
175. La sed
—No, pelotudo. No es un cambio de aires, es un cambio de vida. Si dejás atrás la ciudad con toda su gilada no es para vivir en una casa con la tele y el cheslong y hacer lo mismo que en el piso, ¿entendés? ¡Mirá!, mirá esto —dijo junto al olivo más cercano imitando el grosor del tronco mientras rodeaba el aire con sus brazos— ¿Sabés lo que es esto? ¿Entendés la fuerza y resistencia que emana de él? Este cabrón lleva acá, ¿cuánto? ¿doscientos años? ¿Alguna vez pensaste en la vida desde el punto de vista de un olivo?
Apoyado en el tronco del árbol, se quedó mirando las ramas. Tuve espacio para reflexionar. No, nunca había pensado en la vida desde el punto de vista de un olivo. La fuerza bruta y perseverante, la lucha contra la maleza. La resiliencia. La sobriedad.
La sed.
A la mañana siguiente desperté inquieto. Preparé café y salí de la caseta. Minutos después se sentó en la otra silla de camping. Fumamos un par de cigarrillos en silencio, observando el paisaje. Viajé con la vista, rozando las copas de los árboles en bajada. Más allá del cañón seco de la riera, la pendiente disminuía. Atravesé la llanura que se interponía entre la pequeña sierra donde nos encontrábamos y el mar. Me detuve en el delta. Los olivos habían dado paso a los arrozales.
—¿Bajamos?, dijo.
Bajamos.
Instalamos el campamento base en el bancal catorce. Preparó la mezcla para la desbrozadora. Yo me armé con un hacha, tijeras y cortasetos. Nos pusimos manos a la obra. Alejado de la máquina, que de vez en cuando escupía piedras con fuerza, me puse a podar. Me molestó agacharme las primeras veces, pero pronto olvidé la incomodidad. Me enzarcé en una batalla contra la maleza. Me reía cuando se tornaba personal contra las plantas más tozudas. Adquirí destreza rápidamente. Apartaba rocas, abría caminos entre olivos y repasaba las paredes de piedra de los bancales. Sudaba a mares y estaba deshidratado. La cantimplora se encontraba a quince metros, pero no quería parar. Me enderezaba, arqueaba la espalda presionando con los puños a la altura de los riñones, me ajustaba el sombrero de paja, y seguía podando. El campo me provocaba un frenesí que dejaba mi mente en blanco. No había clases que preparar para adolescentes apáticos ni carreras por el metro siguiendo el Google Maps. Había esos seres centenarios y sus ramas poderosas y bancales construidos sobre la montaña por quién sabe quién, cómo o cuándo.
A lo lejos, la máquina se quedó en silencio.
—¡Se acabó la mezcla! Vení al campamento base.
Durante el descanso, bebimos vino y comimos tortilla. Nos fumamos un sorete a medias y contemplamos el cañón. Bajo la sombra del campamento base soplaba una brisa refrescante. Se estaba en la gloria.
Entonces puso sobre la mesa el tema que estaba deseoso por sacar:
—Este lugar sería un proyecto espectacular.
Me quité los guantes de encima del muslo, los lancé sobre la mesa y agarré el vino.
—De momento es una cosa de fin de semana. Está bien que cada vez que venimos lo dejamos algo mejor…
—¿Algo mejor? Escuchame una cosa, taradín: entre el último fin de semana y este arreglamos un montón de bancales que no se tocaban desde antes del covid. Incluso abrimos algunos pasos que ellos jamás vieron transitables. Están recontentos. La ilusión les despertó de nuevo. Les da vida.
—Y a nosotros.
—A nosotros más. Ahora imaginá que le conseguimos sacar el máximo de olivas a este lugar.
—No sé. No estoy seguro de que dé para un proyecto. Si se pudiera trabajar con los terrenos abandonados de alrededor…ahí igual sí se podría pensar algo.
—Uuuuh, vos sos un tirabombas ¿eh? Dejame que te muestre algo.
Se recostó en la silla estirando la pierna para sacar el móvil. Me enseñó una imagen del catastro.
—¿Qué estoy mirando?
—La herradura. Ya lo averigüé, mofetín: Todo el terreno con forma de herradura que rodea los bancales que conocés son de un mismo propietario. El pelotudo tiene todo abandonado salvo un par de bancalitos pegados a la casa.
—Vamos a verlo, dije.
