172. La sabiduría oculta del olivo

Miki Oliva

La Filosofía y los más viejos olivos tienen la misma edad. Lo que no se sabía hasta ahora es que los olivos han sido guardianes de la Filosofía, y poco se ha explorado sobre la importancia que los filósofos otorgaron al aceite de oliva. Por eso aquí estamos para desvelar esos aspectos ignorados, ocultos entre las raíces retorcidas y centenarias de los olivos, que no solo custodian la tierra, sino el saber. 

Alba, quien había heredado la finca de su abuelo, caminaba entre los árboles en busca de un legado que no comprendía del todo. Alba no había puesto un pie en la finca desde que su abuelo falleció. La última vez que había recorrido esos caminos de tierra reseca, era apenas una niña que disfrutaba de los cuentos que él le narraba. “Estos olivos son más viejos que tu bisabuelo, incluso que el propio pueblo”, solía decirle mientras señalaba el horizonte cubierto de árboles. Alba nunca pensó demasiado en esas historias hasta aquel día, en que la finca pasó a ser suya y sintió el peso de una historia que parecía más viva que nunca.

El olivar se extendía en suaves colinas. Su abuelo le había hablado de un olivo en particular, uno que, según decían las leyendas locales, era el más viejo de todos. Había sido testigo de incontables generaciones, y en él residía una sabiduría olvidada. Ahora, caminando por esos terrenos que le resultaban extrañamente familiares, Alba se encontraba persiguiendo ese recuerdo.

Después de horas buscando, lo encontró. El árbol era inmenso, de un tamaño que sobrepasaba cualquier otro en la finca. Las ramas parecían manos alzadas al cielo, mientras que el tronco retorcido tenía cicatrices de siglos. Entre las arrugas de la corteza, un  gran hueco oscuro captó la atención de Alba. Se acercó lentamente, con el corazón palpitando de emoción. En el interior del hueco, casi oculto por completo, había una caja de madera de olivo. La caja, aunque desgastada por el tiempo, estaba sorprendentemente bien conservada. Con manos temblorosas, Alba la sacó y, tras vacilar un momento, la abrió.

Dentro de la caja había libros antiguos, enrollados en pergaminos y protegidos por telas descoloridas. Pensaba que se trataría de un documento contable, o como mucho, lo que esperaba encontrar, eran tratados sobre agricultura, o sobre la producción del aceite de oliva, textos que su abuelo había mencionado en sus historias. Sin embargo, lo que se desplegaba ante sus ojos no eran simples escritos agrícolas, sino algo mucho más valioso. En un lenguaje que le costaba sudor entender, pero que conocía del Instituto muy bien, el griego clásico, entendió que se trataba de libros filosóficos, textos perdidos que la historia había dado por destruidos hacía siglos. Los nombres Hesíodo, Teofrasto y Aristóteles aparecían en los títulos de los textos. Alba no podía creer lo que veía. Entre ellos, una obra perdida brillaba como una joya olvidada: «La Comedia» de Aristóteles, una obra de la que solo se había hablado en antiguas referencias, pero cuyo contenido se consideraba irremediablemente perdido.

La desaparición de «La Comedia»

Alba sabía lo que significaba ese descubrimiento. «La Comedia» de Aristóteles era una obra que, según las fuentes históricas, formaba parte de un proyecto conjunto con su célebre «Poética». Mientras en «Poética» Aristóteles disertaba sobre la tragedia, el drama y el arte del sufrimiento humano, en «La Comedia» se había propuesto explorar el humor, la risa y su función en la vida de los hombres. Sin embargo, nunca se había encontrado el texto completo. El último registro conocido de la obra se remontaba a los primeros siglos antes de Cristo, cuando el filósofo Estrabón mencionó brevemente su existencia. Luego, los incendios que destruyeron la Biblioteca de Alejandría, así como otras grandes bibliotecas de la antigüedad, habían borrado todo rastro de la obra.

La historia cuenta que «La Comedia» estaba en la biblioteca de Alejandría, la más grande de su tiempo, donde se guardaban miles de textos de los más grandes sabios de la antigüedad. Aquella legendaria biblioteca fue parcialmente destruida en un incendio alrededor del año 48 a.C., durante las guerras civiles romanas, y muchos textos únicos, incluido este, desaparecieron entre las llamas. Lo que quedó fueron apenas fragmentos y menciones en otros textos. Durante siglos, se especuló sobre lo que habría contenido. Algunos creían que trataba sobre la naturaleza humana a través de la sátira, mientras otros sostenían que se enfocaba en la risa como una fuerza curativa, una catarsis distinta pero complementaria a la tragedia.

Alba, fascinada, comenzó a leer el contenido del libro. Las primeras líneas confirmaban las teorías de los expertos: Aristóteles, siempre metódico, había escrito sobre la importancia de la risa y su poder, sin caer en la desesperación de la tragedia:

“Así como la tragedia es el espejo del inevitable sufrimiento humano, la comedia lo es del ridículo. Y es a través de este espejo que el hombre puede observarse sin miedo a verse condenado. En la risa encuentra el alivio y el reconocimiento de su propia imperfección, reconciliándose así con su destino”.

