que podríamos encontrar, dijo.

María había traído la bota de su abuela, la descolgó y nos la ofreció para agradecer lo contado y despedirnos. La bota la había preparado su tía según la receta familiar: vino, gaseosa, vermú y un chorreón de vodka para añadir adrenalina. 

     Continuamos, mientras caminaba pensaba que todo iba encajando bien, mojábamos con un par de tragos el rigor de aquel páramo seco y nos dirigíamos a un lugar antiguo como el lago. 

     Se acercaba el mediodía y el sol caía a plomo. Cruzamos los dos cerros por una pequeña silleta que se formaba entre ambos. El barranco empezaba con una estrecha grieta que se iba ensanchando conforme avanzaba en el terreno. Elegimos un margen para caminar, el que parecía más cómodo, y continuamos. Se notaba el frescor de la zona, había más vegetación y zonas de umbría. 

Después de unos cientos de metros, en el margen izquierdo, a la sombra de una esparraguera frondosa y seca, vinos un objeto negro refulgente. Parecía un trozo de manguera reciente estrenado, pero al acercarnos vimos como brillaban las pequeñas escamas. La serpiente había almorzado en cantidad, era una imagen de las que aparecen en los documentales. Un conejo, una rata, una paloma, tenía un gran bulto en mitad del cuerpo y no podría moverse en un tiempo. 

La escena fue cómica al final: cuando descubrimos que era una serpiente el corazón quedó en stand by un par de segundos. Luego la serpiente  enderezó la parte del tronco que podía mover, sacó la lengua e intentó bisbisear un poco. Pronto se dio por vencida, dejó caer el cuerpo levantado, de repente,  y fingió haber sufrido un desmayo mortal.

Nos reímos y nos alejamos dejándola descansar. Pensé en los sábados  que me dejaban tranquila, comía pizza y me quedaba tirada en el sofá sin poder moverme demasiado. Justo como una culebra, viendo Informe Semanal

Seguimos descendiendo y en una hondonada llegamos a un oasis, era lo más parecido a un lago que habíamos visto. En ese lugar, aún dentro del desierto el cuerpo y la mente se relajaban. Sobre nuestras cabezas, un poco hacia el oeste, se alzaba la elevación y el árbol imponente coronándola.

Desde el montículo se podía ver el paisaje a ambos márgenes del barranco, una inmensa llanura de olivos sin fin. Miles de puntos que formaban líneas rectas o perpendiculares a demanda, algo intermedio entre la geometría precisa de los barrios nuevos de la ciudad y la geometría difusa de la naturaleza.

     Nos instalamos debajo del árbol de la forma en que nos apeteció, la sombra era amplia y quedábamos todas a resguardo. Dejamos caer un pequeño mantel, a su amor, y nos sentamos a su alrededor. Carmen abrió la tapa de una falsa mochila que era nevera y algo sucedió: pudimos ver una costra de hielo que antes fue fino manto, cubriendo unas cuantas botellas de vidrio verde. Mientras quedábamos embelesadas con el humo que ascendía del hielo, Carmen nos informó de que había doce botellas de una cerveza belga que gozaba de su completa estima; botella de color verde intenso y brillante, escudo con borde blanco y centro rojo, y letras doradas que complementaban según la luz a los brillos del verde. 

Después de sacar y abrir las primeras botellas, nos ofreció un tarro de aceitunas de cornezuelo king size. 

María repartió unos bocadillos que también había preparado su tía. Había puesto un aceite verde de primera cosecha que pesaba en la lengua por su intensidad, tenía tiempo y probablemente había pedido cualidades, pero su mezcla con el pan sentado y las betas de tocino del jamón  lo hacían delicioso. 

Ahora sólo es un recuerdo, pero esa comida inesperada fue como la llegada de Papá Noel.

Yo tenía un termo de café; después de comer nos tumbamos entrelazadas, tomamos una taza y fumamos.

 

 

II. La vía del tren

 

     Estuvimos descansando un buen rato, dormitamos, dieron las 16:15, nos quedaban entre 5 y 6 horas de camino y nos pusimos en marcha.

La vuelta fue más apacible, ya no buscábamos nada y dejábamos caer las piernas sin tensión. Tampoco hablamos demasiado, supongo que cada una pensaba en sus cosas, teníamos planes que comenzaban pronto; fueron pasando las horas y los pasos y llegábamos al final.

