
174. Las brujas y las ánimas
— ¡Las brujas, son las brujas! — susurraba el anciano con la nariz pegada al cristal de la ventana.
Y la niña, que sabía la verdad, reía, aplaudía y aupaba a su muñequita de trapo hasta que le parecía que el rostro inerte de su compañera de juegos se iluminaba de gozo y ambas caían rendidas sobre la jarapa que la abuela había colocado para su nieta en el suelo.
— ¡Qué bien que estén aquí, abuelito! — jaleó entonces con inocencia.
Pero el abuelo no contestó y la niña, colmada de inquietud ante el silencio, se incorporó para observar el reflejo del anciano sobre el cristal empañado de la ventana. La boca semiabierta, la saliva deslizándose por las comisuras, los ojos tan abiertos que casi parecían amenazar con salirse de sus cuencas y la frente aplastada sobre el cristal. ¿Quién era ese hombre de temblor frenético? ¿Qué había hecho con su abuelo? La niña se lo preguntó a la muñeca, pero la única respuesta que recibió fue el eco metálico del cucharón arañando las paredes metálicas de la cuajadera desde la cocina.
— Nada, nada — le dijo la abuela cuando sintió la mirada interrogante de su nieta —. Es cosa de la vejez, que los vuelve locos.
— ¿A quiénes, abuelita?
La anciana, que llevaba el mandil cargado de hojas de laurel y romero, se apartó de los fogones para observar a su única nieta.
— A los vivos — replicó apartando los mechones rebeldes de la frente de la niña.
— ¿Eso significa que a ti también te pasará?
Las lágrimas ya amenazaban con inundar los ojos del color de la miel de la pequeña. No soportaba imaginar a su abuela pegada al cristal de la ventana del salón, con los nudillos blancos de apretar los visillos de la cortina y la mirada perdida en algún lugar, muy lejos de ella.
— ¡Qué cosas tienes! ¡Pues claro que no!
— ¿Y cómo lo sabes? — dijo la pequeña entre sollozos y pucheros.
— ¡Ja! ¿Tú qué crees? Me lo han contado las brujas.
Como si acabase de pronunciar la palabra mágica, la niña se limpió las lágrimas y comenzó a dar saltitos de alegría. Entre risas, la abuela se llevó un dedo a los labios.
— ¡Cuéntame otra vez la historia de cuando conociste por primera vez a las brujas! ¡Por favor, por favor, por favor!
Pero antes de que la abuela pudiese comenzar el relato, una ráfaga de viento seguida de un golpe seco inundó la pequeña cocina de azulejos blancos y luz gélida. La niña corrió a esconderse tras los faldones de la anciana, pero la mujer le señaló la despensa y le susurró que vendría a por ella en cuanto viese qué era ese ruido.
Obediente, la pequeña se metió en la habitación y cerró la puerta tras de sí. La bombilla que colgaba desnuda del techo hacía tiempo que se había fundido, así que, como si se tratase de uno de sus juegos, la niña pasó la mano por el estante inferior en busca del tacto frío y metálico de la linterna que su abuela guardaba para emergencias. En cuanto el foco de luz iluminó las baldas colmadas de latas de conservas y botes de mermelada casera, la niña se sintió mucho más segura. Se sentó con la espalda apoyada en la puerta y colocó a su muñeca frente a ella, apoyada a su vez en una de las garrafas de aceite de la última cosecha.
Al principio, la niña permaneció en silencio, esperando escuchar la voz de su abuela o los pasos rápidos de su abuelo, sin embargo, conforme pasaba el tiempo se sentía más atraída por lo que le rodeaba. Imaginó que en las juntas de las baldosas habitaban duendecillos diminutos que aguardaban al amanecer para salir y darse un festín de pan y mermelada, que las latas se convertían en peces metálicos que saltaban de un estante a otro cuando nadie miraba y que entre las hojas de albahaca dormitaban las hadas, esperando a que su reina volviese de su viaje al lejano Mar de los Sueños. Sin embargo, ninguna de las historias que surgieron en su mente pudieron distraerla del efecto que la luz tenía sobre el líquido dorado que reposaba en las garrafas y la narración que las burbujas oscilantes de aceite le recordaban.
— ¿Quieres que te cuente la historia de las brujas? — le preguntó con un susurro a la muñeca.
Su compañera de juegos asintió con brío, o al menos eso imaginó la niña, para después lanzar una pregunta sin mover la línea pespunteada que hacía de boca.
— No es un cuento — le aseguró la pequeña a su amiga de trapo —, es una historia real. ¿Qué quién lo dice? ¡Pues mi abuela, boba! Ella siempre, siempre, dice la verdad.
La muñequita, que de pronto pareció cambiar su carácter de dócil a rebelde, continuó argumentándole a su compañera las razones de su escepticismo hasta que la niña, cansada de aguantar su incredulidad imaginaria, se puso en pie.
— ¿Cómo que no me crees? ¡Ahora verás! — le espetó al diminuto ser de trapo mientras lo agarraba de la pierna y abría la puerta de la despensa.
Aguardó un instante con el pomo en la mano, aguzando el oído: nada, ni un solo ruido. Se le formó un nudo en la garganta al atisbar la cuajadera sobre el fogón apagado. ¿Dónde estaba su abuela? ¿Cuánto tiempo hacía que se había marchado? ¿Por qué no había vuelto a por ella? El corazón de la pequeña pasó del galope a la carrera en apenas un instante; incluso ella sabía que los adultos responsables nunca dejan solos a los niños.
