171. Raíces profundas
Sintiéndose una estrella fugaz, una bochornosa gota de aceite saltó del sartén, en tanto ella salía, las especias entraban, el sol otoñal alejaba sus hebras de seda como si la ventana se las recriminara; mientras, una lejanía casi melancólica se separaba, pero en la cocina todo era vida. “Pica la cebolla”, “corta los tomates”, “pásame la pimienta” eran algunas de las tantas cosas que allí se decían.
Las palabras no eran ajenas a aquel escenario en el que las formas jugaban a moldear el horizonte, mientras la gastronomía seducía a los sentidos. En los aspirantes a chef los corazones palpitaban ansiosos, en tanto los pensamientos chisporroteaban al rojo vivo. Raquel, un huracán hecho mujer, con ojos de fuego, choco sus puños mientras su aliento esbozaba: “es la hora, seré la mejor”.
La apasionada joven arremolinaba su cucharón contra la fórmula, como así lo hacían las caprichosas volutas caoba, fieras enemigas de la redecilla bajo su cofia Los pensamientos le salieron al encuentro con el más común de los fundamentos, recuerdos que la alejaban de su cuerpo hacia ayeres ya tardíos. De pronto, una voz la arranco de su aflígete introspección.
— Rebeca escúchame, te estoy hablando hace mil horas!
Quien le llamaba la atención era la nueva catedrática culinaria, una chef de carácter poco afable.
— No creas que por tu bonita cara vas a pasar mi curso —advirtió—. ¿Qué crimen contra la alta cocina estás cometiendo, eh, ojiverde? —continuó.
Con esas palabras, la joven se percató de que estaba arruinando su salsa holandesa, pues en cuanto se perdió en sus pensamientos, extravió la buena cadencia, el movimiento circular, suave y constante, cambiando a uno más bien brusco, sin forma.
Desnudándose en comentarios hirientes, la mofa cruel no se hizo esperar.
—Alguien como tú no debería estar aquí.
—¿Qué significa eso? —Preguntó Raquel conociendo de antemano la respuesta a su propia pregunta.
Nadie respondió, solo el resquicio de la burla. Ella era plenamente consciente de que por su color de piel no era bienvenida. Su exótica belleza, lejos de ser una ventaja, solo le traía problemas con sus congéneres. Al final hizo gala de su carácter y aunque todavía sentía las miradas, el desprecio; Respiro hondo y su mente viajo al pasado.
«No vine aquí para hacer amigos. Seré una gran chef y haré que Nani se sienta orgullosa, tanto como yo de ser su nieta. Presentaré sus recetas al mundo», se repetía en silencio.
Las clases, al igual que el día, llegaron a su fin.
—Apaguen las estufas, laven los utensilios y colóquenlos en su lugar —anunció la chef con autoridad.
Los estudiantes esperaban en silencio mientras ella pasaba uno a uno, examinando sus resultados, su mirada, oscura como una noche sin luna, escudriñaba cada detalle de los platillos presentados aumentando la tensión entre los esperanzados. Su paso, suave y elegante, la hacía aparecer y desaparecer entre las estaciones de trabajo probando cada plato con su cuchara de bolsillo, a la vez que, daba breves comentarios de los mismos, generalmente reproches. Raquel fue la última en ser evaluada, se sentía como poeta frente a Calíope.
—Buen trabajo, pero no te confíes —comento la chef con voz fría tras probar su platillo—. Estuviste cerca de arruinarlo, recuerda, el examen final da cupo limitado a aquellos que serán patrocinados por El Laurel de Apolo.
De un momento a otro, en el aula solo quedaron Raquel y su conciencia, decidió permanecer unos segundos más, ya que los molestos murmullos se habían ido con sus compañeros. Las palabras de la chef, aunque ásperas, la infundieron de alegría, fueron algo más que gratas. Su mentora rara vez ofrecía algo mayor a asentimientos mínimos. El llamado de atención, para ella, fue más bien una victoria.
Cuando Raquel cansada llego a su apartamento, la puerta se cerró tras ella produciendo un instantáneo clic. Dejo caer su uniforme al suelo sintiendo como si se despojara de algo más que solo ropa, después lo coloco en su sitio, parecía tan rutinario, tan ajeno. Se puso los Audífonos, pero la música en esa ocasión le planteo solo traición; ya que le trajo el recuerdo de una discusión que creía enterrada. Se soltó el cabello, como si con ese gesto pudiera liberarse también de los recuerdos, pero no, las memorias seguían, insistentes, sofocantes, golpeando más fuerte que nunca en su soledad.
