164. Érase del ungüento, el bálsamo y un jarabe

Antonio Belizón Reina

 

Conocí a Elena una tarde que me dio por pasear por la carretera que conducía a la playa de mi pueblo. Al principio creí que hacía footing para mantener la línea, aunque yo la notaba bastante delgada y musculosa, por lo que me quedé un rato observándola hasta que se perdía de vista con los pinares al fondo.

Corredora de fondo era ella, pero de un pozo sin fondo, ya que la muchacha era todo una maratoniana, de esas de los cuarenta y dos kilómetros y pico, dos horas largas de recorrido y ansiosa de robarle segundos al cronómetro.

Mientras que la señorita ponía tierra de por medio, me fijé en su entallado maillot negro, en su camiseta blanca sin mangas haciendo juego con las zapatillas y en unas gafas apaisajadas que le cubrían parte de la cara, porque la otra parte se la tapaba una melena suelta que bailaba al vaivén de sus movimientos.

¡Mucha fotografía es esa! me dije a mí mismo; lo cierto era que se me había quedado fijada su figura en mi memoria y al cabo de un rato, yo volvía la cara para ver si se había dado la vuelta. Pero la vuelta para qué, ¿para verme a mi?

Aquella era demasiado corredora para un circuito tan pequeño como el mio y para soñar con un nuevo encuentro, me tenía que poner en forma si quería seguirla aunque fuese a distancia, a gran distancia por el ritmo que llevaba.

Me entraron unas ganas tremendas de conocerla, de hablar con ella, de saber como se llamaba y todo eso, claro que para ello necesitaba ponerme a su altura atlética y nada más pensarlo en voz alta me producían agujetas.

Decidí vestirme de corredor y que no se me notara mi afición por el ajedrez, que era el único deporte que yo practicaba. Cuando al otro día me aposté por el mismo lugar, la vi llegar desde larga distancia y me preparé para iniciar la coincidencia a mitad de camino y entablar conversación, o al menos decirle ¡hola! y seguir detrás de ella hasta que los pulmones dijesen basta.

Fue visto y no visto, me adelantó como si ella fuese montada en un vespino y se puso delante de mi; estuve a punto de caerme al chocar con el bordillo del arcén o algo parecido que había de por medio.

La tenía de espalda y lo cierto era que me impresionaba su compostura, su porte y su elegancia marcando el ritmo. Una cosa que me llamó la atención, después de mirarla de arriba abajo durante un buen rato fue, un bote pequeño colocado en su cintura, agarrado o adherido con velcro a su talle y no se le caía al suelo.

Pensé que podía ser un botellín de agua, pero era demasiado pequeño y salí de dudas porque en un momento dado lo cogió, se echó algo en la mano, se restregó la frente, la cara, los brazos y todo lo que estaba al descubierto.

¡Un ungüento! pensé. Creo que se protegía del sol con aquel producto, pero me sorprendió cuando del mismo tarro se echó un trago y aceleró la zancada, como el Asterix éste de las películas, dejándome totalmente tirado en el camino, porque ya no podía ni con mi sombra.

Lo peor era que ella no se había percatado de mi presencia.

Pasaron algunas semanas y no la vi por aquel lugar. Tal vez habría cambiado la ruta y estaría dando caña al crono por otros derroteros. El caso es que yo me iba poniendo en forma y cada vez aguantaba mejor las distancias y apostaba fuerte en mi preparación, y por soñar, soñaba con participar en alguna prueba importante, al menos completar la maratón de Vallecas cuando llegara el momento.

Una de aquellas soleadas tardes me la encontré por el mismo lugar de siempre. Estaba parada y se untaba los brazos con aquel líquido. Entré a matar y la saludé con todas las consecuencias, ya que le pedí que apretara el tubo y me ofreciese de aquel potingue, porque me había quemado con el sol y tenía la piel enrojecida.

Nos miramos. Se quedó observándome, igual que si mirase el maniquí de un escaparate y es que ya sabía yo que me había excedido con aquel chándal fosforito.

