168. El Gran Padre
En lo alto de la colina más alta de nuestro olivar, donde el cielo se extiende como un manto infinito y el viento lleva consigo secretos antiguos, se alza el Gran Padre. No es un olivo cualquiera, ni siquiera uno de esos árboles longevos que parecen haber vivido tanto como las montañas.
El Gran Padre es diferente. Su tronco es grueso y retorcido, con cicatrices que cuentan historias de milenios. Sus raíces, dicen, se hunden tan profundamente que tocan el corazón de la tierra misma. Es, para nuestra familia, mucho más que un árbol: es el guardián de un legado ancestral, y el símbolo viviente de una tradición que ha perdurado durante generaciones. Solo uno de nosotros, en cada generación, es llamado a conocer el secreto que guarda, y hoy, ese llamado es para ti.
Recuerdo perfectamente el día en que mi padre, en sus últimos momentos, me pasó ese legado. Siempre habíamos sabido que este momento llegaría. En nuestra familia, la tradición es tan silenciosa como sagrada: el guardián del secreto del Gran Padre debe, en su lecho de muerte, enviar al siguiente elegido a ese árbol. No es algo que se discuta; simplemente, lo sabemos. Crecemos sabiendo que, en algún momento, el guardián actual mirará al siguiente con una calma solemne y le dará la única instrucción que importa: «Ve al Gran Padre». Ese momento llegó para mí en el día en que mi padre estaba a punto de dejar este mundo.
Aquella mañana, cuando me acerqué a su cama, sentí que el aire en la habitación era diferente. Mi padre estaba allí, con la mirada fija en el techo, su respiración pesada y su piel marcada por los años de trabajo bajo el sol. Las manos que habían trabajado la tierra durante décadas descansaban inmóviles, pero aún sentía su fuerza, esa presencia que siempre me había guiado. Su respiración era lenta, y aunque sus ojos estaban casi cerrados, podía ver la luz en ellos, una luz que me decía que él sabía que su tiempo había llegado.
Me acerqué a su lado, sin decir una palabra. No era necesario. En nuestra familia, este momento no requiere palabras. Todos lo comprendemos en silencio. Mi madre estaba a su lado, sosteniéndole la mano, pero fue a mí a quien buscó con la mirada. Sus labios se movieron, y aunque apenas podía hablar, las palabras que salieron fueron claras: «Ve al Gran Padre».
Eran las palabras que había esperado toda mi vida, aunque nada puede prepararte para el peso que conllevan. Sabía lo que significaba: debía subir la colina, arrodillarme ante el Gran Padre y recibir el legado de nuestra familia. Al hacerlo, mi padre podría descansar en paz. Al recibir el secreto, su misión estaría cumplida, y su vida llegaría a su fin. Era un momento de dolor, pero también de profundo honor. Mi padre había protegido el secreto durante toda su vida, como lo habían hecho su padre y su abuelo antes que él. Y ahora, ese deber recaía sobre mí.
Me incliné y le di un beso en la frente. Él me miró por última vez, sus ojos llenos de una calma infinita. No había miedo en su mirada, solo aceptación. Supe que en cuanto me fuera, no lo volvería a ver con vida. Era un pensamiento devastador, pero también sabía que esta era la forma en que siempre había sido, la forma en que debía ser.
Caminé en silencio por el sendero que llevaba a la cima de la colina, sintiendo el peso de cada paso. El viento era suave, pero en mis oídos sonaba como un susurro, como si los árboles del olivar me estuvieran hablando, preparándome para lo que estaba por venir. Cada rama parecía moverse de una manera diferente, como si el Gran Padre hubiera enviado su mensaje a los otros olivos, como si el olivar entero comprendiera el ritual que estaba a punto de ocurrir.
Al llegar a la cima, el Gran Padre se alzaba frente a mí, majestuoso e imponente. Las ramas más viejas se extendían como brazos poderosos, protegiendo la colina como si fuera su santuario. Su tronco era más grueso de lo que recordaba, con surcos profundos que parecían tallados por el tiempo. Había algo en su presencia que me hacía sentir pequeño, pero también me llenaba de una extraña sensación de pertenencia. Sabía que ese lugar era parte de mí, como yo lo era de él.
Me arrodillé frente al Gran Padre, como lo habían hecho los guardianes antes que yo, y coloqué mis manos sobre su corteza rugosa. Al hacerlo, sentí una vibración bajo mis dedos, como si el árbol mismo estuviera vivo, respirando junto a mí. Un calor suave comenzó a recorrer mis manos, subiendo por mis brazos hasta mi pecho, llenándome de una calma que nunca antes había sentido. Cerré los ojos, y fue entonces cuando todo cambió.