No saben cuánto me gustaría decir que la pugna de la que eran ellos participes se limitara a una nimiedad, pero no era así, fue un peculiar confrontamiento de convicciones, algo curioso, ya que su hermano era una persona que le huía al conflicto, pero en esa ocasión le plantó cara y les salió caro, pues se querían mutuamente, pero ninguno supo dar el paso, ese tan importante a la reconciliación que tanto nos cuesta a la mayoría. Su hermano se encontraba en tierras lejanas, también pensando en ella.
Un joven de nombre Evaristo recorría un árido sendero con dos pesares que lo carcomían, uno, el distanciamiento con su hermana, y el otro, el origen de aquel. El sol más implacable que de costumbre relamía la tierra seca mientras las cigarras, con un zumbido burlón, tocaban el epitafio de aquellos sobre los que se posaban, un aire de conspiración. La tierra, antaño generosa, ahora se vestía de un bronce macabro, ya ni el viento le ofrecía el consuelo de su roce, ¡oh! ¡Qué tragedia para todo aquel que ama a la tierra y de bondades la pretende! Algo más se cocía en las entrañas de esa finca; algo que quizás estaba relacionado con las manos que un día la trabajaron y hoy yacían derrotadas.
Las imágenes del pasado envolvían a Evaristo, recordándole los mejores días, aquellos en los que el olivar se llenaba de vida. Era justo allí donde la calma habitual cedía ante la frenética actividad de la cosecha. El chasquido seco de las varas golpeando las ramas se mezclaba con el ¡ay! ¡ay! de las aceitunas al desprenderse y caer en las redes tendidas, que como manos gigantes recogían el preciado fruto verde al que la caída les hacía producir un sordo plump.
¡Oh, cuán cruenta realidad! Lo que algún día fue bullicio y luz, quedo en silencio y sombra. Evaristo se sentía un extraño en su propio terreno, entonces tomo un puño de tierra árida solo para lanzarla de vuelta a su origen, se sentó en un improvisado cúmulo de piedras, unos momentos después fue presa de un sentimiento ignoto, fastidiado de su alrededor, tal vez de su propia incapacidad, decidió regresar a su casa la cual no estaba muy lejos, cuando entro, el crujir de la madera le recordó que más tarde tendría que cambiar algunas tablas, después de todo la casa era parte de su legado y, aunque las cosas no fueran del todo bien el no descuidaría el núcleo de aquel.
Se encaminó a un lugar al cual no había entrado en mucho tiempo, el antiguo estudio de su abuelo donde en su infancia siempre encontró alegría entre juegos y charlas, tiempos en los que su hermana siempre estaba con su abuela en la cocina. Tras la muerte de sus padres en un trágico accidente automovilístico, cuando los pequeños apenas tenían cinco años, sus abuelos ni por un momento dudaron en hacerse cargo de ellos, fueron abuelos, padres, pilares, pues solo había una cosa que amaban más que a sus tierras o recetas, más que a sus pasiones, ello era el vínculo sanguíneo, sus amados nietos.
Evaristo se sentó en la silla de quien fuera su modelo a seguir, entonces se preguntó “¿tú qué harías, abuelo?”, buscando la guía, el consejo, la palabra, más no encontrando nada, o al menos no de primera instancia. El joven abrió un cajón del polvoriento escritorio y halló uno de los escritos de su abuelo. El señor tenía alma de poeta por lo que solía escribir sobremanera. ¿Qué decía aquel papel divergente?, ¿por qué estaba por encima de un libro reventar de versos? Era un poema que don Telesforo dedicó a su esposa, quien dejó la tierra antes que él.
“Olivos marchitos
Entre tierra y sol que me fulminaría,
entre surcos secos y olivos marchitos,
con tinta de recuerdo, para mi amada María,
con el corazón roto y el alma hecha versos.
Antaños ayeres de nuestros quereres,
Y el latido de tu vida aún cuelga de mi pecho.
Con alas de mariposa, la brisa de tus besos.
Llora quieto el silencio de un amor perdido.
Solo resta el recorrido, y sus trazos,
donde brotó nuestro amor por, y entre olivos.
Esbeltas y finas las ramas han quedado,
un esmero que llora tu ausencia en gemidos.
El viento amante de las hojas de plata,
canta la melodía de mi dolor profundo.
Raíces donde naufraga el río de mi alma,
reflejo de mi pena, de mi vacío hondo.
El lienzo del tiempo, el sol y la tierra,
han desdibujado las manos que acariciaron tu rostro.
