166. Carne o hueso
—Hace tiempo leí una historia que creo que os va a interesar. Y que desde luego que es importante para vuestra futura carrera como investigadores.
Acaricié el tarro de aceitunas todavía cerrado, sin levantar la mirada, y seguí hablando.
—Un explorador inglés, su nombre no importa demasiado, que no debía de haber visto un olivo más que en los dibujos de sus cuadernos de botánica de Oxford o Cambridge o donde demonios estudiase, se encontró con unos restos de prensas romanas en el norte de Libia. ¿Qué interpretó de ese descubrimiento casual? Que se hallaba frente a megalitos prehistóricos. Y que, no cabía duda, eran de la misma civilización que la de los constructores de Stonehenge. En vez de preguntar. El cabrero que pasaba por ahí lo sabría. Hasta la cabra lo sabría. Que eso era romano. Para aplastar aceitunas. Squish. Al Zeitún. Glup glup. Pero no. El inglés asumió que en esa zona tenía que haber habido celtas y hasta publicó un libro historiográfico muy valorado por sus contemporáneos. Lo que en realidad era un relieve de una oliva era una prueba de que habían sido adoradores solares. Las altas piedras con agujeros para introducir aceitunas eran una muestra evidente de su arquitectura ritual funeraria. Vamos, que estaba claro, para él, que la cultura de Stonehenge se había expandido por todo el mundo conocido, y demás tonterías. Como si el imperio en el que él vivía fuese un eco de algo que ya había sucedido y que no quedaba otra que que volviese a suceder. Pues esto, como decís los jóvenes, durante un tiempo, fue canon.
Ahora sí, levanté la vista. Me sudaban las manos y el cuello y me pareció que el culo, aunque estuviese de pie. En esa, en mi clase, las caras podían haber sido ser de topos. Sueño, aburrimiento, incluso desidia. Eso era lo que más me molestaba, la desidia.
—Cada uno ve lo que quiere —continué—, eso es lo que quiero decir. Hay que tener mucho cuidado con cómo interpretamos el pasado.
Silencio.
Más silencio.
Un boli, clac clac contra el suelo.
—Perdonad, ¿os aburro?
De nuevo, nada.
Señalé con mi dedo sudado a una chica de la primera fila. Intenté que no se notase que me temblaba un poco, ni el camacho que seguramente me asomaba de debajo del brazo. Por eso lo levanté sólo unos 30 grados. La clase entera olía a tiza y a sudor, en realidad. El genio del arquitecto la había diseñado sin ventanas. En pleno septiembre, en Madrid, pues una freidora de cerebros, ¿qué iba a ser? Tampoco había sido otra cosa la ciudad desde su fundación. Ya llevaba un rato con el dedito, me tocaba hablar.
—¿Qué podemos entender de esta historia?
La chica titubeó. A saber cómo se llamaba, pero tenía pinta de buena persona. Vestía de colores claros.
—Que cada uno ve lo que quiere.
Manoteé el aire. Vaya primer día.
—A ver, muchachos, por favor —pausé y miré sus caras de niños—. Independencia. ¿Para qué estamos aquí?
Más silencio. Conté cuántos había. Quizá debí haberlo hecho antes. Dos, cinco, nueve, doce, quince. De acuerdo. Quince.
—A ver, los quince. Todos en pie, y tras mi mesa. En fila mirando al frente.
Sus caras de tedio mutaron en sorpresa. Un murmullo. Un ¿qué dice? Otro ¿y este?
—Venga, que no tengo todo el día.
La chica de los colores claros se puso en pie. Un par más la siguieron. Yo me senté en la silla donde había estado ella, y apoyé mi tarro de aceitunas en la mesa. Lo abrí y saqué una. Miré hacia la fila que se iba formando. La primera era la chica. Apunté con el dedo al segundo y carraspeé. Un muchacho de pelo largo con un ojo más abierto que el otro. Un par de granos. También cara de bueno, obvio, si no, no estaría el segundo.
—A ver —pregunté—, ¿qué es lo más importante de la aceituna, el hueso o la carne?
El chico dudó.
—El hueso —susurró al cabo de un par de respiraciones y miradas al techo y a mí y a sus pies.
Los demás estaban callados. Me hizo gracia pensar que a lo mejor incluso sentían miedo. Qué cruel. Pero sólo así recuerdan.
—Explícate.
—La carne sólo alimenta un día. Con el hueso se puede plantar un árbol.
Muy buena respuesta, pensé.
—Muy buena respuesta —dije.
Él sonrió. Saqué una aceituna del tarro y me la metí en la boca. Con las muelas le quité la carne y escupí el hueso en la palma de mi mano. Me puse en pie y se lo lancé con fuerza. Le golpeó en la pierna, eh, y cayó al suelo, rebotado. Clac, clac, clac, hasta que se paró.
—Ahora, ¿te sigue pareciendo útil? ¿Más o menos que antes?