Ya no estaba solo en la colina. A mi alrededor, la brisa cálida parecía transformarse en voces, en susurros. Las hojas de los olivos se movían suavemente, pero el sonido que producían no era el habitual. Era más profundo, más significativo, como si el viento trajera consigo historias antiguas. De repente, sentí que el tiempo se detenía.
Abrí los ojos y vi algo que me llenó de asombro. A mi alrededor, en la colina, habían aparecido figuras. Sombras de hombres y mujeres de otras épocas, trabajando la tierra, recogiendo aceitunas bajo el sol abrasador, siempre en silencio, siempre con devoción. No eran fantasmas, sino recuerdos vivos, escenas de tiempos que no había vivido pero que de algún modo conocía profundamente. Eran las generaciones que habían pasado antes que yo, las que habían trabajado esta tierra durante siglos, dedicando sus vidas al cultivo del olivo y al aceite que de él nacía.
Entre esas figuras, vi a mi padre. Pero no era el anciano que acababa de dejar en su lecho de muerte. Era joven, fuerte, con una sonrisa tranquila en el rostro. Estaba trabajando entre los olivos, como lo había hecho toda su vida, y cuando me vio, levantó la vista y me sonrió. Esa sonrisa lo decía todo: estaba en paz. Al verlo, supe que mi padre había fallecido en el momento en que mis manos tocaron el Gran Padre. Su misión había terminado, y con su sonrisa, me pasaba el testigo. Yo era ahora el guardián del secreto.
Quise acercarme a él, pero algo me detuvo. Era como si el mismo Gran Padre me recordara que no estaba allí para mirar atrás, sino para entender el presente y aceptar mi futuro. Sentí cómo las raíces del árbol se conectaban con las mías, como si me anclaran a la tierra, llenándome de una energía antigua. Era una fuerza que no solo pertenecía a mí, sino a todos los que me habían precedido.
Cerré los ojos una vez más y dejé que esa conexión me llenara por completo. Sentí el poder del aceite que fluía en nuestra familia, no solo como un producto agrícola, sino como el alma misma de nuestra existencia. Cada gota de ese aceite contenía la historia de todos aquellos que habían trabajado esta tierra, desde los fenicios que plantaron los primeros olivos, hasta los árabes que perfeccionaron el proceso de la almazara. Cada gota de ese aceite era un vínculo entre el pasado y el presente, entre el hombre y la naturaleza, entre la vida y la muerte.
El calor en mi pecho se intensificó, pero no era incómodo. Era reconfortante, envolvente, como un abrazo de la tierra misma. Y entonces, en un susurro que parecía venir del interior del Gran Padre, lo entendí todo. El secreto del aceite no era solo una receta o una técnica; era la memoria viva de nuestra tierra, un legado de generaciones que habían encontrado en estos olivos no solo sustento, sino propósito.
Permanecí allí, bajo las ramas del Gran Padre, durante lo que parecieron horas, aunque en realidad fue solo un instante. El tiempo dejó de tener importancia. Cuando abrí los ojos, la visión había desaparecido, pero el conocimiento que había recibido permanecía conmigo. El Gran Padre me había aceptado como su nuevo guardián, y con eso, mi vida había cambiado para siempre.
Me levanté despacio, dejando que mis manos se deslizaran por la corteza del árbol, y comencé a descender la colina. El viento soplaba suavemente, y el olivar me pareció más vivo que nunca. Cada hoja, cada rama, parecía vibrar con una energía que no había percibido antes.
Sabía que el ciclo había comenzado de nuevo, y que ahora yo era el responsable de proteger el legado, tal como lo había hecho mi padre antes que yo.
Cuando llegué a casa, supe que mi padre ya no estaba. La calma en la casa me lo confirmó. Mi madre, de pie junto a la puerta, me miró con ojos serenos. Sabía lo que había ocurrido. Sabía que yo había ido al Gran Padre y que ahora era el nuevo guardián. No se dijeron palabras. No era necesario.
Ahora, es tu turno. Mi tiempo como guardián ha llegado a su fin, y el Gran Padre te llama. Cuando pongas tus manos en su tronco, sentirás lo que yo sentí. Sentirás el calor de la tierra, la memoria de los ancestros, y el poder del aceite que fluye a través de nuestra historia. No hay palabras suficientes para explicarlo, pero cuando lo vivas, lo entenderás.
El Gran Padre te está esperando.