Los ojos que brillaban inevitables con tu luz,
ahora se nublan, en algo penoso… un llanto silente.
Te extraño, mi María, mi dulce esposa,
mi compañera fiel en la vida y en la muerte.
Mi corazón te busca en cada cosa,
En el árbol de la vida, ese que nos unió fuerte.
Aviento al cielo la semilla del reencuentro eterno,
donde el amor jamás se marchita.
Allí, entre olivares de estrellas, el fenecer, las penas,
donde volveré a abrazar a mi amada bendita”.
Aquel trozo de papel que parecía acongojado en la distancia, pudo seguir transmitiendo amor a un lector más, y aunque por un momento quiso volar hacia un amplio ventanal con vistas a dos olivos, cuyas ramas en conspiración parecían formaban un cuadro natural enmarcando las puestas de sol, permaneció. En aquel lugar fue donde Evaristo encontró la fuerza, no solo para no rendirse ante la dura sequía, sino también para dar el primer paso en la reconciliación con su única familia, su hermana. Su abuelo, un hombre honorable, cuya juventud de espíritu nunca se extinguió, fue el mejor de los guías, incluso después de su partida.
Si bien es cierto que don Telésforo dedico su vida al cultivo de los olivos, el de sus nietos era aún más meticuloso, usando las labores del campo les transmitía grandes enseñanzas: la paciencia, el esfuerzo, la humildad. Siempre consciente de la frágil condición humana, el hombre preparando a sus nietos para su propia partida, repitiéndoles con especial devoción algo más que una simple frase: “El olivo es como la vida, su sombra acoge al viajero cansado, brindando un refugio temporal en el camino hacia lo eterno.”
Un dato que no debe pasar desapercibido es que siete días tardo en ser escrito el poema, ¿por qué?, el hombre mucho pudo haber escrito, pero decidió mesurarse por vez primera y última en su vida. Inspirado únicamente por el latido incierto de su corazón, sin buscar más inspiración que la fugaz, cada alba se levantó a escribir el siguiente verso, pues él parecía saber que estaba en sus últimos días, solo pedía al cielo poder acabarlo.
—Dios bendito cumple el último capricho de este viejo obstinado, solo quiero acabar mi poema, solo este por favor.
Una semana antes ya estaba muy cansado para trabajar en los olivares, pero aún disfrutaba pasear lentamente entre ellos, encontrando en cada rama un último consuelo. Y es que muy triste era su vida sin su María.
—Amada mía, si vieras lo arrugado que me he puesto, ja, ja, ja, aquí en esta tierra que cultivamos juntos, se halla un viejo tonto mirando las estrellas mientras se pregunta, ¿cuándo encontrarán descanso estos cansados huesos?, ¿cuándo te volveré a ver?
Siempre decía cosas un poco diferentes, incluso hablaba de sus nietos, pero la última pregunta jamás cambiaba, al igual que jamás cambiaba el llanto después de hacerla.
Postrado en cama don Telésforo hablo con su nieto:
—Hijo mío, si tu sueño es el mío, continúa el oficio, sino, vuela lejos, la vida es corta, nunca cargues con el sueño de otros.
Pero ambos tenían el mismo amor por el olivo, mientras Raquel no paraba de llorar, tomando su mano él le respondió:
—Si abuelo, cuidare bien de lo que la abuela y tú construyeron juntos.
Por esa razón, al ver el mal estado en que decanto su promesa, se sentía como un charlatán, tan culpable como él más.
Evaristo se llevó el último escrito de su abuelo al pecho por unos segundos, las letras finales apenas visibles en el papel. Tras un suspiro, lo colocó de vuelta en el cajón. Rápidamente, fue al teléfono y llamó a su hermana. La ansiedad lo consumía. La pelea que los había separado giraba en torno a sus sueños. Ella quería seguir los pasos de su abuela; él, los de su abuelo. Aunque siempre habían sido muy unidos, esa discusión rompió su relación.
El remordimiento de una joven se vio interrumpido por el inconfundible ¡ring!, ¡ring! Al ver de quién se trataba se tomó un respiro antes de contestar, ¿acaso era el destino? Un tímido hola se escuchó al unísono, después todo fluyo más natural. Raquel evocó la resistencia del abuelo ante las sequías para infundirle ánimo a Evaristo. Le prometió su compañía y le aseguró que, al igual que el abuelo, juntos superarían cualquier dificultad. Por su parte, Evaristo la motivó a continuar con su legado culinario diciéndole lo mucho que esperaba probar sus recetas originales y claro está, las de la abuela que hacía tanto no probaba.
