167. Bajo tierra
Habían pasado varios días de la sacudida que partió en dos a la ciudad. La casa de Rania era una verdadera ruina, un laberinto de piedras que la atravesaban de lado a lado. Ella y su madre estaban atrapada en el amasijo de bloques, de hierros y de enseres. Sabían que en la habitación de al lado estaban su padre y su hermano pequeño. No lo escuchaban, ni siquiera algún quejido.
Marrakech era un caos de desolación y muertes. Hoy meses después del terremoto, Rania con su piel morena del Rif y con unos ojos negros como el azabache, rememora sus rezos a Ala y sus gritos de auxilio. Entre las rendijas de escombros, recuerda aquella caja, aquel regalo de sus amigos de Pegalajar, de una reunión de jóvenes olivareros, con una botella de aceite de oliva de la que ella estaba enamorada por su color tan parecido al de su cuerpo.
Revive aquellos instantes, con cara de ansiedad, lo que le costó romper el envase de madera, agarrar la botella, aquel tesoro que brillaba en la oscuridad de las cinco noches sepultadas, beber para alimentarse y aliviar sus heridas.
Cada sorbo fue una prueba de vida.