Luego, en otro fragmento más adelante, parecía contradecir la visión de Anna Karénina de León Tolstói, cuando decía que «todas las familias felices se parecen entre sí; mientras que las infelices son cada cual desgraciadas a su manera»,  diciendo que:

 

“Así como la tragedia es similar para todas las culturas y formas de organización social,  la comedia  es  variada y contrasta de una cultura a otra,  de una época a otra, de un estamento a otro, o de una nación a otra nación”.

Y acababa esta reflexión con una metáfora que le pareció preciosa, comparando la cuestión del humor con una balsa de aceite:

“Hay que entender la imagen que refleja el humor de la realidad, como el reflejo que genera una balsa de aceite de oliva:  puede reflejar las caras, pero al hacerlo las distorsiona, y las deforma para caricaturizarlas, proporcionando formas grotescas, mientras les da un color característico, distinto al natural, generando otra imagen del mundo como si fuera todo de un mundo de oro”.

La obra continuaba con una profunda reflexión sobre el papel del humor en la sociedad. Aristóteles argumentaba que la risa era, de hecho, una herramienta para entender mejor la vida y para enfrentar sus absurdos:

“En el acto de reír, el hombre libera las tensiones de su espíritu, pero también enfrenta las realidades de la vida cotidiana. La comedia, por tanto, no es mero entretenimiento, sino un medio a través del cual el hombre puede, desde la humildad, enfrentar la verdad sin miedo, distorsionada por el velo del absurdo.”

Alba seguía leyendo, sorprendida por la agudeza de las observaciones de Aristóteles. El texto también contenía una crítica velada a las estructuras de poder de su tiempo, algo que los estudiosos no habían anticipado:

“La comedia se burla del poder, no para destruirlo, sino para recordarle su propia fragilidad. El gobernante que no puede reírse de sí mismo está destinado a caer, como toda semilla demasiado rígida, incapaz de dejar fluir la vida.”

Los textos perdidos de Hesíodo y Teofrasto

Pero «La Comedia» no era el único tesoro escondido en aquella caja de madera de olivo. Alba también descubrió fragmentos inéditos de Hesíodo y Teofrasto, quienes, aunque conocidos, también habían sufrido pérdidas significativas de sus escritos a lo largo de los siglos.

En el caso de Hesíodo, su obra «Los trabajos y los días» estaba incompleta en las versiones más modernas. Sin embargo, entre los textos de la caja, Alba encontró fragmentos que habían sobrevivido, posiblemente perdidos durante siglos. Uno de esos fragmentos hablaba poéticamente del aceite de oliva como símbolo de vida y continuidad, algo que resonaba con la propia longevidad del árbol en el que había sido ocultado:

“El aceite de oliva, como el sol que nos ilumina, del cual atrapa su luz divina, en energía líquida, la cual transforma en savia sustancia,  que nutre el cuerpo y eleva el espíritu. Es la savia que conecta a los hombres con los dioses, uniendo la tierra y el cielo en un único ciclo de vida eterna.”

Por su parte, Teofrasto, en sus textos sobre botánica, había escrito extensamente sobre la naturaleza del olivo en su obra «Historia de las plantas», y Alba encontró fragmentos donde describía al árbol no solo como fuente de alimento, sino como un símbolo de resistencia ante la adversidad:

“El olivo es único entre los árboles. Sus raíces se hunden en la tierra con tal profundidad que ni el fuego ni la sequía pueden destruirlo. Sobrevive al paso del tiempo,  en las condiciones más duras, y en su aceite encontramos la esencia de la vida misma en un extremo de belleza, sanación, fortaleza y perdurabilidad.”

 

El legado del olivo

Alba se detuvo un momento, cerrando los ojos bajo la sombra del olivo milenario,  disponiéndose a viajar a través de la historia. Estaba sentada junto a un árbol que había sobrevivido a los siglos, y que, por un extraño capricho del destino, había conservado estos textos cuando las bibliotecas más grandes del mundo habían sido destruidas. El olivo, con su elevada capacidad para resistir el fuego y la sequía, había sido el guardián involuntario de este conocimiento en pergaminos. Los textos,  poéticos y filosóficos, escondidos allí no con la intención de ser salvados, sino simplemente por utilidad práctica, habían sido protegidos por la naturaleza misma, en un ámbito rural, mejor que lo que habían logrado los edificios construidos por los humanos “de la civilización”, con la intención específica de conservar y preservar la cultura en las polis, urbes y ciudades.

Esa revelación le hizo comprender algo más profundo. El olivo no solo era un símbolo de vida, o de paz, sino también de preservación, de resistencia ante las adversidades. Los libros, que habían sobrevivido a incendios, guerras y saqueos, le recordaban que el conocimiento humano, al igual que la vida, siempre encuentra formas de perdurar, aunque sea de las maneras más insospechadas.