Al día siguiente Raquel corría. Sus pies golpeaban el pavimento al ritmo de su corazón, que latía con desesperación. Giró la esquina, esquivó un coche, el reloj seguía corriendo, pero ella no pensaba detenerse. Había más que un simple examen en juego. Cada segundo que pasaba era angustioso, pero no iba a rendirse.
Al final del camino pateo una pequeña piedra, mientras su mejor y único amigo de nombre, Mateo, la esperaba. Su sonrisa, como siempre, le dio la bienvenida:
—Hoy es el gran día —dijo con convicción.
Raquel asintió y con una mirada que decía más de lo que las palabras podían expresar, contesto:
—Hemos superado muchas cosas, al fin estamos aquí, recuerda que la primera parte es por parejas, vamos Mateo.
— Tú déjalo en mis manos, ya sabes que puedes confiar en mí.
En tanto Mateo organizaba los cuchillos sobre la mesa para después picar los ingredientes, Raquel se acomodaba el gorro que se le iba un poco de lado. La primera parte del examen consistió en la elaboración de un estofado, así como de un postre. Antes de que iniciara la segunda parte, la chef se acercó a ambos, la joven respiro hondo.
—Su tarta tartin no estuvo mal, pero la versión salada de Mateo es mejor, aunque a nadie se le antoja un postre salado para acompañar un buen café, ¿verdad? —dijo la chef. Con algo parecido a una sonrisa en su rostro continuo—. Por otro lado, su goulash, ¡uff!, excelente.
Aunque habían paso la primera parte de la prueba Raquel no se atrevió a respirar con tranquilidad, aún se encontraba en una encrucijada culinaria, pues de su recetario no se decidía porque platillo elegir, ¿Entre tantos que podía elegir, cuál era el más indicado? ¿El tortellini de ricota y espinacas? Acaso ¿El suflé de Chocolate era mejor? O tal vez ¿un baklava?, la verdad es que cada platillo presumía ser una gran opción, una promesa de victoria
Sin embargo, era otra receta, escrita a lápiz en una esquina de la última página la que insistentemente pedía ser la escogida, se trataba de un simple hummus que solía preparar doña María, con ingredientes sencillos y aroma a hogar, Raquel decidió seguir su corazón, esbozando una sonrisa nostálgica preparando el humilde platillo que tanto amaba.
Al Raquel querer elaborar su obra sin la intromisión de la tecnología, fue víctima de burlas, las cuales ignoro tan rápido como venían, los últimos rayos de sol se filtraban a través de la ventana como si María guiara las manos de la joven en su modo artesanal. Mortero y maja sobre garbanzos bien lavados, diente de ajo pelado, el sésamo, el comino, la sal, el zumo de limón y el agua. Una masa semi homogénea, abundante aceite de oliva virgen extra, un toque de yogur griego, geometrías decorativas de frutos secos y dos tostadas. Y pronto una aromática espesura llenó el aula, haciendo que vibrara con el placer de lo casero.
Un platillo tan simple, levantó compleja saña, al punto de ser objeto de sabotaje. La chef se dio cuenta de que Raquel se inclinaba para buscar el rosario de su abuela, aquel que siempre cargaba para ponerlo al lado del su platillo, por lo que no se percató de que una compañera se acercaba con una gran cantidad de pimienta, un grito prominente abstuvo y dejo muda a la perpetradora.
—¿Qué crees que estás haciendo Ágata? —inquirió con fuerza la chef.
Aquella chica era la que por envidia siempre instigaba la burla hacia Raquel. Se supero el alboroto sin mayor conmoción. Cuando la chef probó el platillo de Raquel, se saboreó, aunque sencillo, cada porción, el espesor, la presentación, todo era milimétricamente exacto, por lo que pregunto:
—¿Por qué elegiste este platillo tan simple?
Raquel se puso nerviosa por la estructura de la pregunta y respondió:
—Quiero ser chef, pero no quiero perder lo que me impulso a serlo.
Al final, la severa chef resultó ser la dueña de la franquicia de la que Raquel quería apoyo. La joven abrió su propio restaurante a la vez que ayudó a su hermano a mejorar la condición de las tierras. Con la oleicultura y la gastronomía, honraron a sus abuelos, pero también llegó el turismo.
Raquel y Evaristo contemplaban una puesta de sol afuera de un hermoso ventanal.
—¿Por qué esos dos olivos no se secaron?
—Tal vez porque, tienen… raíces profundas.