     Carmen nos contó que estaba leyendo un libro pero no nos quiso decir el título, se hacía la misteriosa y presumía. Nos dijo que había aprendido que se podía merendar bollos de pan cubiertos de pimentón con aceitunas y que existen historias de amor telúricas que crean y destruyen corteza. Nos reímos con los bollos de pimentón, ochíos gritamos.

Al escuchar lo del libro María pareció salir de una burbuja: nos contó que ella estaba tomando apuntes para probar a escribir uno, una novela negra de la que aún no conocía el título. La historia partía de un crimen en la Fiesta del Primer Aceite.

Era la hora de comienzo de la ceremonia, todas las autoridades estaban ya presentes y el presidente de la Cooperativa Nuestra Señora de la Concepción, anfitriona del evento, no aparecía. Su esposa no lo localizaba y el acto debía comenzar. Aún en los preliminares, se escucha una voz desesperada avisando a los asistentes. Todos corren hacia la sala de trofeos; el cuerpo de Don Sebastían Ledesma yace bajo la escultura del olivo de bronce que se había encargado para la celebración de los 150 años de la cooperativa.

La investigación la lleva la inspectora hispano – peruana Genna Ojeda que en pocas semanas y con la colaboración de Scotland Yard, logra detener y sentar en el banquillo a Susan Smith Branson, gerente de Aceites Ecológicos Branson, empresa rival y competidora directa de la cooperativa de Don Sebastián. 

Cuando entra en prisión, Susan deja una hija de 5 años, Peggy Loise.   Con 20 años habrá tomado el mando haciendo valer las acciones de su madre, reflotado Aceites Ecológicos Branson y absorbido la Cooperativa Nuestra Señora de la Concepción, convirtiendo su empresa en la más pujante del sector en la provincia de Córdoba. Respetada y temida por igual. 

Cuando a Peggy Loise le preguntaron por qué había puesto el árbol de bronce de Nuestra Señora de la Concepción en la entrada del edificio principal de la cooperativa Branson, dijo que para que todo el mundo supiese que Aceites Ecológicos Branson iba a durar 150 años más.

Todas quedamos muy impresionadas y la animamos a que siguiese, parecía una historia costumbrista con mucho jugo. Sentí gran curiosidad por la novela en el futuro.

     Les dije que en un par de días me iba , que debía llegar y buscar un sitio donde quedarme pero que lo que en realidad me apetecía era irme a Yellowstone, con los científicos que estudian a las manadas de lobos. Estar seis meses viviendo en el parque, conduciendo la camioneta del equipo y bañarme en las pozas de aguas termales. Luego, ya que estaba allí, pasar los siguientes 6 meses recorriendo los Estados Unidos.

Carmen dijo que si aparecía el genio de la lámpara le dijese que las incorporara a ellas en los segundos 6 meses y que les hiciese llegar una foto mía conduciendo la camioneta Ford por los carriles del parque. En condiciones normales hubiesen aparecido más chistes pero empezaba a anochecer y el cansancio nos hacía economizar palabras.

 

     A lo lejos ya veíamos las luces de la ciudad, no quedaba mucho más de una hora de camino aunque se había hecho más tarde de lo previsto, la vuelta suele ser más relajada. Al rebasar una linde apareció un zorro que se movía con paso trotón, silbando una rumba. Nos miró mientras seguía caminando, no nos hizo mucho caso, parecía tener una encomienda y a ella se dirigía. Isa dijo que podía ser una Inari japonesa y que seguro tendríamos suerte y arroz en nuestra vida.

Siempre tengo este recuerdo de Isa, después de aquel día no la vi nunca más.

Llegamos a la vía del tren, nos despedimos y nos dividimos en parejas. Nos adentramos en la ciudad y cada pareja volvió a despedirse. En los años siguientes fui a la vía en alguna ocasión pero solo quedaban restos de tribus extrañas.

Recuerdo que aquella noche del 26 cuando llegué a mi casa seguía estando seca y tuve la sensación de que se aproximaba el vacío; lo que había pasado ese día no era demasiado y a la vez, en el futuro, no quedaría mucho más.