Algunos alumnos se rieron.
—A ver, niña —le dije a la chica de antes—. Dime tú, ¿qué es más importante?
Se quedó callada.
—Venga, dime. No hay respuesta equivocada.
Miró al reloj tras de mí. Ahí no estaba la respuesta, supuse.
—La carne.
—La carne, porque…
—La carne, porque es lo que alimenta. Y es de donde sacamos el aceite. Sin carne sería solo una piedra.
Me reí. Buena respuesta, también. Saqué otra aceituna y vi como varios se preparaban para el impacto. Me levanté y se la di entera en la mano. Ella sonrió.
—No te la iba a dar mordisqueada, ¿no?
Ahora rieron todos menos el segundo.
—Siento haberte tirado eso —le susurré, antes de volver a mi sitio y dirigirme a todos—. Para mañana, quiero que me traigáis mil palabras sobre quién de los dos tiene razón. O sobre por qué ninguno. ¡En cualquier objeto está el mundo! —grité—. Y sé que es pronto, pero podéis iros ya a tomar por culo. Bastante habéis aguantado. Y haced el favor de no denunciarme al decano, que no siempre lanzo cosas.
Ruido de pies, mochilas, qué ha sido eso, murmullos, vaya pirao, cuadernos, qué calor.
Me sequé el sudor de la frente.
—Y comentad entre vosotros la clase con el café o la cerveza, a ver si pensáis un poco.
Grité las últimas palabras a una clase ya vacía.
¿Cómo van a saber qué significa algo si no lo piensan? Comí un par de aceitunas más, guardé los huesos en el bolsillo de mi pantalón, y cerré el tarro. Recogí el del suelo y lo reuní con los otros dos. Guardé el tarro en mi mochila, como si aún fuese un estudiante, y me fui de la clase. Hizo clac contra el metal. Hoy no tenía más horas de trabajo, así que salí a la calle. Los pasillos no estaban demasiado llenos, pero sé que cuchicheaban. Al menos, eso era algo. Un progreso respecto a la desidia.
El sol del primer septiembre ardía, como suele.
Sudé ya a la altura del paraninfo. Atravesé la dehesa de la villa, jugueteando con los huesos de mi bolsillo. Pinos, alcornoques… Había perdido forma este verano. La poca que tenía. Pero seguí, qué le iba a hacer. Cuando aparecieron las acacias supe que estaba cerca de Francos Rodríguez. Me paré a respirar, para no entrar convertido en una piscina al bar.
—¿Otro primer día, jefe? —me dijo el camarero al verme.
—Otro primer día, como todos los años.
—¿Lo de siempre?
—Lo de siempre.
Me senté en una silla metálica en la terraza. Soplaba algo de brisa. Al menos, el verano se terminaba. Todo volvía a girar.
El camarero me trajo el carajillo con hielo, y la tostada, con el aceite aparte. Me bebí el café frío de un trago. Cogí el cubilete de plástico con el aceite, y lo vertí con cuidado sobre la tostada. Añadí una pizca de sal y mordí. Crujió como la madera al romper. Si mis alumnos pudiesen entender eso, que en cualquier cosa está contenido el mundo entero, aprobarían en el instante. Bueno, y algo de historiografía tendrían que aprender, que para eso me pagan. Pero una cosa llevaría a la otra, no tengo duda. Dejé un billete de cinco euros en la mesa y me puse en pie, sin despedirme. Otro primer día era otro primer día, con todas sus costumbres.
Subí la calle de Ofelia Nieto hacia el paseo de la Dirección. Volví a romper a sudar. No podía llegar demasiado pronto el invierno. Tres huesos. Dejé atrás una gasolinera y casas y casas de ladrillo.
No tardé mucho en llegar.
Busqué la farola. Seguía ahí el grafiti con la frase escrita en blanco: “Si o ke”
Ahí era.
Al menos en eso, el ayuntamiento era confiable.
A mi izquierda, tras la verja, se extendía un descampado bajo cielo azul. Atrás, a unos doscientos pasos, más y más edificios. Miré a mi alrededor y clavé un pie entre dos hilos de hierro. Me resbalé y me di de morros contra la verja. Creo que por eso había mirado si venía alguien, pero por suerte no había más que coches. Volví a intentarlo. Un pie, las dos manos, otro pie, arriba. Conseguí caer al otro lado, sobre el suelo seco, con un dolor sordo en los tobillos. Tenía que comer más pescado. O más verdura. O, qué sé yo, ser más joven. Me quité la mochila y saqué la pequeña pala. Allí mismo, donde estaba, escarbé. No mucho, que tampoco necesitaba demasiada profundidad.
Enterré los tres huesos cerca de los del año pasado. Y de los del anterior. El cielo seguía azul, radiante como un animal joven, sin prisa por llover. Los cubrí de tierra y la aplané con mi zapato.
No había brotado nada aún.
Tampoco había prisa.
Ya crecerían.