La chica sonrió y antes de dar salida al mejunje, me puso en conocimiento sobre el contenido, me contó la historia del misterioso fluido del bote pegado con velcro a su estilizada cadera.

Se enrolló la atleta diciéndome que era un receta ancestral, heredada de su abuelo Martín, lanzador de jabalina. Lo utilizaba para fortalecer la piel, cubrir leves quemaduras solares, relajante muscular y cuando fuese necesario, un jarabe para las gargantas irritadas por las bebidas heladas o por las bocanadas de viento frio que entraban por la respiración sofocada.

¡Se había producido el contacto!

Pensé que ya tenía a la chavala en el bote gracias a mis encantos de seductor. Después de cuatro palabras más y tras avanzar algún kilómetro al lado de ella, me di perfecta cuenta que era todo un encanto y que por mucho que alargara la zancada, yo la iba a seguir hasta el final del mundo si fuese preciso.

Nuestras salidas se multiplicaron con el correr de los días y me fui sorprendiendo de mi aguante atlético. Empecé a conocer el argot de los maratonianos con aquello de, aminorar el paso, aumentar el ritmo, coger el rebufo y compartir bebidas.

Nos fue dando tiempo de ir conociéndonos, de hablar durante la marcha y opinar sobre la subida del euríbor, del tiempo atmosférico y de su sueño inalcanzable como corredora del gran fondo. Clasificarse para una olimpiada.

Cuando volvió a tomar un trago del botecito, le pregunté por la receta de aquel milagroso bebedizo. Casi como obligada, me comentó que el componente principal era el aceite de oliva virgen. Si era extra mejor que mejor y si se cosechó y recolectó allá por el Santo Reino pues miel sobre hojuelas. A ella le servía como ungüento algunas veces, otras como bálsamo relajante y en determinadas ocasiones como un jarabe.

Aquella historia tenía que acabar como acaban todos los cuentos románticos y de tanto ponerme pesado y acompañarla en su preparación conseguí dos cosas:

Ponerme como una moto y lo más importante, enamorarnos.

Me hubiese gustado que esta segunda parte del relato hubiera tenido un final distinto,

pero la vida tiene atajos que te retuercen por todos lados y a nosotros nos cogió de

lleno y nos partió por la mitad.

En los momentos en que Elena peleaba a brazo partido para clasificarse para las eliminatorias de maratón, un glaucoma le devoró el nervio óptico de lado a lado y la dejó ciega. Me vi empequeñecido por todo aquello, que me superó totalmente.

Fueron momentos muy duros y la chica supo sobreponerse a la adversidad. A base de apretar los puños y acostumbrase a su nueva realidad, siguió su ritmo normal tras la normalización de su enfermedad. Más que nunca seguí cerca de ella y de la noche a la mañana me convertí en su guía atlético, en su compañero de viaje, en su hombre base, en su pareja y su futuro.

Volvimos a nuestros paseos en primer lugar, luego recorridos cortos cogidos de la mano y más tarde normalizamos la situación y se convirtieron nuevamente en carreras prolongadas, atados, amarrados para siempre.

Lo que nos sucedió meses después está sacado de la realidad, aunque parezca copiado de un libro de leyendas, cualquiera diría que fue lo más parecido a la Odisea.

Entrenábamos con una cuerda atada a nuestras manos, sorteando obstáculos, pisando fuerte, imprimiendo una cadencia de carrera apropiada para una mujer que no veía nada y que era terca como una mula. Quería clasificarse para los Juegos Paralímpicos de París, en su modalidad preferida, la maratón, lo tenía entre ceja y ceja.

Quisiera contar, me gustaría narrar todo aquello, todo lo que nos sucedió, como si estuviese ocurriendo ahora mismo.

Cuando leí su nombre en la lista de clasificadas para las olimpiadas de verano, me dio un vuelco el corazón, no me lo podía creer y recrudecimos la preparación para llegar hasta la Tour Eiffel para hacer un papel digno y dejar el pabellón español bien alto.

