
178. El campo te habla
Era una tarde de domingo de finales de septiembre. Se respiraba ya el aire del otoño. Era un aire frío y puro. Un aire cargado de silencio, soledad y nostalgia.
Un año más había quedado atrás el bullicio del verano. Las escandalosas visitas familiares, que hasta unos días antes habían llenado de vida el pueblo, estaban ya de vuelta en sus grandes ciudades. Ahora las calles estaban vacías. A aquella hora del domingo, los habitantes perennes de la aldea ya se habían recogido en sus casas a descansar y prepararse para la semana entrante. Afuera sólo se oía el sonido de algún televisor que se escapaba entre los barrotes de una ventana entreabierta a pie de calle.
En esas tardes, Julián no se sentía con fuerzas para luchar contra la infundada tristeza que le invadía. Sabía desde el principio que era una batalla perdida, así que se rendía y se dejaba atrapar por ella. Se sentaba en su sillón, encendía la tele, perdía su mirada en el infinito y se abandonaba a pensamientos a los que ni siquiera prestaba atención. Mientras Luisa, también en silencio, iba de una habitación a otra entregada a alguna tarea del hogar.
Pero aquella tarde fue diferente. Aquella tarde Julián decidió huir de esa tristeza, o enfrentarse a ella, según se mire. Se levantó del sillón, cogió las llaves del coche y se dirigió a la puerta. Murmuró un “ahora vengo” y, sin saber seguro si Luisa le había oído, salió a la calle, se subió al coche, arrancó y empezó a conducir.
Al principio no sabía a dónde estaba yendo. Se limitó simplemente a salir del pueblo, conduciendo despacio como era habitual en él. No le hacía falta tomar ninguna decisión. Se guiaba de forma inconsciente. El cielo estaba nublado, pero no parecía que fuera a llover.
Estuvo conduciendo unos minutos. El ruido gris de la radio desintonizada del coche no le molestaba, ni siquiera lo oía. Pero cuando hubo dejado atrás las últimas casas, cuando en el espejo retrovisor sólo veía la carretera que iba dejando a su espalda, tuvo la certeza de a dónde se dirigía. En realidad, lo había sabido desde que se levantó del sillón, pero hasta ese momento había actuado como un autómata. Julián estaba de camino a aquel lugar tranquilo. Aquel lugar donde se sentía lejos de todos y de todo, donde nadie sabía dónde estaba. Aquel lugar en el que desaparecía.
Continuó un rato por aquella carretera estrecha de asfalto, consciente ahora de a dónde iba. De repente, levanto el pie del acelerador y dejó que el coche redujese la velocidad hasta casi pararse, pisó levemente el pedal del freno y giró el volante para tomar un desvío a la izquierda por un camino de tierra que habría pasado desapercibido para cualquier otro.
Conducía con lentitud extrema, intentando en vano evitar todos los baches que se le ponían por delante, mientras por el rabillo del ojo iba viendo pasar aquellas sombras cada pocos metros a ambos lados del coche.
Se detuvo a un lado del camino, aunque sabía que no le hacía falta tomarse esa molestia. Por allí no iba a pasar nadie, y menos en aquella tarde de otoño. Bajó del coche, no sin cierto esfuerzo, y le reconfortó esa primera pisada en la tierra y aquel olor fresco y conocido.
Era justo allí, donde cada día era igual, donde daba lo mismo si era domingo o martes, donde Julián se sentía más sólo y más acompañado. Acompañado por sus pensamientos y acompañado por aquellos árboles, que siempre estaban allí. Aquellos árboles de semblante tranquilo, tronco retorcido y aspecto sabio.
A esa hora, la luz caliza de aquel atardecer de otoño les daba a las copas de los olivos ese color verdinegro que es sólo suyo. Julián echó a andar. Paseó con pies expertos pisando la tierra quebradiza, siempre con la mirada alta. A veces trastabillaba al pisar alguna piedra, pero parecía no darse cuenta. Enseguida recobraba el equilibrio sin necesidad de mirar al suelo. Caminaba sin rumbo. A veces se paraba entre dos hileras y estiraba la vista hasta los cerros vecinos. Cerros llenos de los mismos árboles. Todos iguales. Todos diferentes.
Siguió andando, torciendo a izquierda y derecha de forma aleatoria entre las calles de olivos, a la vez que los examinaba uno por uno con mirada experta. Pensó en eso que dicen de los pastores, que son capaces de reconocer a cada una de sus ovejas. Tenía claro que no se podía comparar, pero, mirándolo bien, ¿no cuidaba también él de su rebaño? Se aseguraba de que tuvieran suficiente agua y comida, las curaba cuando estaban enfermas, las ordeñaba… ¡Pero si hasta las esquilaba una vez al año!
Mientras se le ocurrían estas cosas, Julián seguía caminando. Ahora el terreno se ponía un poco más empinado y, a su edad, empezaba a costarle trabajo. “Si pudiera pastorearlas hasta lo llano”, pensó, “¡qué fácil sería!”. Y aquella idea de una trashumancia olivarera le hizo sonreír.