Bajamos al último bancal y observamos aquellos olivos abandonados a su suerte silvestre que nos separaban del cañón. Nos aventuramos entre la maleza con el hacha y el cortasetos y llegamos hasta abajo, donde descubrimos un último muro de piedra, más alto que los demás, que algún día debió ser el límite hasta donde llegaba el agua. Era imposible no imaginar cómo había sido todo aquello en otro tiempo. Pequeñas pozas donde los niños saltaban haciendo piruetas en el aire, senderos limpios entre los bancales que bajaban hasta la riera desde distintas casas y terrenos, perros siguiendo a los niños y ladrando mientras los adultos golpeaban los olivos con sus varas. Olivos exuberantes en cada bancal.
—¿Qué decís ahora?
-—Este sitio es increíble. No me puedo creer que esté así.
—¿Y no pensás que al viejo propietario de la herradura le tiene que gustar la idea de que todo esto esté bien cuidadito?
No podría entender que a alguien no le interesara recobrar la vida de todo aquello. Volvimos al trabajo. Le dimos duro como si cada pequeño rincón podado fuese a descubrir una nueva maravilla. Como si cada minuto empleado a fondo nos acercase a algo que todavía no sabíamos qué era. Sin embargo, mientras podaba, mi mente ya no estaba en blanco. Un torbellino de imágenes e ideas irrumpieron con fuerza. Ahora no solo estaba relajado, estaba soñando despierto. Estaba soñando el sueño de otro, trabajando el terreno de otros, proyectando sobre los bancales de alguien más.
Sobre las ocho subimos a la caseta. Llenamos un cubo de la cisterna que acumulaba el agua de lluvia con un sistema de canaletas desde el tejado, nos quedamos en calzoncillos y nos aseamos haciendo pequeños charcos de agua con las manos. Acumulamos leña para hacer un fuego en la barbacoa de piedra y nos abrimos un par de cervezas.
Mi cabeza daba vueltas a muchas cosas y eso me cortaba el habla. Pensé que lo mismo debía ocurrirle a él, callado mientras avivaba el fuego. No sabía en qué pensaba, de modo que decidí romper el silencio volviendo a mi posición de tirabombas.
—Lástima que todo sea tan complejo.
Antes de contestar, colocó dos troncos más y metió algunas piñas en la base del fuego. La llama ya crepitaba y los dos la mirábamos fijamente. No había otra luz más allá de aquel calor.
—Agua, dijo. A este sitio le falta agua. Ese es el verdadero problema. No hay pozo, no hay riego y hace tres meses que no cae una sola gota. Agua…
Los sueños de toda una tarde se secaron de repente. Pero estábamos allí, en aquel espacio mágico, cocinando sobre las brasas, bebiendo, riendo y saboreando silencios. Nadie parecía necesitar un proyecto en el campo hasta que rompió el silencio por última vez mientras mirábamos las estrellas.
—Me ahogo, boludo.
Asentí sin mirarle y él lo supo.
—Me ahoga la ciudad, me ahoga la gente, me ahoga la gilada, me ahoga la guita. Me ahogo en todos lados, menos cuando vengo acá.
—Tenemos que seguir viniendo.
Se levantó y yo seguí mirando algún punto perdido en el cielo. Volvió con los cojines del respaldo de un sofá bajo el brazo y se tumbó. Entendí que dormir al raso mirando el cielo era su manera de aprovechar cada instante que pudiera disfrutar de aquel lugar, de modo que entré a por más cojines y le imité.
Algo frío me golpeó en la mejilla, después en la oreja. A continuación, un suave redoble a un par de metros activó en mí algún sentido dormido. De nuevo algo frío, esta vez sobre mi sien. Abrí los ojos justo a tiempo para permitir el impacto de una gota contra mi pupila. Me incorporé dejando caer la manta sobre mi regazo. El redoble sobre el tejado aumentó en intensidad.
—Está lloviendo, dije para mí.
—¡Agua!, gritó él ¡Agua!
Nos incorporamos con la velocidad del que pone el despertador en la otra punta de la habitación. Recogimos los cojines y colocamos las sillas en el interior de la caseta, mirando hacia fuera. En pocos minutos un aguacero desbordaba las canaletas del sistema de recogida. El cubo que utilizamos para ducharnos también rebasaba de agua. Tras el sonido violento de la lluvia se podía distinguir el ruido de la cisterna abasteciéndose desesperadamente. Bebimos café, aunque no podíamos sentirnos más despiertos. No sé qué hora era pero sí que el sol estaba saliendo de nuevo.
Abajo, los olivos adquirieron un color intenso, como pasado por un filtro de vida. Los troncos, mojados, parecían más oscuros. El verde de las hojas tenía un barniz plateado. Las olivas centelleaban en ramilletes verdes. El manto de plantas que rodeaba cada árbol absorbía el agua para la tierra con un drenaje impaciente. Nosotros, en la caseta, cocinamos paella y bebimos más vino, pero sobre todo miramos la lluvia caer.