169. De antaño
¡Ay aceitunero, cuántas veces me dolió el corazón al desempolvar paisajes y anécdotas por esos montes de olivos pincelados de cal sobre horizontes verdes!
Salías cuando la luz primera definía tu silueta entre los olivares. Cuando la escarcha era dura y empezaban a apagarse luces lejanas.
La barja y la vara a la espalda. Compañero de la lluvia y del sol, y con esos olores de monte virgen pegados a la ropa.
Vivían en ti los anhelos de esa vida apegada a la tierra y desatendida de los afanes mundanos.
Y aquellas conversaciones que eran un instinto natural donde nacían duraderos afectos que surgían a la mínima oportunidad, congregados al calor de la hoguera que daban calor a las manos ateridas.
Y cuando regresabas, ya entrada la noche, por las calles mal alumbradas, donde el repicoteo de los cascos de las mulas por los empedrados húmedos eran música habitual, se oían cánticos de aquellos niños, con piel de pantalón corto pero de larga imaginación, y con risas contenidas:
“Aceituneros del pío pío, cuánta aceituna habéis cogío, fanega y media porque ha llovío”
¡Qué tierno es el eco de aquellos tiempos!