Pero entonces le sobrevino un pensamiento menos divertido. Un pensamiento que no era nuevo y que borró aquella sonrisa: “Y después, ¿qué?” ¿Qué pasaría cuando él no estuviera? ¿Quién vendría a verlas? ¿Quién cuidaría de ellas? Sus hijos hace años que se hicieron mayores y se habían ido a vivir lejos. Tenían otras vidas, sus propias vidas. Sus propias vidas con sus propias preocupaciones, sus propias alegrías, sus propias penas y sus propios secretos. Ellos no estarían allí para visitarlas cada día. “¡Y pensar que fue por vuestra culpa! Espera, no… “¡Y pensar que fue gracias a vosotras que ellos se fueron lejos!”. Había algo de ironía en todo aquello.
Le daba vueltas a esto mientras seguía paseando, sin prestar atención a nada más.
De repente, Julián tuvo una sensación extraña. Una sensación que no había tenido nunca. Algo que no sabía qué era, pero que lo hizo detenerse y quedarse completamente quieto mientras intentaba entender. Se quedó clavado a aquella tierra, con los brazos caídos a los lados y la mirada perdida. Permaneció así unos segundos.
Entonces se levantó un poco de aire que agitó las ramas de los olivos y que hizo que Julián volviera a entrar en sí. Giró la cabeza y miró al árbol que tenía más cerca. Miró el tronco oscuro, rígido y rugoso. Poco a poco fue levantando la vista a donde se abrían las ramas y, más arriba, hasta la copa. Aquel árbol se erguía majestuoso frente a él, y su gran volumen de hojas se temblaba sin orden alguno. Cuando consiguió abarcar todo el conjunto, sintió como si aquel árbol le estuviera devolviendo la mirada. Una mirada compasiva.
Lo observó un momento. Después desvió su atención al árbol vecino. Y de ése, al siguiente. Y así su mirada se fue posando de un olivo a otro como un gorrión. Miró primero a los que tenía más cerca, luego a los que estaban detrás y después a los de más allá. Y sintió que todos lo miraban con afecto, como si hubieran escuchado sus pensamientos.
«Tenéis razón. No tengo razón para preocuparme. Vosotros no habéis sido míos, soy yo el que ha sido un poco vuestro. Vosotros siempre habéis estado y siempre vais a estar aquí. Tenéis vuestra vida aquí, igual que yo tengo mi vida en otro lugar, con los míos».
Los árboles le sonrieron con ternura. Protectores de aquel hombre y a la vez agradecidos por todo lo que él había hecho por ellos. Julián se quedó un rato así, mirándolos y sintiendo como ellos le devolvían la mirada y escuchando lo que le decían.
De pronto se levantó un poco de aire frío que sacó a Julián de su trance. Levantó la vista, miró al horizonte y vio la franja azulada que precede a la penumbra. Él siempre decía que aquella hora era cuando mejor se estaba en el campo. Que era la hora a la que el campo le podía hablar a uno. Volvió a mirar a los olivos, pero ahora ellos ya no le miraban. Ahora sólo vio troncos inmóviles y ramas que se extendían y se doblaban un poco con el peso de la aceituna todavía verde. Los árboles que hace un momento le miraban parecían ahora inertes.
Se quedó un rato más allí parado, hasta que se hubo sacudido los últimos coletazos de aquellas ideas y se hubo desentumecido de aquel aire frío. Entonces se dio cuenta de que se le había hecho tarde. Ya era hora de volver. Tenía una vida a la que regresar, y tenía que regresar a las vidas de otros.
Emprendió el camino de vuelta al coche, apretando un poco el paso para entrar en calor. Esta vez no dio rodeos. Enseguida llego donde había aparcado. No tuvo que buscar las llaves, siempre se las dejaba puestas. Subió al coche, arrancó y maniobró para dar la vuelta.
Según conducía por aquel camino de tierra tuvo la sensación de que los olivos volvían a cobrar vida a sus espaldas. Sus troncos seguían quietos, pero sentía como sus miradas se volvían hacia el coche al pasar. De repente, uno de ellos gritó: “¡Vuelve mañana, Julián!”. “¡Y pasado mañana!”, gritó otro. “¡Vuelve siempre!”. Y así un árbol tras otro hasta que el ruido del motor y la distancia taparon sus voces.
Llegó al borde de la carretera, todavía un poco sobrecogido por sus propios pensamientos. Se detuvo, miró a ambos lados y giró a la derecha para iniciar el camino de vuelta al pueblo. Conducía ahora de manera mucho más consciente que durante el camino de ida. La noche le empezaba a ganar terreno al atardecer y tuvo que dar las luces.
Al cabo de unos minutos estaba de vuelta. Llegó a la puerta de su casa, aparcó sin necesidad de maniobrar y se quedó un rato dentro del coche. Al principio no pensaba en nada, sólo escuchaba el repiqueteo del motor al enfriarse.
Estaba de vuelta en su vida. Una vida real y llena de cosas buenas. Permaneció un rato más sentado dentro del coche, otra vez con la mirada en el infinito igual que cuando había estado sentado en el sillón del cuarto de estar unas horas antes. Pero con una sensación muy diferente.
Salió del coche a la calle oscura y desierta. El aire estaba aún más fresco que por la tarde. Por las ventanas de algunas casas se escapaba ahora una luz cálida que se mezclaba con la de las farolas.
Al abrir la puerta de su casa, el sonido del televisor en el salón le produjo una sensación agradable. Desde que Luisa y él se quedaron solos no se había acostumbrado a vivir en una casa sin ruidos.