Caminó hasta el umbral de la cocina y se asomó al pasillo en penumbra. El resplandor cálido de la lumbre que crepitaba en la chimenea del salón casi se había extinguido y las ráfagas esporádicas de viento hacían que la puerta principal, que durante la noche permanecía cerrada a cal y canto, golpease el tope que alguien le había puesto para que no se cerrara.
— ¿Abuela? — la voz apenas llegó a sus propios oídos.
La niña sincronizó sus pasos con el ritmo lento e inexorable del reloj de la entrada, aunque de pronto todo le pareció tremendamente ruidoso: su cuerpo, su respiración, el suelo, el roce de la tela de su ropa… Incluso la muñeca llena de parches y remiendos le resultó tan ofensivamente estrepitosa que se planteó dejarla allí, sin embargo, el miedo a quedarse sola la disuadió.
Al llegar a la puerta principal titubeó. La pequeña estaba tan acostumbrada a la idílica imagen del olivar durante el día que nunca hubiese imaginado que los olivos de la finca de sus abuelos pudiesen resultar tan feroces durante la noche. Se arrepintió de no haber llevado la linterna consigo, pero le aterraba la idea de volver sobre sus pasos hasta la cocina porque, ¿y si en el interior de la casa había seres horribles aguardando a que cometiese el más mínimo fallo para lanzarse sobre ella? No se arriesgaría a volver sin su abuela.
Dio unos pasos al frente, apretando a la muñeca contra su pecho, y apretó el paso en dirección a la alberca. No le hacía falta la luz artificial para orientarse, tan solo el resplandor de la luna llena y su conocimiento del terreno eran suficientes para ella.
— El abuelo siempre dice que el olivar es como un mar y que nosotros somos los únicos marineros capaces de navegar en él sin perdernos — se dijo a si misma para tranquilizarse —. Un mar verde capaz de producir líquido dorado.
La niña empezada a discernir la estructura de la alberca unos metros más adelante cuando observó movimiento por el rabillo del ojo. Pensó que tal vez fuera un animal salvaje, uno de esos pequeños roedores que aprovechan la noche para salir a comer, pero el crujir de las hojas secas y las ramas le hicieron suponer que aquello poseía mucha más envergadura.
— ¿Abuela? — susurró sollozando.
— ¡Corre! ¡Corre!
La pequeña pudo observar el blanco impoluto del mandil de su abuela bañado por la luna justo frente a ella. La anciana corría hacia ella, pero la niña, paralizada por una mezcla entre miedo y alivio, era incapaz de moverse. Percibió un siseo a su derecha.
— ¡No! ¡No te pares, corre! — le gritó la mujer.
Pero era demasiado tarde. El anciano abandonó su escondite entre las sombras y permitió que su nieta, a la que era incapaz de reconocer como tal, lo viese empuñando su escopeta de caza.
— ¡Bruja! ¡Bruja! — mascullaba entre dientes sin apartar el dedo del gatillo — ¡Ya te tengo!
— Abuelo, ¿qué haces? ¡Soy yo!
El cuerpo de la pequeña comenzó a temblar violentamente y la muñeca se deslizó hasta sus pies entumecidos. No entendía nada de lo que ocurría.
— ¡Colgaré tu cabeza sobre la chimenea! — gritó entre carcajadas.
— ¡Para ya! ¡Por Dios! — le suplicó la anciana a su marido cuando solo les separaban unos metros de distancia.
Pero el anciano parecía estar lejos, muy lejos de aquel olivar como para entender a las razones de su esposa. Ya no era ni abuelo ni marinero, tan solo un cuerpo controlado por un parásito de instintos enfermizos, un ser de pesadilla con sed de sangre que apretó el gatillo y aguardó al éxtasis del metal traspasando la carne.
La niña cayó al suelo sobre su espalda y observó la luna sobre su cabeza. Tal vez fuese el faro en aquel mar de olivos. Tal vez la ayudase a encontrar el camino ahora que estaba tan perdida.
— Abuela — le dijo a la anciana que ya se encontraba arrodillada junto a ella —, cuéntame la historia de cuando conociste a las brujas por primera vez.
La mujer tomó la cabeza de la niña y la puso sobre su regazo.
— Era una noche de luna llena como esta — comenzó la mujer entre sollozos —. No podía dormir, así que decidí escabullirme en silencio y salí a dar un paseo. Como era más de medianoche y apenas se veía nada, me entró mucho miedo a mitad de camino y comencé a tararear una nana que me había enseñado mi abuela para ahuyentar a los malos espíritus. Canté y canté sin que nadie me interrumpiera, hasta que llegué a la alberca y una joven hermosa apareció entre las olivas y me mandó callar.
>> “¿No ves que estamos trabajando?, me dijo con la voz más dulce que he escuchado jamás. “¿Quiénes?”, le pregunté. “¡Pero qué preguntas!”, me dijo, “¡Las brujas!”. “¿Y qué hacéis aquí en mi finca?”, pregunté muy asustada.
— “Estamos tejiendo chales y abrigos con las almas de los olivos…” — prosiguió la niña con un susurro ahogado.
— “…para dárselos a las ánimas errantes, aquellas que aún no han encontrado el camino.” — completó la anciana — “¡Ah! ¿Pero es que acaso las almas de los difuntos sienten frío?”, pregunté yo. Y la mujer sonrió. “¿Acaso no lo sentimos todos cuando estamos lejos de nuestro hogar?”
La niña cerró los ojos, envuelta en el laurel y el romero que dormitaban en el mandil de su abuela, y soñó que las brujas le regalaban un chal dorado. Uno que aún olía a aceite. Uno que le recordase cuál era el camino de vuelta a su hogar.