El verano en la capital francesa empujaba bastante para que el sol se pusiera rabioso y calentara lo suyo, por lo que embadurné a Elena con el ungüento de aceite de oliva, aderezado con unos ingredientes de óxido de zinc y dióxido de titanio, que se convirtieron en la mejor crema solar que pudiese tener a mano.

Iba ella que pringaba, resbaladiza, con un tono muscular perfecto y un brillo tornasolado entre verdosos y amarillentos, matiz que se lo daba el apreciado fruto de los olivos de Jaén.

Bajo la mascarilla negra que tapaba sus apagados ojos, resbalaban alguna que otra lagrimilla furtiva, más que nada porque ella sabía que en aquel momento de la salida ya se estaba cumpliendo su sueño de toda la vida.

De otro tarrito, de aquellos con recetas de antepasados, bebió un trago acelerado en el momento de iniciar la maratón, un trago oleaginoso, combinado con una bebida energética, todo natural y herbáceo, que le ponía a mil por horas.

Era la hora de la verdad, estaba preparada física y mentalmente. La salida en la Rue de la Fraternité fue un escopetazo de verdadera libertad, de sueño cumplido, un soplo de aire fresco y puro.

Nos metimos en cabeza durante más de dos horas de recorrido y a medida que nos acercábamos a la meta, la brasileña y la norte americana se nos fueron de punto. Las dos buscaban el oro como posesas. Elena y yo continuábamos con nuestro ritmo, haciendo un poco de bulto entre el grupo que optaban a por el bronce.

El jarabe revitalizador empezó a funcionar a las mil maravillas y apretamos el paso a menos de dos kilómetros, dejando detrás a la japonesa que poco a poco fue a menos y desapareciendo de nuestra vista.

En ese intervalo de carrera, por la cabeza de Elena, musitado a borbotones y casi en silencio, pasaron mentalmente todo los trabajos realizados tras su enfermedad. Los malos ratos, una depresión solapada y mucho sueño por descansar.

También los entrenamientos, los bocados pegados al crono bajando segundos, sudores, agotamiento, fatiga y algún que otro beso robado cuando ella no se lo esperaba.

A pesar de estar a su lado, esa soledad de los corredores del gran fondo se agigantaba y mi chica movía la cabeza de lado a lado pero no se quejaba.

Yo le miraba de soslayo y quería traspasar su máscara para llegar a su mente y si fuese preciso a su corazón que era tan grande como su propio pecho.

Veíamos la meta a lo lejos y el demonio de la mala suerte se cebó con nosotros. No tuvo compasión con aquella mujer que había sufrido tanto y que se había lamentado nada. Mis piernas desfallecieron, mi cuerpo se quebró y cuando ella notó que me caía al suelo quiso sostenerme, agarrarme y la cuerda que nos unía se soltó.

A escasos metros de conseguir la gloria de Elena, de su sueño, de su beca perdida, de su medalla de bronce, el mundo, su mundo, le dio la espalda y se fueron al limbo del nunca jamás. Nos habían descalificados.

Ha pasado ya un tiempo. Ella empieza a digerir mi torpeza. Se comenta, se dice que tal vez el comité tenga en cuenta su gesto humano en aquel momento, con la otra rival a tanta distancia, a años luz diría yo. Ya se verá si se hace justicia con ella.

Seguimos entrenando, tirando millas, batiendo marcas y tiempos. No hemos vuelto a hablar de aquel desenlace. Elena no se rinde y sigue poniendo su cuerpo en forma y de vez en cuando bebe un trago del jarabe maravilloso.

Ahora, hoy, en estos momentos, cuando hemos llegado cerca de nuestra playa, la he obligado a parar y teniendo de fondo los pinares como testigo y la brisa del mar, delante de ella me he arrodillado, le he puesto el anillo de compromiso en su dedo y le he pedido matrimonio.